miércoles, 28 de mayo de 2008

LA PRIMERA ACTRIZ

El camarín revuelto era tema de todos los días. Su temperamento flemático, impulsivo y volátil, le impedía tener las cosas en su lugar. La asistente personal ya había renunciado a guardar elementos desparramados, cuando intentaba poner orden, un cepillo volaba impetuoso y el grito estridente la ensordecía: ¡Dejame en paz!
Las sonrisas comprensivas de los que escuchaban, eran un coro silencioso de solidaridad para con la pobre mujer, que hacía años soportaba la histeria de la primera actriz.


Una noche, algo distinto pasó tras las puertas del camarín. Susurros y exclamaciones ahogadas reemplazaban al ruido cotidiano. El empresario, avisado por los demás actores de la rareza y no sin cierta impaciencia ante tanta liviandad, tocó a la puerta tímidamente al principio, luego con más energía y, al no responder a su llamado, la empujó vehemente, pero cedió sin resistencia alguna. La escena lo dejó asombrado por mucho tiempo y cada vez que la refería, miradas desconfiadas e irónicas le confirmaban que no creían en sus palabras.


El biombo, situado en una esquina del cuarto, aparecía tirado sobre el piso y en un perchero de pie, junto a chales y deshabillés, un radiante papagayo, vestido con el traje de la protagonista, miraba a su alrededor altanero. La asistente se había desplomado en una silla, completamente abatida. De la primera actriz, no quedaban rastros.


Cristina Scarlato

DETRAS DE SU MIRADA

La sombra en la pared alargaba la noche. Tenues luces lejanas dibujaban claroscuros difusos en el frente del edificio. Fugazmente se deslizó por una abertura lateral, donde no se veía puerta alguna. La calle quedó desierta. En el interior, se iban perdiendo, entre muros vidriados, haces intermitentes de luz que ascendían presurosos a través de las escaleras. Al llegar al piso diez, la penumbra fue aumentando paulatinamente, hasta convertirse en un estallido fulgurante que volvió día la calle principal.



Cuando la gente del pueblo salió para ver qué había sucedido, mezclado entre la multitud, un hombre de traje gris avanzaba quietamente. Una sonrisa torcida cruzaba su cara y en sus ojos un odio mortal brillaba embravecido.




Cristina Scarlato

sábado, 24 de mayo de 2008

La gata

Y cayó como el hombre prendido a su sueño.
ABELARDO CASTILLO

No sé si puedo a atreverme a escribir esto, es que no siempre se siente tan claro, ni todo es tan cierto como para contarlo y que sea interpretado de la misma manera. No es culpa de nadie pero ocurre, siempre ocurre, no todos sangran, ni a todos les es dado el privilegio de los sueños.

Viajábamos y me decías que iban a estar esperándonos en la Villa, te juro que no entendía el cómo ni dónde, pero cuando llegó un auto y nos llamó con su bocina, me dijiste muy suelta de cuerpo que era un enviado por los brujos de la Villa y yo lo miraba al hombre y él me miraba con ojos de espanto. Lo cierto es que te saludó, hablaron algo que no entendí y me diste la orden de que subiera en la parte trasera de la camioneta y eso fue lo que hice. Era una noche oscura, había muy pocas luces encendidas en el pueblo, fuera de temporada. (ahora las palabras saltan solas sobre el papel) porque yo no había pensado poner Gesell, porque dudaba si se escribía con una o dos eses, pero la palabra se acomodó sola, de un brinco y compuso sus caracteres sobre lo blanco de mi hoja, pero no era una noche blanca, me rondaban en la cabeza las ideas: de un refugio de nazis o de brujos, algo que era muy probable en la soledad de un pueblo sin asfalto y en invierno.
¿Me pareció a mí o el señor que nos recogió con su furgón era el hombre lobo? pero por las dudas, después que nos instaló en su garaje, le dije, —muy buenas noches— y él me volvió a mirar a los ojos, sin contestarme.

Fuese como fuese y haya ocurrido antes o después, esa noche yo esperaba que en algún momento pudiera abrazarte tiernamente y copular en la conjunción de Saturno, pero vos te refugiaste en pequeños juegos mágicos de encender velas con tu poder mental y las muy tontas hacían lo que vos querías y se aburrieron de prenderse y apagarse sólo al dictado de tus ganas. Cuando se te ocurrió, me acariciaste.

Estaba conciente y caminaba entre nubes y extendía mis manos y mis dedos se humedecían con las gotas de mar en los cielos del espíritu y recorría a dos mil metros de altura una quebrada, un valle, en tinieblas, por eso no me llamó la atención que tu cuerpo tuviese ese olor tan especial y tan fuerte, mientras transitaba tu constelación de Andrómeda y bajaba por la cordillera de tu espalda y me enredaba en los retorcidos bucles dorados de tu monte de venus, tus labios rosados, brillantes, húmedos, (Lucy, brillabas en el cielo con diamantes), con tus sueños irreversiblemente puros, de sudar al calor de un hogar de quebrachos ardientes.
En el pinar estaban tocando música clásica y miles de duendes y hadas vivían de fiesta en fiesta, hasta que llegamos nosotros y dejaron de danzar y se quedaron callados, mirándonos, Gaspar nos reconoció enseguida y vino a nuestro encuentro con los brazos extendidos y nos abrió la puerta para salir a jugar. Y aprovechaste para desenrollar tu largo vestido de puntillas y tules, siempre fuiste un personaje, recuerdo habértelo dicho, cuando te colocaba una flor en tu pelo, mientras girabas hasta caer sobre tus pies, embebida de cielos. Yo vestía de verde, la verdad no se porqué, pero estaba completamente verdecido, reverdecido, iluminado.



Pero no quiero olvidarme que les estoy contando esto, creyendo que todavía escuchan con atención, pensarán, seguramente, ¿y?, perdonen, yo también lo pienso, mas no puedo dejar de decirlo, porque los hechos duraron minutos o años, no lo puedo descifrar, sucedieron, posiblemente, en una noche como ésta.
No se lo que me pasa, o lo intuyo y no quiero darme cuenta, había una vez una princesa revestida de soles, con poderes extraordinarios (regalo de seres estelares) que hablaba de otros cielos habitados por criaturas luminosas, que convivían con nosotros los humanos en un mismo plano de existencia, sólo por un pequeño tiempo, por una breve jugarreta del destino.
Ocurrieron cosas increíbles, navegábamos por toboganes de agua de colores, bebíamos vida, danzábamos entre las estrellas, y una lluvia de meteoritos a nuestro alrededor, viajando a cientos de miles de kilómetros (si pudieran medirse).

Estábamos contemplando las brasas y yo tenía los ojos duros de mirar sin ver y rojos por el humo de los leños, (porque no nos habíamos movido ni un centímetro). No recuerdo cuándo me quedé dormido. Soñaba plácidamente, estaba pleno y feliz.
Nos llamaron para avisarnos que ya era casi el mediodía.
Te busqué y no estabas a mi lado.
Ya no estaba, ni yo con ella y, pensándolo bien, ni recuerdo su nombre.
A mis pies, ronroneaba una gata de angora blanca.

Y nos tuvimos que ir hacia la playa y me acompañaste hasta la puerta (y te quedaste en el umbral lavándote la cara con la pata derecha y me dijiste creo que miau , un miauuu largo), se cerró el portón y me fui solo, arrastrando los pies llenos de arena. Yo tenía un morral en bandolera y busqué en el fondo algo para ponerme en la boca, porque recién en ese momento sentí hambre y sed y desesperación.

Lo supe porque lo supe, ya no pertenecías a esta raza humana, esa noche bajaron de los cielos una escalera o te trepaste hasta la última rama del árbol mágico y te iluminaste.
Y como la lluvia moja mi cara en esta madrugada, cuando camino de vuelta a casa, así me sorprendiste con tus juegos de niña caprichosa, pero hay algo que nadie podrá borrar de mi memoria: me acariciaste, dulcemente, me acariciaste, muy dulce, la mente.


