viernes, 7 de marzo de 2008

Anochecer

Mi futuro suegro había dicho, algo así como: —¡Mirá las cosas que escucha este puto!. —dije, ¡basta para mí! Y salí corriendo de tu vida. Cuando me llevaron preso lo trasmitió Canal Nueve y Crónica. Viniste a verme a Plaza Francia, pero estaba rodeado de amigos y no te vi. Estuvimos y nos fuimos y volvimos a irnos, dejando atrás otras vidas.

Perdí la memoria, no recuerdo ni los nombres ni las caras, ni lo que hicimos no hace mucho tiempo. Néstor me contaba que estuvo viviendo conmigo tres meses en San Telmo, en la casa de las ocho habitaciones, de los siete balcones, de los encuentros y desencuentros, lo miré con ternura. Jorgelina se asomó al balcón que daba a la calle Defensa para ver una manifestación. En medio del gentío Fernando Noi nos saludaba con su pañuelo blanco.

La Negrita en medio de una ronda de extraños pasaba el charuto al vecino y la ronda seguía, ronda redonda. Pirilo salió de su pizzería a mear en la calle. En el sur paseaban los sueños de Álvarez, el de Mandioca, se estrellaban en Chile y Defensa, y su camisa blanca se teñía de sangre roja de bodegón y vino de cuarta.

La realidad preanunciada me tenía prisionero, por eso te dejé y desaparecí del universo. Un solo verso, de a uno, no más. Despacito nena, que quiere amanecer. Y no puedo.
La gatita se escapó de la caja dormitorio y las calles la cobijaron, no nos dijo ni miau.

No se puede estar viajando en tercera clase todo el tiempo. Las facturas se acomodaban en el papel blanco, movían sus cuerpos, bufaban, a las siete de la mañana para ir de paseo, las vi sonreír frente al espejo. Las calles latían y se iban escalonando ante la suela de mi zapato.

Se extravió por las calles de Katmandú, vendió su sangre para comer un arroz con salsa picante que le reventó el estómago. Lo adoptó una condesa italiana hasta que pudo levantarse de una hepatitis reincidente, después lo llevaron preso por una felatio en Retiro, en la vía pública, es que su vida ya era pública, con pubis, con púber.

En lo de Pistochi, bailamos el rito primordial del encuentro. No nos conocíamos pero te había visto caminar por Florida con aquel poeta célebre que era tu marido y te había deseado. Como era un deseo puro se me concedió. También ocurrió lo mismo con la francesa, viajando en colectivo. Cuando se cansó de juntar boletos de trenes en Retiro, nos encontramos, la había deseado y como era otro deseo puro también se me concedió.

No quiero volver a desear nada, pero no creas todo lo que te cuento, también me domesticaron. Tengo puesto un bozal. Cantemos a dos voces nena, el blues que vivimos anoche. Aunque era de madrugada, me curé de espanto. Todo junto en un noche, la vida dura una noche. Antes del amanecer se comió un kilo de dulce de leche y quiso irse. Sus ojos nunca soñaron amaneceres perfectos.

La hamaca se balanceaba a la ida: sobre un mar trasparente, “el Calipso” estaba fondeado colgado del cielo. Y a la vuelta: el mato, verde, con sus hormigas gigantes y un lagarto multicolor pasando por debajo nuestro, mientras nos hamacábamos entrelazados. Fito buscaba sobre la arena blanca, algún ingenuo que sueñe con marinos y aventuras exóticas. Todos estábamos enfermos y no queríamos curarnos.

Aquella noche había llegado a tu taller con música de Ravi Shankar y “Are you experienced” de Jimi Hendrix. No amaneció hasta que siete años después escapé porque se había hecho muy tarde. Salí golpeando puertas. Lamento no haber sido lo mejor.

En San Luis el otoño florecía tu panza preñada a punto de revelar a un dios que nació una noche de eclipse, con el pelo color fuego. El fraseo de la viola de Hendrix, rebotaba de mi mente a los cerros y subía por la quebrada de los cóndores a refugiarse en las sierras.

Víctor Troncoso

jueves, 6 de marzo de 2008

Paquetes Perdidos

El Nene Ponce, encontró debajo de su asiento en el subte de Plaza de Mayo, un paquete envuelto en papel de diario, cuando volvía a su casa.

Sin saber qué era, lo ocultó como pudo entre sus ropas y salió caminando rumbo a la calle Defensa. Un par de policías que estaban apostados en la esquina del Ministerio lo miraron pasar apresurado. El sargento Soto, el de más edad, se quedó con ganas de hacerle alguna pregunta, había en su andar algo sospechoso, pensó; pero pudo más el deseo de volver temprano a su casa.

