miércoles, 15 de octubre de 2008

Instante

Instante

Todo quedó suspendido, en el instante en que levantabas la mano, justo antes de descargarla sobre mi pecho. Después, un estruendo retumbó en toda la residencia, las aves abandonaron asustadas sus nidos en retirada. El telón se derrumbó sobre el escenario, el terciopelo rojo sangró desnudo descubierto en su miseria; como una ola gigante arrasó el proscenio, tapó el foso de la orquesta enmudeciendo los sonidos armoniosos, el polvo almacenado durante años, nubló los ojos de los melómanos de las primeras filas.

Tu vestido revelaba que, por la puerta del lado este de la casa, entraba una fuerte corriente de aire, movía tu pelo, acompañaba el esfuerzo descomunal de tu brazo. La línea directriz de fuerza-movimiento se continuaba en tu cara, enmarcada en la luz cenital que te atravesaba. Tu puño cerrado batiendo el gran parche, tus manos sujetando con fuerza, tus dedos crispados y ateridos, tus ojos buscando los míos, con odio.

Todo en un instante.

No podíamos hacer otra cosa que permanecer inmóviles mientras se disparaban los sucesos, mientras lo que debía ocurrir, ocurría. Me mirabas, mis ojos miraban absortos tu mano suspendida. Incrédulo, asistía al circo romano donde era yo mismo quién iba a ser devorado por un impulso gigantesco que detonó un tsunami, una ráfaga de viento polar que helaba las venas, un suspiro infinitesimal que detenía en un instante, el espacio.

Es imposible detener el tiempo, pero percibí, ante mis ojos, una fracción de segundo.

Después de la estampida desatada, los pesados cuerpos corrieron desbocados en una inmensa llanura, nada de lo que estaba sucediendo era explicable, pero al mirar hacia atrás giraron hacia las sombras. Retumbaron en mis oídos sonidos de tambores, mezclados a un grito primitivo nacido de las entrañas de la tierra, los parches del corazón se convirtieron en ecos de montañas nevadas, un loco galope desbandado hizo girar todo violentamente y desató del cielo, a manos abiertas, la tormenta que estuvo contenida por años. Se derramaba en liquido de cristales púrpuras, en sonidos de cascadas mojándome el alma y no pude ver nada más, la luz inundó lo creado.

Después, lo inevitable, el movimiento del mar del destino suspendido cedió su contención y el objetivo por cumplir dio paso al hecho consumado y mientras atrapados por el resplandor, quedaban todos prisioneros de mi última foto, tu mano cayó pesadamente sobre mi pecho clavándome un puñal.



Víctor Troncoso

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