Pasaron muchas temporadas desde aquel Gesell.
Nunca localicé de vuelta aquella calle, ni la casa, ni a la Gata. Volví varias veces al “Bar o Bar” busqué entre las montañas de cáscaras el poema que la preanunciaba, que me había escrito el Negro Julio cuando actuaba en “Hair”, pero lo único que encontré fue un cementerio de burgueses consumiendo historia, la vida de los otros, la apariencia de una mezcla mal cortada., pero esa es otra punta de un ovillo todavía sin hilar.
Víctor Troncoso

Caminos Obvios

“Toda la noche estuve dando vueltas en la cama, creí al principio que era algo que había comido, pero las nauseas me salían del alma. Estaba insegura, muchas veces me propuse cosas difíciles y las logré, pero esto que sentía no era nuevo, era producto de un gran estrés, pensé, y recurrí a dos pastillas para dormir”.
Cerró la puerta de acero con doble llave, después la de rejas, y antes de bajar los tres escalones que la separaban de la acera activó la alarma. En la calle la esperaba su auto, el chofer la saludó amablemente, hicieron dos cuadras y doblaron en la esquina de Los Jilgueros y Las Torcazas, para salir del country “Bellas Flores” de Tortuguitas.

Pedro le dio un beso a su mujer que estaba remoloneando antes de levantar a los chicos para llevarlos al colegio; cerró la puerta de su casa y caminó seis cuadras. Siempre ponía mucha atención al cruzar la colectora, en esa zona los autos circulaban a gran velocidad y no se detenían nunca por miedo a los asaltos; llegó a la parada del colectivo y saludó entre dientes y por compromiso a varios conocidos que esperaban el micro. Después de viajar más de una hora parado, pudo sentarse. Estaba entrando a la capital, todavía tendría unos veinte minutos hasta el centro y aprovechó para dormirse.

La señora de Bugartín apenas subió al auto, llamó desde su celular a la secretaria para ultimar detalles de la agenda del día de hoy, pospuso un encuentro con la firma Monsorte que revestían piletas de natación para otro día y pidió que anulen la cita con una amiga, esposa de un alto ejecutivo de una empresa extranjera, corrió la entrevista con el gerente de la firma para media hora más tarde y suspendió todas las citas y compromisos de la jornada, dejó en blanco varias horas, para ella, personales.

“Mientras fui chico siempre creí que era feliz con mis juguetes, con el amor de mis padres. Para llegar a nuestra habitación, en la casa de mi abuela, había que subir la escalera que daba a la terraza, era nuestro refugio. Jugaba con autitos de plástico, mis primos los armaban con una cucharita y masilla para darles peso y que no volcaran, siempre me ganaban porque eran más listos y más grandes. Era en verano, por el sol, miraba a las personas a la cara y pensaba, las veía correr al lado mío atendiéndome y pensaba...¿qué les voy a dejar a mis hijos ahora que me estoy muriendo por un infarto de pecho?”.
Se despertó sobresaltado, en cinco minutos escasos había visto ¿o soñado? toda una vida , lo que hacía, dónde se movía, quién era. Miraba angustiado por la ventanilla: el Bajo Porteño, Paseo Colón, la avenida Córdoba, los altos rascacielos, tenía la espalda contracturada trató de estirarse, de despabilarse, estaba llegando a su destino.

Como muchas mañanas, le informaron del desarrollo de la empresa, los recaudos a tomar ante los rumores de desabastecimiento, el aumento de precios, la caída de la Bolsa, la suba del Petróleo, las perspectivas de ganancias anuales, la diversificación de sus inversiones, los informes del estado de los proyectos y las medidas de reducción de gastos y de personal. Para sorpresa de sus gerentes, los oía pero no les prestaba atención. Finalizó la reunión agradeciéndoles y los despidió sin tomar ninguna determinación ni responder inquietudes. Atónitos, dejaron el despacho para continuar cada quién con su tarea.

El capataz de Pedro parecía que no había tenido una buena noche o algún entripado le destrozaba los nervios, porque estaba con un día de perros y antes de que hubiesen empezado a trabajar ya sacaba espuma por la boca.
—Va a ser un día difícil—pensó Pedro, acostumbrado a soportar humores ajenos. Trató de desaparecer de la vista del capataz, desde muy chico jugaba a que tenía el poder del hombre invisible, pero cuando escuchó.—Pedro, venga a mi oficina— sintió un escalofrío que le nació en la nuca y repercutió en su estómago con un retorcijón típico, como cuando la señorita Marta le decía: —pase al frente y dígame la lección. Bajó la cabeza y caminó pensativo. El capataz lo llamó desde el interior de la oficina y él entró.

“El mundo no cambia en un día, ni por unas horas perdidas, pero yo sí, lo necesito. Hoy es el día que esperé en años, ya no puedo más y antes de que explote mal, que haga alguna barbaridad irreparable, que me vean débil y frágil, mejor me voy para siempre”.
Cuando dejó su despacho se cruzó con su secretaria quién necesitaba una respuesta para finalizar una de las tareas asignadas y ella sin detenerse, le dijo —después querida—Tomó el ascensor que la llevaba directamente a las cocheras. Contrariamente a las costumbres quiso ser quien manejase, dejó chofer y personal de seguridad en el playón, salió buscando la avenida y se perdió por la Costanera. Hacía muchísimos años que había dejado de manejar.

—Buen día— dijo y esperó que su jefe asintiera con la cabeza, avanzó un par de pasos y se acomodó lo mejor que pudo en una silla de plástico negra. —Como usted sabrá, estamos atrasados en el desarrollo de la obra y según me informaron, últimamente no vemos en su trabajo la contracción y el cuidado que sabía ponerle a lo que se le encomendaba, por lo tanto pensaron que lo mejor sería prescindir de sus servicios, pero yo me opuse personalmente a esa disposición y sacando la cara por usted, Pedro, ya que lo conozco desde hace tiempo, logré que le den una nueva oportunidad: un traslado a la sucursal de Campana. Espero que no defraude mi amistad—. La noticia le cayó como un balde de agua fría, calculó rápidamente que tendría más gastos de traslado, más horas de viaje, más tiempo fuera de su hogar, pensó en sus hijos, en su esposa, se mordía los labios para no contestar, agradeció la confianza recibida y salió aceptando todo lo que le había dicho, sintiéndose un perfecto idiota.

La Panamericana estaba relativamente liviana hacia Pilar, a esa hora el tráfico iba en sentido contrario. Dejó el auto a un valet y entró en el Sheraton. Le dieron una habitación con vista a la pileta y las canchas de tenis, pidió una botella de champagne y una masajista, se bañó y relajada por los masajes o por la bebida durmió una siesta, después pidió al conserje una maquilladora, una peinadora y una manicura; al anochecer, vistió de largo, con un vestido negro, muy elegante, que había adquirido en París y mirándose absorta, largamente, en el espejo—estás divina— se dijo, pero ni sus ojos, ni la sonrisa pintada en su boca le creyeron. En la cartera de raso y lentejuelas bordadas a mano, guardó una pistola veintidós corta, niquelada, con cachas de nácar blancas.

Mientras volvía a su casa, Pedro se imaginó mintiéndole a su mujer, explicándole las ventajas del traslado, la amabilidad del capataz, el ascenso y la confianza depositada en él. Miraba con ojos lánguidos un paisaje desolado, el de su alma, se imaginó saliendo de su casa a las cuatro de la mañana para volver de noche, cuando sus hijos estarían cenando o ya dormidos. Quizás todo resulte para bien y el cambio me favorezca, quizás nuevos compañeros un poco más humanos y no la raza de víboras traidoras que había conocido. Se observó en el reflejo del vidrio de la ventanilla del colectivo y se sintió un infeliz, un pobre fracasado, uno más del montón de los descartables de hoy, se tuvo asco, —si pudiese me emborracharía —se dijo— hasta olvidarme.

A las nueve en punto, la señora de Bugartín bajó al salón comedor, un camarero le acomodó la silla, ella agradeció sonriendo y cenó sola.

Cuando Pedro llegó, sus hijos se le colgaron del cuello, a los besos.