Pasando Belgrano, él estaba en su territorio, pero era una noche brava en tiempos difíciles, se sucedían las requisas, detenían a los ocupantes de los autos para investigarlos.
—Documentos, por favor— escuchó y se le heló la sangre, una patrulla paraba a una pareja que rumbeaba por Chile en busca de un cuarto de hotel donde mentirse por un par de horas. Decidió que lo mejor para pasar desapercibido era caminar haciendo sonar los tacos con cierta firmeza, mirar para adelante y poner la mejor cara de un “don nadie”.

Cuando cerró la puerta de calle con llaves respiró tranquilo. Subió los escalones de a dos, la vieja escalera de madera estaba cada vez peor, se dejó caer en la silla de la cocina y respiró. Antes de revisar lo encontrado, vio por la ventana al vecino sentado en el balcón hablando sólo; con la noche le entraba la tristeza, estaba perdido recordando la otra calle de sus sueños. Entornó el postigo con cuidado, respetando el dolor ajeno, corrió la cortina y se dispuso, en la intimidad de su cuarto, a ver el contenido.

Se escucharon en esos momentos frenos, portazos de autos, hombres corriendo, y el sonido seco de una veintidós contra la mole de granito de la casa, después los pasos persiguieron voces lejanas, otro estruendo patético haciendo eco en el bajo; el viento se llevaba el resto de los sonidos para el puerto. Por Independencia a esa hora, Ribero todavía estaba en el Viejo Almacén y un par de amigos no se daban por enterados que ya no era hoy sino ayer.

Apagó la luz de la pieza y encendió el velador de la mesita. La foto de Doña Rosa, le regaló una sonrisa balsámica que lo reconfortó, en esa intimidad secreta de sus afectos, se quitó el saco, dobló prolijamente las mangas de su camisa y sentado en la cama se puso a desarmar el envoltorio. Aunque al tacto sospechaba lo que era, no se decidía de una buena vez, porque le había parecido que sus ojos cansados de doblar papeles, sellar y archivarlos todos los días, le estaban jugando una mala pasada, el fogonazo de una imagen lo golpeó con claridad.
Aterrado, dejó todo sobre la cama y se miró las manos...

Dio un par de vueltas, encendió un cigarrillo, había pensado sacarse los zapatos pero no se animó, prefería estar calzado por sí acaso. No pudo aguantar la ansiedad, volvió a retomar la tarea, cuando otro resplandor, lo dejó perplejo, había visto claramente la escena, y no lo soportaba. Pensó en dejar todo como estaba, volver a arreglar los detalles mínimos que había tocado y sacarlo urgentemente de su casa. Sería lo mejor, y a otro perro con ese hueso, punto final y a acostarse que era muy tarde, las campanas de San Ignacio anunciaban las dos de la madrugada. Decidió servirse un buen vaso de tinto para agarrar un sueño rápido y dejar todo para mañana.

No se animó a acostarse y tener que tocar el envoltorio, trajo de la cocina la escoba y la pala y lo quiso empujar hasta el borde de la cama; en el primer contacto, la luz de la pieza duplicó su fulgor y reventó la lámpara sobre su cabeza. Sus ojos vieron en la oscuridad, lo que intuía, lo que sospechaba, lo que no le deseaba a ninguno de los mortales que hubiese conocido. Tuvo clara conciencia de lo que era aquello, entendió el porqué se había dejado encontrar por él en el subte. Sus manos temblaron, trató de volver a respirar a un ritmo normal pero no pudo, el corazón latía con furia en su pecho y por primera vez en su vida sintió que realmente tenía miedo, un miedo que le retorcía las entrañas y lo tenía temblando como una hoja. Tuvo ganas de salir corriendo de la habitación, pero los ojos del cuadro de doña Rosa lo miraron, y él, con la confianza de un hijo perdido y abandonado, le pidió ayuda.

Tres días después los vecinos denunciaron que no veían al propietario del primero “C”, y estaban extrañados del olor que salía de la pieza. Vino la policía con un cerrajero y pudieron abrir la puerta pero no encontraron nada anormal, la luz del baño permanecía encendida, el saco con unos pesos en la billetera colgaba de la silla, la cama estaba tendida y sobre ella un paquete perfectamente cerrado envuelto en hojas de diario. Les llamó la atención la lámpara del cuarto reventada y el rastro de algo que había hecho combustión espontánea en un radio de unos pocos centímetros; apenas una sombra detenida en el tiempo.

Cuando el cerrajero empezó a juntar sus instrumentos aprovechó y guardó también el envoltorio de papel de diario, con mucho disimulo, en su caja de herramientas, un policía tomó algo de plata de la billetera del Nene Ponce y la deslizó en su bolsillo. Pusieron una faja para no permitir que nadie entrara en el departamento hasta que “Su Señoría” lo disponga. Cerraron la puerta y salieron.

En Buenos Aires los días son muy luminosos, el problema es a la noche.


Víctor Troncoso