Víctor Troncoso

El punto

El punto (.) separa unidades autónomas

Cuando puso el punto final levantó los ojos al cielo, como aquel jugador agradeciendo a los dioses del Parnaso por el golazo de su vida, seguramente, mañana, su foto estaría en las portadas de todos los diarios del país y con un poco de suerte, en las revistas del exterior, su brazo alzado, su boca sonriendo, su salto al espacio de las estrellas consagradas.
Está para editar—se dijo— e inmediatamente le envió un mail a su correctora preferida, la escritora Scarlato; desde que era un ignoto principiante lo había ayudado y enseñado el duro oficio de la corrección. Se paró para estirar las piernas, llevaba frente a su computadora más de doce horas, preparó un café (había perdido la cuenta de cuantos había tomado), miró sin ver por la ventana pensando en el nuevo compromiso de edición y diseño de tapa, la firma del contrato, la presentación y sin darse cuenta, estaba calculando los sándwiches triples de miga o los fosforitos salados acompañados por un buen vino, que debería tener en su honor.
La Cucullu podría leer un cuento—pensó, mientras Camilo diseñaría una presentación en Power Point con fotos ilustrativas y animaría musicalmente, con algunos de sus amigos la velada. Los chicos podrían ser los mozos, Carolina estaría en la recepción, además de las fotos, cientos de fotos como para llenar varios álbum de recuerdos. Faty supervisando que todo estuviera correcto, sucediendo en el horario preestablecido. La lista de invitados sería un problema a resolver, debería mezclar (como en un casamiento) gente que jamás se vio la cara ni sospechaba de su existencia: desde autoridades eclesiales, a viejos amigos hippies, poetas, músicos, escritores, a parientes y amigos; calculó, a ojo de buen cubero, que concurrirían más de cincuenta personas, sabiendo que varios de los invitados se excusarían por el día o la hora o la distancia, tendría que regalar muchos libros ya que muy pocos querrían pagar una primera obra artesanal de un escritor novel.

Recién entonces, pudo realmente mirar por la ventana desde donde había terminado de soñar despierto, algo estaba sucediendo de una manera anormal, demasiado silencio para una noche tan hermosa, no había ni un solo auto circulando, no se escuchaba ningún ruido, sólo un leve viento soplaba imperceptible dejando caer sobre la calle, los árboles, los techos, una débil lluvia de cenizas. Recordó a su tía Pochi: sobre su casa, algunas tardes caían desde el cementerio de la Chacarita. Ella entraba la ropa que tenía tendida en el patio, cerraba puertas y ventanas mientras escuchaba la novela en la radio. Aquello era muy similar, prestó atención: nada se movía; en un impulso irrefrenable, sintiendo una voz interior, se vistió con lo primero que encontró, calzó los viejos borceguíes y una gorra con orejeras y salió corriendo de su casa.
Cuando llegó a la avenida tuvo la confirmación de lo que había sospechado, no había nadie, la ciudad estaba desierta, caminó sin rumbo, hasta que llegó a una librería. Su libro estaba en la vidriera principal, sobre el lomo, una leyenda “Vendidos 1.000.000 de ejemplares”, entró desesperado y tomó uno de la pila, no lo podía creer, su libro editado y encabezando la lista de los más vendidos en el país, es increíble —se dijo—tenía en sus manos los sueños de su vida, las anécdotas, los sufrimientos, las alegrías, las horas de insomnio, la condena de la lucha con el papel en blanco, con la hoja dura, fría y terrible, que le producía temblores y dolores de estómago. Y abrió la primera hoja, y su primera hoja tenía... sólo un punto... un punto autónomo.... un punto solo.

Salió corriendo, las cenizas inundaban la ciudad, los autos estaban cubiertos de una fina capa de muerte.
Víctor Troncoso

Una hoja en otoño

Una hoja en otoño

Me ocurrió de golpe que lo veía por primera vez.
JAN CARLOS ONETTI


Supe del fuego antes que el fuego mismo. Estaba sobrevolando mi casa y vi las llamas rojas-naranjas sobre los techos a dos cuadras de mi cuarto, la columna de humo invadía el vecindario y fue entonces que llegaron los bomberos haciendo sonar su peculiar sirena. Recién ahí tuve conciencia de la tragedia, pero ¿cómo iba a explicarte que lo acababa de ver desde más arriba que el techo de mi casa antes de que pasase? En una simultaneidad que no dejaba de asombrarme, pero te juro que yo lo vi estando aún en la cama con los ojos cerrados, tratando de despertarme, antes que te fueras al colegio con tus alumnos.

Cuando miré los ojos de Antonio y miró para el costado, pensé —este me cagó— y muy poco tiempo después me enteré que realmente le leí la mente o intuí que me sonreía y por atrás me la estaba dando con suma delicadeza, con su sonrisa de dientes blancos y cuidados, a pesar de su investidura.

Sabés una cosa, pequeña niña de ojos de miel, ya todo no me parece tan raro, al contrario, creo que sigo siendo un cándido o un boludo o un volado. Estar adivinando el próximo paso es inmoral. Que yo te pare y te diga a boca de jarro, mirá, la cosa es sencilla, pero no me mientas, (aún sabiendo que vas a terminar haciéndolo) pero no porque seas una guacha de mierda, sino porque las cartas del mazo que nos tocó barajar están acomodadas así y el paso que viene dentro de la danza es que un día circunstancialmente te vayas y no vuelvas esa noche y a los dos días me entere que no querías verme destrozado. Quedate tranquila, ya lo sabía, no me preguntés desde cuándo, ya lo sabía. Lo que no conozco es el día ni la hora exacta, pero sí el hecho, te vi llenando un bolso azul de Air France, te vi en Ezeiza partiendo sola y me alegré por vos, por la hermosa vida que vas a tener y porque te lo deseo de todo corazón.
Please look at me y tratá de entenderme, my love.

Pasé un período de oscuridad, encerrado entre cuatro paredes, sentado noche y día frente a un televisor al que no podía dejar de ver, desconecté el teléfono, anulé la ventana que daba al sudeste, a la otra le puse diarios, viejos de meses, tostados por el sol.
Hace rato, cuando estaba paseando por el cuarto y se me ocurrió de golpe que lo veía por primera vez, cayó una pesaba venda que cubría mis ojos.
De repente, pude darme cuenta de todo, tomé una larga bocanada de aire, inflé los pulmones, tomé carrera y me lancé, como te lo había prometido tanta veces, por la ventana.
Sé que cuando te enteres vas a ir a misa y harás, a tu manera, una pequeña oración por mi eterno descanso y te lo agradezco, pero por favor no quisiera verte vestida de negro, ponete la chalina hindú de arabescos violetas que te regalé. Y sonreí, que sos muy linda para guardar una lágrima de miel. ¿no ves que estoy volando sobre los techos de mi barrio, como una hoja de otoño?

Víctor Troncoso

El camino del Tigre

No pensar en nada salvo en la brasa del cigarrillo que colgaba oblicuo de sus labios entreabiertos.
JUAN JOSÉ SAER


La puerta se cerró detrás de él con fuerza, caminó un par de pasos y dobló su cuello para mirar, por las dudas. El barrio permanecía en silencio. Luego se alejó con la certeza de que lo había hecho como Dios manda. Hay cosas que no se pueden perdonar así porque sí. Bajó dos cuadras por La Rioja y se paró en Brasil a esperar el colectivo. Sentía las manos sucias, olió sus dedos, se acomodó lo mejor que pudo el saco, la camisa puesta dentro del pantalón, la bragueta cerrada y como a esa hora estaba fresco se levantó un poco las solapas. La estación de servicio de la esquina era lo único que tenía cierta vida propia, lo demás todavía no había despertado.

Decime la verdad, le había dicho, ella permaneció acurrucada en la esquina de la cama contra la pared, buscando defenderse de la cachetada que seguro partiría detrás de esa catarata de insultos, de esos ojos perdidos por el odio de sentirse un macho humillado. Vendrían seguramente, las preguntas que no podría responder (para no empeorar la situación), las comparaciones odiosas, el pase de facturas, la angustia de sentirse fuerte y débil a la vez, porque lo hecho fue por amor, equivocada o no, pero por amor.
¿Sabés cuanto hace que no me pasa nada con vos? Te creés que sos el dueño de mi vida porque venís a mi cama cada vez que te dejo, estás loco pibe, te adueñaste de mí y no tiene nada que ver, yo soy yo y de mi vida hago lo que quiero o ¿tenemos un contrato escrito y firmado donde dice que yo soy tuya?, lo pensó, estuvo a punto de gritárselo en la cara, pero se quedó callada. Manoteó como pudo un cigarro, quería escaparse con el humo que subía hacia la ventana.

De la cabecera de la línea seis, el primero salía a las cuatro, todavía tenía unos quince minutos de aguante en la esquina, enseguida aparecerían los trabajadores que van temprano al centro: mozos de bares, personal de limpieza de oficinas, vendedores callejeros. Sería bueno tomarme un café, pensó, lo estoy necesitando, se dijo, convenciéndose a si mismo de que todo estaba normal, pero no, no podía quedarse quieto, estaba temblando, miraba a cada rato hacia la otra cuadra tratando de adivinar la llegada del puntero, que ya tendría que haber salido de Soldati y estaría por Pompeya a unas quince cuadras, para colmo de males se había quedado sin un cigarrillo, sin un puto cigarro. Las luces amarillas y la neblina cerrada enmarcaban un día de mierda.

Ella prefería tener los ojos bien abiertos, esquivar la mirada directa, pero no perderle pisadas, quería salir lo más ilesa posible. Él no dejaba de rodearla, de tirar cosas, de insultarla, de pedirle perdón y ante cualquier excitación volver con la misma cantinela una y otra vez, trepanándole el cerebro, convencido que era su mujer quien tenía toda la culpa pero ahora ella esperaba que terminase de una vez y se fuese, para poder cerrar la puerta con cuatro llaves o escaparse a los brazos de su vecina y amiga en busca de refugio. Trataba de aspirar su gouloise en silencio, sin moverse.

Estaba furioso, todo lo abría o cerraba con vehemencia, no quería pegarle pero tampoco podía dejar las cosas así, había algo más en juego que su corazón partido en mil pedazos, su hombría.

Comenzó a buscar en el cajón de abajo del placard un par de medias, una camiseta y alguna corbata que había ido dejando en la casa. Recordó el primer tomo de Cuentos Completos de Cortázar de la mesa de luz, el CD Mothership de Led Zeppelín y un paquete de chiclets adams sabor a menta, que creyó necesitar. Buscó del baño su cepillo de dientes y tiró todo, con bronca, en su mochila negra, se la cargó en el hombro izquierdo y cuando estaba por abrir la puerta ella le dijo que al libro lo habían comprado a medias, la miró con un odio que le broto de las entrañas y estrelló contra la pared de la cocina la mochila al grito de:¡ metételo en el culo!...

Buscó la cara, la enfocó como un perro salvaje de ojos rojos, la miró como nunca había mirado a nadie, todo su cuerpo sintió el impulso de impactar en la laringe, en el centro de su garganta, la mano acostumbrada a dibujar el camino del tigre en T´ai ch´i partió hacia el punto de fuego, describió un semicírculo, salió disparada como una ballesta que estuvo sujeta por los invisibles hilos del destino.

Doce minutos y el seis dobló por la esquina de la Cantina de Roberto, tomó Brasil y llegó bufando, con un par de cansados cuerpos de obreros mal dormidos. Hasta Corrientes y Callao, dijo entre dientes, y la máquina le entregó el boleto de un peso con la hora y el día en que ella salió de su vida.
Él prefirió no pensar en nada, salvo en la brasa ahora apagada para siempre.

Víctor Troncoso

jueves, 8 de mayo de 2008

Lo que hace felices a otros

Cuando apareció mi hermano yo hacía rato que me veía al espejo del botiquín. Quería establecer de una vez para siempre el grado en que unos tempranos asomos de decrepitud habíanse ya cobrado su precio sobre mi cara. Me escrutaba desde tan cerca que me daban náuseas y vahídos, y se me aflojaban los brazos que me apuntalaban sobre el lavatorio. Manipulaba las hojas laterales del espejo tripartito cuando mi hermano me exigió: “Traé la pistola del cajón de papá. Vamos al fondo a ver a Ordoñez o se nos va a pasar la hora”. Últimamente, iba y volvía yo de manera compulsiva entre mi habitación y el baño, y con frecuencia él me reprochaba que de hecho hubiese acaparado este último para mi uso personal, amén de que lo hiciera espoleado por una especie de coquetería que no le sentaba bien a un hombre. Pero lo mismo me veía impulsado a constatar que los estragos comenzaban por fin a insinuarse y, por regla general, me acercaba sin más ánimo que este de confirmar un hecho en esencia consumado, no bastándome para ello mis innumerables observaciones precedentes, por fundarse en aún muy tímidos indicios que se podían poner ciertamente en tela de juicio tantas veces cuanto a uno le diera la gana, por sugerentes que resultaran. Con menor frecuencia me conducía hasta el aseo el afán de darme un retoque, un correctivo de último momento que todavía pudiese enmendar, más no fuera parcial y provisoriamente, aquellos prematuros ultrajes del tiempo. Como fuese, lo esencial era que no iría por ahí campante brindando al prójimo un penoso espectáculo del que solo yo no estaba enterado. Una vuelta pensé, siempre frente al espejo: “Si me quedara ciego ahora sería horroroso”. No obstante, tampoco me gustaba ni medio lo que me devolvía el reflejo. Lo esencial, entonces, era monitorearse a sol y a sombra. Me dio un poco de corte seguir con aquello a la vista de mi hermano. “No, dale, ¿por qué no vas vos che? Tenés piernas tan buenas como las mías”. “No, no, andá vos. Mamá ya se lo ve venir, y si se entera papá... no querrás que se haga más malasangre en este preciso momento, ¿no? De vos no se esperan algo así”. “Bueno, de acuerdo. Aguantame tres minutos más y estoy con vos”. “Te espero al fondo, en el techo”. Cerré los espejos laterales con cierta irritación y me miré a los ojos en el central, como desafiándome, aunque al instante me encontré teatral y bajé la vista avergonzado. Abandoné el cuarto de baño en dirección al dormitorio de mis padres. Desde el pasillo pude observar sus nucas asomando por encima de los respaldos de sendos sillones en el living; la de papá, quien estaba evidentemente dormido, pendía flácidamente bamboleándose con cierta brusquedad. Me quité las zapatillas y avancé a hurtadillas hacia la pieza, sin despegar la vista de las nucas. Una vez dentro procedí a abrir con extrema cautela las portezuelas de la mesita de luz de papá, y retiré del interior de ésta dos pares de zapatos muy gastados y opacados por el uso. “Pobre papá” pensé. Se trataba efectivamente de un pobre hombre que trabajaba a destajo y merecía su justo descanso, mientras que Ordoñez no era más que una rata cebada e indolente que no conocía de sacrificios. Este pensamiento inyectó algún ímpetu al cometido que hasta entonces llevaba adelante meramente en arreglo a la voluntad de mi hermano. Extraje la caja de zapatos ubicada al fondo de la mesita, envuelta en una hoja de diario manchada de pomada de lustrar, siguiendo al pie de la letra las instrucciones de mi hermano, hasta que los hechos discreparon de su descripción: había en el interior de la caja dos y no una pistolas. Desconcertado me dispuse a examinarlas, si bien ignoraba todo lo relacionado con pistolas. Ubiqué los cañones lado a lado y noté que uno de ellos le sacaba varios centímetros de longitud al otro, pero por cierto eso no me decía nada. En esta infructuosa comparación estaba cuando escuché un deslizamiento de sillas, proseguido por los pasos in crescendo de mamá camino al baño de adelante. Entretanto le oía cepillarse los dientes me dediqué presuroso a volver todo a su sitio, haciendo aparte una de las pistolas, que seleccioné al tuntún. En primera instancia encontré más sensato llevarme ambas armas, por si acaso; pero un irreflexivo escrúpulo me obligó a descartar una de ellas, so riesgo de incurrir en una infracción por partida doble: no quería llegar tan lejos. Ya restaurado el orden más allá de cualquier sospecha, y con mamá practicando unas gárgaras postreras, salí a la disparada de la pieza, amparándome en los ruidos de los buches y el agua fluyendo, sin olvidar recoger al paso las zapatillas que había dejado en el pasillo. Mi hermano aguardaba sentado en un zócalo donde termina el enchapado, allá junto a las planchas enrejadas que se elevan por encima de la medianera, en un sector donde ésta no se encuentra rematada por astillas de vidrio de botella. Ya hacían los primeros fríos del otoño y el viento le desordenaba los cabellos a mi hermano, que se veían más recios y densos que los míos, aunque también el tiempo mostraba la hilacha en él, dándose a conocer mediante una sutil trama en rededor de los ojos, que bajaba incluso hasta los carrillos: el asqueroso encaje de los años ya presente en un individuo relativamente joven. Estas primeras señas de declive le hacían representar una edad bastante por encima de la que tenía. “Es algo de sangre”, me dije a la par que acudían a mi memoria los zapatos descuajeringados de papá. Sentí otra vez en carne propia el desamparo de papá durante la conciliación, al verse moralmente demolido por Ordoñez en aquel estudio piojoso que hedía a humedad y encierro. Una vergüenza a nivel familiar. Pero al mismo tiempo me avergoncé de papá, culpándole por haberse dejado atropellar de tal modo, poniendo en evidencia su debilidad constitutiva. Este sentimiento traicionero, que era sumamente ingrato y que yo hubiera querido sin duda extirpar en lo posible de mi conciencia, redobló el despecho que ya sentía con motivos de sobra hacia Ordoñez, por ser quien, en definitiva, se había encargado de demostrarme con pelos y señas la clase de panolis que éramos los Argañaz. Me recreé en su papada tumefacta y en las manchas hepáticas o queratósicas que le salpicaban la cara, confiriéndole su característico aire de batracio, al Ordoñez. Entonces, en un descuido, pisé una hoja mal clavada del techo y la chapa retumbó audiblemente. “Andá con más cuidado”, suplicó mi hermano, que no acababa de curarse de espanto conmigo, “Dios me libre si se despierta la tía. Si la vieja espamentera arma una de las suyas, al rato tenemos a gendarmería en casa”. Pero aunque la tía no oye nada, no quise contrariar a mi hermano y asentí en conformidad. Reanudé el paso más sigilosamente y pronto alcancé su puesto sin nuevos sobresaltos. “Mirá”, me dijo señalando al grueso perro de Ordoñez, que estaba echado de lado en el pasto. Dominando la escena una luna llena derramaba su luz marfileña sobre los techos herrumbrosos de corralones y depósitos de chatarra; en lontananza se distinguía el puente saltando como con asco por encima del río, cuyos pronunciados meandros se perdían a la distancia, transportando lentamente un viscoso caudal que a la luz sublunar centelleaba con reflejos oleaginosos, culebreando entre miserables barriadas de techo bajo, imponentes complejos habitacionales y esporádicas carcasas de industrias abandonadas largo tiempo ha; por lo demás, el cielo se encontraba desacostumbradamente despejado y, al respirar, el aire gélido y límpido me irritaba las mucosas nasales, irradiando dolor hacia el ojo y oído derechos a través del trigémino. El perro de Ordoñez se reinstaló perezosamente sobre su otro costado y yo le pase la pistola a mi hermano, que le había clavado la mirada al animal. Al verla, se le demudó la expresión. “Pero boludo, ¡esto es un revólver!”. A duras penas se contuvo para no ir más lejos, puesto que la decepción ya le había hecho elevar la voz por encima de lo prudente. “Te dije que fueras vos”, repliqué, sin encontrar otra excusa, “yo no entiendo ni jota de armas”. Sobre la parecita ante la que nos habíamos agazapado se disponían dos agujas que mi hermano había untado con un concentrado logrado a base de evaporar grandes cantidades de matarrata disuelto en agua. Ninguno sabía a ciencia cierta si en aquella dosis, o administrado de forma intramuscular, el veneno resultaría letal, pero no íbamos a probarlo con un animal que no perteneciera a Ordoñez, o que no fuera Ordoñez mismo. De no haber mediado mi incompetencia, las agujas envenenadas se hubieran disparado desde un pistolón lanza dardos que papá conservaba como recuerdo de una juventud, tal vez prometedora, que le había llevado hasta el litoral en el cargo de auxiliar de una expedición de investigación, focalizada ésta en el estudio de un ecosistema equis de la zona selvática. Entre otras tareas de índole general, papá se encargaba de disparar dardos tranquilizantes a unos insignificantes monitos de rala pelambre, patizambos y de vientre hinchado, en suma de un aspecto verdaderamente contrahecho, que vaya a saber por qué resultaban de gran interés para los estudiosos. Nosotros supimos de esta excepcional faceta de papá de la mano de unas diapositivas que él solía proyectar durante las fiestas familiares, para delicia de los mocosos, quienes adoraban aquellas proyecciones que cortaban el aire con una pirámide cuadrangular en cuyo vientre refulgían minúsculas motas ondulantes, como suspendidas en una solución lumínica. Entretanto la abuela disponía sobre la mesa su juego de tazas de chocolate y una abundante bandeja de vainillas, los niños, sentados en el piso y con los rostros delineados por un acusado claroscuro, clamoreábamos con sorpresa renovada ante cada archiconocida imágen, ya deteriorada ostensiblemente por el tiempo, el polvo y el manoseo. Del entusiasmo generalizado hay que excluir a un tal primo Ernestito, a quien se tomaba sin excepción de punto por guardar cierta resemblanza con los monitos de las diapositivas, parecido que, aunque remotísimo, era acentuado hasta el paroxismo por la perfidia de los niños, que no se hubieran detenido hasta haberle visto crecer el rabo, al desdichado Ernestito. Así, veíamos a papá bajo una luz tan diferente de aquella que nos lo presentaba día a día. Un ruido interrumpió la calma nocturna, expulsándome de unos recuerdos que aún siendo recientes se me aparecían añosos y lejanos en la imaginación. Sentí como la mano de mi hermano aferraba mi hombro, tironeando hacia abajo, conduciéndome al resguardo de la medianera. Permanecimos silenciosos allí, en cuclillas, observando por una hendija entre el muro y el enrejado como Ordoñez andaba el trecho que iba desde el cuerpo principal de su casa hacia un cuartito trasero de función desconocida, atravesando por un sendero enlosado el jardín donde reposaba su adiposo perro. Mi hermano introdujo el caño del revolver por el resquicio murmurando “¿Por qué no lo matamos a la basura esa? Si no lo hacemos nosotros, nos va a terminar ganando de mano”. Yo contuve un súbito impulso de sujetarle el brazo, de evitar una inminente tragedia, en primer lugar porque no creía que hablara en serio, y en segundo porque no deseaba que me tuviese por flojo, máxime tras la ineptitud que venía demostrando hasta el momento. Al fin, él retiró el arma con una mirada repentinamente cansada y vacua, rotándose para buscar respaldo contra la medianera. Yo le imité y estuvimos así un buen rato, contemplando como las luces de la ciudad cortaban la oscuridad con la misma fluorescencia que el proyector de papá en las fiestas, sumergiéndonos en una atmósfera enrarecida, irreal, como de sala de cine. Al cabo mi hermano dirigió la atención al revólver que descansaba en su regazo y formuló una pregunta que hasta entonces había permanecido tácita: “¿Para qué la habrá comprado papá?”. Durante la conciliación nos habían sentado en un largo banco amurado a un lado del pasillo del estudio. Enfrente, tras una puerta que era franqueada de tanto en tanto por el personal del lugar, tenía lugar un careo entre Ordoñez y papá. También se encontraba dentro mamá, puesto que habiendo encontrado a su esposo tan sobrepasado por los acontecimientos, quiso apoyarle del único modo que conocía: ofreciéndole su silenciosa compañía. Y completaban el cuadro: uno, el abogado de Ordoñez, que era hombre extremadamente delgado, al punto de parecer víctima de una enfermedad consuntiva, y que llevaba el cráneo calvo surcado por unas contadas cerdas que iban de lado a lado, y que alisaba constantemente con su mano pringosa; y dos, un mediador neutral provisto por el estudio, que parecía mejor preparado para el papeleo que para el trato con sus congéneres, un chupatintas que tuvo nula participación durante el malogrado acuerdo extrajudicial. Como los asistentes iban y venían con manifiesto apremio, solían dejar la puerta entornada tras su paso, permitiéndonos otear lo que transcurría en el interior del recinto. Papá había confiado sobremodo en la aparente irrecusabilidad de sus acusaciones, que eran de una claridad meridiana y se ajustaban a los hechos contantes y sonantes. También había descansado incautamente en la buena fe de las partes para hacer prevalecer su posición. En el transcurso de un intolerable número de noches en vela, había anticipado aquel momento en que espetara dos o tres verdades, sencillas y sólidas, a la cara del desvergonzado de Ordoñez, escupiéndolas una a una en su imaginación desbocada por la falta de descanso y las irritantes vejaciones del vecino. Luego de asentada la denuncia correspondiente en el Centro de Participación y Gestión del barrio, había ofrecido conciliadoramente a Ordoñez la posibilidad de alcanzar un acuerdo extrajudicial “entre personas razonables”, convencido de antemano de su inevitable victoria, la de los buenos y los justos. Ordoñez todavía tuvo el tupé de hacerse rogar, solicitando un plazo de gracia para considerar atentamente la propuesta, período que se extendió sine die sin nuevas noticias suyas, y sin que la denuncia atemperara tampoco en medida alguna la abusiva conducta que le diera cauce. Ya un poco minada su confianza y viendo peligrar la mediación, papá se vio en el trance de tener que insistir a Ordoñez, que acabó por acceder pero como quien hace un favor de mala gana. Papá, cuya fe en sus propias facultades y su noble causa corría a la par que su inexcusable ingenuidad, acudió sin abogado. Mientras los concitados aguardaban al mediador, quien había avisado a último minuto que llegaría con demora, mantuvieron un dialogo informal, empero poco amistoso. Este intercambio preliminar vino a ser como un simulacro de lo por venir, con papá exponiendo sus sólidas razones y los otros dos relativizándolas, restándoles importancia o negándolas de plano, recurriendo a subterfugios de leguleyo y a hábil oratoria. Para cuando el medidador se hubo apersonado papá comprendía perfectamente que su vehemencia no compensaría su falta de elocuencia ni sus falencias retóricas; esta certeza le hizo perder también la vehemencia. Había pecado de simple. Por el contrario, el picapleitos que representaba a Ordoñez, no obstante su repugnante apariencia, se había revelado hombre de recursos, muy versado en la letra chica, la sofistería y la tramoya legal. Fue entonces que el mediador invitó cansinamente a los litigantes a ingresar a la sala, a la par que pasaba un pañuelo arrugado y húmedo por su frente perlada de sudor. Mamá, advirtiendo el súbitamente descompuesto y carente de color semblante de papá, nos condujo consternada hacia el asiento, llevando a la rastra sujeto de un tirador de su conjuntito a mi hermano, que forcejeaba tenazmente por escabullirse hacia el salón, haciendo primero trompas y luego un berrinche sin parangón, hasta que un empleado de aspecto severísimo se aproximó a ofrecerle un caramelo, que mi hermano arrojó a sus pies, y finalmente a conminarnos a guardar la compostura o, caso contrario, abandonar sin más ni más el edificio. Este ultimátum hizo entrar en razones a mi hermano, que en adelante permaneció sentado en absoluto silencio, si bien conservando su gesto mohíno, y observando atentamente los acontecimientos que se daban cita en la sala, cada vez que la puerta quedaba entornada. Por lo demás, era aquella una puerta enorme y descoyuntada que estaba rematada por un abierto ventanuco en bandolera, por el que se colaba audiblemente todo lo que se debatía en el interior. Así, atestiguamos como papá se ahogaba en la mar de fórmulas y tecnicismos, ora quedándose sin palabras, ora expresándose inapropiadamente al momento de decir por fin lo que había ensayado hasta la náusea en su imaginación, mirando el cielorraso del dormitorio, pero que, puesto en práctica frente a un Ordoñez de rostro lapídeo que a lo sumo se limitaba a enarcar una ceja, no sonaba ni con mucho tan contundente, o siquiera coherente, como papá había previsto. Ordoñez había sido denunciado por ruidos molestos. Estaba legalmente habilitado para alquilar el fondo de su lote para el festejo de cumpleaños infantiles en interiores acústicamente aislados, los viernes y sábados hasta las doce de la noche; la habilitación no se extendía a los casamientos, despedidas de solteros y cumpleaños de quince que de corriente tenían lugar allí, tanto viernes y sábados como vísperas de feriados, prolongándose a todo volumen hasta la madrugada, y sitos mayormente al exterior, en el fondito colindante con nuestro lote. Más de una vez se habían oído tiros al aire, y eran moneda corriente las imprecaciones que los borrachines aullaban a los cuatro vientos. Los fraudulentos documentos que presentó Ordoñez constataban que cada evento se había celebrado de estricto acuerdo a las normativas estipuladas. Aparte esto, no había constancia de denuncias de otros vecinos de la cuadra, que corroboraran el testimonio de papá. Por otro lado, que los adultos participaran en fiestas infantiles, se emborracharan y gritaran groserías inadecuadas para la psique infantil, no era de ningún modo asunto de Ordoñez, quien se limitaba a llevar honradamente su negocio. “Usted tiene que vivir y dejar vivir, Argañaz”, le dijo Ordoñez a propósito de esto. Asimismo, pasado el horario de la fiesta, la propiedad perdía su naturaleza comercial y podía ser empleada por Ordoñez como le viniese en ganas, celebrando fiestas, e incluso francachelas, con sus amistades a lo largo y ancho del lote; cualquier demanda en este sentido excedía la denuncia en curso y debía efectuarse por separado, mediante una nueva denuncia a título personal. Cuando papá se obstinaba neciamente en sus balbuceantes apelaciones a la buena fe y la buena voluntad, el abogado de Ordoñez, como la criatura de mala entraña que era, replicaba a su cantinela con bufidos y resoplidos de impaciencia, antes de proceder a rebatir elegantemente y por enésima vez los argumentos de su contrincante. A la postre Ordoñez ofreció una irrisoria compensación monetaria como todo resarcimiento, a condición de que se considerasen cubiertos con retroactividad todos los leves percances que su empresa pudiera haber causado en el pasado, y que asimismo se diesen por compensados cualquiera otros inconvenientes de esa naturaleza a tener lugar a partir del día de la fecha. Es posible que Ordoñez aceptara participar de la mediación con el sólo objeto de formular esta insultante proposición suya. Esta nueva provocación rebasó el autocontrol de papá, quien medio se incorporó para señalarles con un dedo acusador y tembloroso que sajaba el aire a la vez que era proferida una retahíla de insultos como “desfachado”, “sinverguenza” y “chupasangre” (este último destinado al abogado). Pero papá tartamudeaba y de su boca manaba en verdad más saliva que epítetos hechos y derechos, por lo que en conjunto daba un espectáculo bufonesco. Ordoñez y su compañero se abstuvieron de todo comentario, afectando una indiferencia poco natural, con la que daban a conocer que no se rebajarían a replicar las barbaridades que tartajeaba papá. El abogado se incorporó y pasó un estudiado rato abocado a alinear las hojas que llevaba en una carpeta, golpeándolas levemente contra la mesa, primero de un lado, luego del otro, y recomenzando la operación. Al cabo le dijo a Ordoñez: “Le ruego me disculpe Ordoñez, pero tengo cantidad que hacer, ya sabe, y no puedo seguir perdiendo el tiempo. Además, acá ya no queda nada por hacer”. Y Ordoñez: “Ah... ¿pero qué dice Arregui? El que tiene que disculparse soy yo. De haber sabido ni le hubiera molestado. Bueno... por lo menos para la próxima ya sabemos a que atenernos”. Mamá le masajeaba ligeramente los hombros a papá, intentando tranquilizarle e ir empujándole hacia la puerta en la misma maniobra, pero papá, sin acusar recibo, continuaba enajenado vomitando su desarticulada diatriba contra la dupla Ordoñez-Arregui. Con esto no hacía más que embarrarse el mismo, claro está. Al final, el pobre infeliz sucumbió a la tensión y, crispado el rostro, no alcanzó a llevar una mano contracturada al pecho antes de caer como peso muerto, golpeándose de pasada la sien contra un ángulo de la mesa. Mamá se arrodilló junto al cuerpo desvanecido, sacudiéndole y llamándole. Mas papá no reaccionaba y ella, desmoronada, se echó a sollozar sobre el pecho de él. “¡Ay Virgen Santa!”, sollozaba, “¿Qué te paso Pepito? ¿Me oís? ¿Me oís?! Pepito ¿Me oís? Virgencita no me hagas esto...”. Nosotros ingresamos pitando al salón, y de no ser porque un auxiliar que le había adivinado la intención se le anticipó sujetándole del bracito, mi hermano se hubiera arrojado sobre Ordoñez. Cuando el hombre le alzó en brazos mi hermano, a pesar de su tierna edad, pateaba fieramente el aire, dirigiendo a Ordoñez una mirada que denotaba a las claras su deseo de comérselo vivo. A todo esto el mediador, alelado y con el labio inferior colgante, miraba alternativamente a Ordoñez, a su abogado que aún no atinaba a retirarse -en vistas a los nuevos sucesos-, y a un grupúsculo de empleados que principiaba a amucharse junto a la entrada, como si esperara recibir nuevas instrucciones de alguno de ellos. Por fin, aclarándose la garganta, sabiéndose la única persona solvente sobre la que tácitamente recaían las expectativas de los circunstantes, Ordoñez intervino aproximándose a mamá para preguntarle “Señora, ¿su marido esta afiliado a alguna obra social?”. Para ese entonces, Ordoñez señoreaba indiscutiblemente la situación, y sí que sabía desenvolverse con soltura en ese rol. Extrajo un flamante teléfono celular de su cintura y se aprestó a pulsar el número que le dictara mamá. Empero ella tenía el pulso a la miseria y por más que rebuscara en los bolsillos del saco de papá los papeles se le escurrían entre los dedos antes de que pudiera leerlos; a la sazón el mediador entrevió bajo un montoncito de documentos el carnet de la obra social y lo entregó a Ordoñez con una expresión de autosatisfacción casi orgásmica. Pero para cuando Ordoñez comenzó a marcar el número, papá ya volvía en sí. Mamá, profundamente aliviada, le besó la frente, donde un hilillo de sangre coagulada descendía desde la ceja al puente de la nariz. Lo besaba, lo besaba, y exclamaba sin pudor: “Gracias a Dios y a la Virgen, Pepito, que estés bien, pensé que te perdía, mi vida... ay, no sabes el susto que pasé...”. Ordoñez, todavía consustanciado en su papel de conductor, dió un paso adelante y le tendió la mano a papá. “Usted a mi no me toca, rata inmunda. Puedo levantarme solo”, fue la respuesta de papá. Ordoñez se encogió de hombros, enarcando característicamente las cejas, y con un ademán le indicó a Arregui que mejor se marchaban. Cuando se abrían paso entre la multitud de la puerta, que ya comenzaba a descomprimirse, mi hermano, todavía aúpa del empleado, le grito a Ordoñez: “Rata inmunda”. A continuación se desencadenó una serie de episodios a un ritmo vertiginoso: papá abre causa a Ordoñez por ruidos molestos; Ordoñez retruca instantáneamente con una denuncia por humedad, arguyendo que desde nuestro cantero se filtra humedad a su propiedad; papá sufre punzantes dolores en el pecho camino de casa; mamá le exige, en tono perentorio, que vaya sacando sin falta turno con el cardiólogo; Ordoñez, que no descansa, presenta una nueva denuncia, aduciendo esta vez que el techo del fondo se interna unos centímetros de su lado de la medianera; ya sin ánimo de contemporizar de ninguna de las partes litigantes, esta sola nimiedad da pie a un segundo juicio, esta vez de medianería; papá padece nuevamente dolores pectorales andando por la vía pública, que le obligan a buscar asiento en el bordillo, y que describe “como si se me agarrotara el pecho, lo mismo que una mano que estrujara desde adentro”; más movilizado por el susto que por seguirle la corriente a mamá, concierta una entrevista con el clínico que ofrece como única opción la cartilla de la mutual del barrio; con Ordoñez las cosas permanecen en suspenso durante una o dos semanas, la escalada de agresiones alcanza un momentáneo punto muerto; se siente como la calma antes de la tormenta. El doctor diagnostica angor pectoris, vulgarmente conocido como angina de pecho (si bien nosotros no conocíamos ni una ni otra nomenclatura), originada por un principio de hipertensión arterial que no se puede descuidar, y recomienda moderar las comidas saladas, evitar los esfuerzos físicos y, ante todo, escapar a situaciones estresantes y tensionantes; además, receta betabloqueantes y extiende una orden para un estudio coronariográfico y otro de resonancia magnética; finalmente deja a papá de ahí en más en manos de un “excelentísimo especialista en cardiopatologías que es de mi más absoluta confianza”; antes de irnos, le palmea la espalda a papá exclamando de buen humor: “Tómeselo con soda, Argañaz, por su propia salud le digo, lo mejor que puede hacer es no preocuparse. La clave en esto es: TRAN-QUI-LI-DAD”. No obstante, cada fin de semana volvían los atronadores festejos de Ordoñez, que en términos de decibelios parecían batir nuevas marcas cada vez, ya porque con deliberación y alevosía Ordoñez efectivamente incrementaba el volumen, ya porque la manifiesta provocación que constituía su total desconocimiento de los ruegos de papá, si más no porque el hombre casi muere de agotamiento a sus pies, hubiera minado la entereza del más pintado. Los fines de semana en casa todos pasábamos la noche en vela. Papá insultando por lo bajo a Ordoñez, con una especie de bisbiseo constante e ininteligible, y andando de aquí para allá en un supremo esfuerzo continente, a un tris de arrancarse los pelos y rasgarse las vestiduras. Mamá bregando por aplacar los caldeados ánimos, aplicando paños fríos como mejor le era dado, para evitar que el corazón de papá reventara de una vez para siempre. Mi hermano se sentaba en la cama con las piernas cruzadas bajo la colcha y elucubraba un sinfín de posibles represalias a tomar con Ordoñez, la gran mayoría impracticablemente sanguinarias; yo le escuchaba maquinar desde mi cama con suma atención, mientras las paredes retemblaban bajo el embiste de las frecuencias bajas de rocanroles, cumbias, cuartetazos, karaokes y otras músicas populares. La tía, por su parte, aunque era sorda como una tapia, nunca dormía como Dios manda, sino que más bien se desactivaba de buenas a primeras a cualquier hora, entrando en un estado casi catatónico frente al televisor, o sobre el diario -del que, dicho sea de paso, leía exclusivamente las más intrascendentes minucias-. La tía siempre tenía una última palabra para cada materia y, en lo tocante al altercado con Ordoñez, dictaminó lo siguiente: “Hoy día a la gente le gusta andar unos encima de otros. Mira, chichito, que fui el otro día al patio de la Virgen y la pucha que estaba así de gente, te digo...” (en este punto, ilustraba lo dicho con un ademán consistente en unir las puntas de los cinco dedos, dirigiéndolas hacia arriba) “...no sabés lo que era aquello. Y más tarde, camino de casa, en la plaza... coño, no se podía andar. Les gusta eso, ir unos encima de los otros, pegaditos...” (repetía su ademán) “...van a la plaza a olerse los culos como los perros. Es así”
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Carlos José Pita

miércoles, 7 de mayo de 2008

Domingo a medianoche

El chico estrujaba un trapo rejilla que hedía a quesos y humedad perpetua cuando le presenté el ticket. Miró un poco al sesgo, como dándome a saber que se demoraba con deliberación, y luego volvió impasible a lo suyo. Al fin se secó las manos en su delantal, repitió un gesto mecánico de arremangarse -aunque llevaba la camisa abrochada- y recogió el ticket. No dejaba de inspeccionarlo, como si hubiera gato encerrado. "¿Qué le sirvo, amigo?" Esto y aquello, le pedí, y también una porción de anchoas, por favor. "¿De qué?" y en este punto crispó la trompa de medio a medio ya hasta que le asomaron los colmillos, visiblemente fastidiado porque mi pedido había ido a pique, ultimando en una suerte de murmullo desarticulado. Y ciertamente no era para menos, se trataba la mía de una dicción dubitativa y -por ratos- de tartamudo, antes que nada debido a la falta de práctica, por cuanto repetí el encargo con sumo cuidado, algo avergonzado. Luego le dejé chequear y rechequear la adición, que no venía a ser muy extensa, hasta que se le vio satisfecho y recompuso en cierto grado el semblante para dedicarme su semisonrisa. "En verdad hay gentes así,"- reflexionaba yo sobre lo que el chico se habría figurado -"que nos hablan desde puertas adentro, y uno se ve en el trance de pegar el oído al dintel si quiere oírlas. Y entonces, zas, puesto que todo el tiempo espiaban por la mirilla aguardando la ocasión, nos abren de sopetón para que casi casi, perdiendo el equilibrio, nos demos de bruces en su sala, a sus pies. 'Pase y póngase cómodo, no es gran cosa aquí, pero se ofrece de corazón' (casa pequeña, corazón grande, en esa línea, ya se sabe) nos invitan con vehemencia, y su hospitalidad es francamente intachable. Con todo, si son retirados de su elemento, si por una razón de fuerza mayor equis se ven obligados a devolvernos la visita, esta vez en nuestro ámbito, se presentan desasosegados y la voz no les aflora más que en hilillo delgadísimo, forzándonos nuevamente a acercar la oreja. Y dado que al tiempo van reculando, paso a paso, como quien no quiere la cosa, a poco nos vemos ya de vuelta en su sala, entre sus cosas que le devuelven el color a la cara, y se deshacen otra vez en atenciones...".

El chico también se había hundido en sus ensoñaciones de pizzero en ciernes, una vez hubo pasado torpemente la cuchilla circular por las pizzas que le acercaban desde el horno. Lo que me había expulsado a mí de las mías propias eran los ladridos de un cliente, allá donde el mostrador hacía un ángulo, solicitando al chico, quien con todo continuaba ensimismado. Como los llamados no dieran fruto por sí mismos, principió el hombre a acompañarlos por unos chistidos y unos chasquidos de dedos, que en conjunto conformaban un acompañamiento rítmico más bien hilarante. Al fin el chico dio un respingo y sí que vio ahora al otro, pero se entreveía que tanto cacareo y llamado que se apropiaba más a un perrito le eran sobremodo insultantes. El hombre era grueso, llevaba una gorrita de visera y anteojos verdiazulados de cristal del tipo orgánico, antireflex, o algo por el estilo. Respiraba bestialmente, y los vientos que expedía su nariz imprimían cierta vibración sobre los pelos que le asomaban como patas de insecto de las fosas nasales, dando la impresión de que unos escarabajos pataleaban ahí dentro dificultándole en exceso la labor respiratoria. Se conocía que era hombre habituado a hacerse valer, y que el chico por una vez le hubiera plantado cara lo descolocó en primera instancia, se le demudó la expresión y se puso muy irreconocible. El chico le había colocado encima una mirada como el rayo, y ahora toda la clientela próxima al mostrador se colgaba del intervalo tenso que media entre el relámpago y el trueno. Qué esfuerzos no hacía el mozo para evitar írsele al humo sin más ni más: la nuez subía y bajaba por su pescuezo, las manos retorcían el delantal, la lengua se contraía sobre el labio superior. Un viejo carienjuto sorbió un poco de vino moscato sin despegar la vista de la escena. Finalmente intervino el cajero, quien no se encontraba lejos, poniendo fin a la rencilla en puertas entre el gordo y el chico con solo aclararse brevemente la garganta y dirigir con aire casual un gesto admonitorio al empleado, que quedo desarmado frente a la reconvención de un superior. Con esfuerzo continente recuperó un aplomo parcial y se aproximó a paso incierto hasta el gordo, que ya campaba por sus fueros de nuevo, todo pagado de sí mismo y tronando por la nariz."¿Qué le sirvo, amigo?"

El gordo hizo su encargo y el chico se volvió a cortar un bloque de mozzarella. Hachaba ferozmente con un cuchillo de cocina y ya no quería saber más nada con levantar la mirada. Por su lado mi pedido, que era de lo más modesto, se demoraba lo indecible. No obstante yo no abría la boca, puesto que no iría a contrariar al muchacho ahora que la gente de la barra se acodaba a la espera del menor entredicho que le hiciera sulfurar nuevamente. Por lo visto era éste el genio usual del chico y los habitués no se aburrían de verle rabiar noche tras noche. El gordo no despertaba precisamente simpatías con sus ínfulas, pero estaba bien consustanciado en su papel. Ahora se veía al espejo. Había un amplio espejo detrás del mostrador donde uno no tenía más remedio que verse. Este gordo se veía conforme, su aspecto le resultaba de todo punto satisfactorio; por la arrogancia, la suficiencia con que uno se ve al espejo, se diría más bien que es un segundo personaje, de calidad inferior, el que hace acto de presencia al otro lado. Entonces se le mira con desdén, por sobre el hombro; eso es todo: no se reconoce uno. El resto, con un ánimo más bien mórbido, procura cerrarle el paso interponiendo espejos por donde vaya, para hacerle caer en la cuenta de una vez para siempre. Pero uno dele en obstinarse por ver en los cristales al otro que siempre le aventaja en decrepitud. Ya se sube a un ascensor, espejado por triplicado, donde él mismo se espera apretujándose penosamente en una serie de nichos encajados uno dentro del otro hasta dar asco, y no hace más cosa que batirse como le es posible el pelo para mal que bien disimular la ralea, teniendo todo el tiempo a buen seguro que la puerta ofrece una salida de tanto espejismo. Aunque es verdad que contra este impulso nada puede hacerse. El chico depositó un chop sobre el mostrador y anunció una cerveza. Así ninguno de los presentes acusara recibo, él -que aún conservaba la mirada evasiva- se encogió de hombros presumiendo una indiferencia que venían a desmentir a continuación sus manos tembolorosas, las cuales escondía bajo el delantal a toda ocasión. La espuma del chop iba erosionándose poco a poco sin que por ello mi pedido avanzara...

En determinado instante el chico acabó por servir mis porciones, excepto la de anchoas -a la que ni se hizo alusión-, junto a la jarra de cerveza abandonada. Dí por sobreentendido que todavía se demoraría un momento más y me aparté con el resto de la vianda a una barra arrinconada que daba a la calle, puesto que ya me desquiciaba esto de seguir viéndoles las caras a los mismos. Los taburetes estaban distribuidos sin ton ni son por aquel sector y había puchos desperdigados por todo el suelo. A mis narices también estaba encajada la prohibición de fumar del caso. La respiración de pulmón mecánico del gordo aún se alcanzaba a oír desde esa ubicación, por encima del bullicio del local, que era más bien sordo y deprimente un domingo a medianoche. Seguí de largo hasta el extremo más apartado buscando huir de aquellos estertores ásperos, porque habían empezado a cepillarme los nervios. En verdad parecían redoblados desde el cese de hostilidades con el mozo, y no era que el gordo estuviese agitado sino antes bien que le urgía hacerse notar a toda costa. Era de oírse su resollar, no había recoveco dentro de la pizzería donde uno pudiera ponerse a cubierto de las extensiones que se permitía ese cochino desplegar a lo ancho del éter, queriendo expansionarse también mediante este segundo procedimiento de respirar a todo vapor. Se salía de su pellejo, no es más que eso. Cuando ya me estaba instalando definitivamente el chico llamó. "Eh amigo, no se olvide la cerveza", cabeceaba dubitativo en dirección al chop a la par que echaba miradas de reojo al cajero. Yo pensé que había confundido "anchoa" por "chop" y hasta achaqué toda la culpa a mi especie de murmullo. Ya notaría el joven como el cajero miraba con recelo la jarra de cerveza, y con su cara de comadreja había de endosármela de ese u otro modo para prevenir la reprimenda. Los de la barra no omitían detalle, era la suya una expectativa que daba gusto, y por una cosa de nada. "Qué más da" pensé. No obstante no me apetecía la cerveza aquella estancada y malograda, claro está. También pensaba que no me la harían trasegar así, de prepo, ni con un embudo... Empero me acerqué a retirar la jarra balbuceando como fui capaz mis líneas de disculpa, y tanta mirada instalada en mí obró por extraviarme de veras en esa ficción culposa.

Después tomaba la cerveza recalentada de a sorbitos, desganado, casi dividido entre sugerir que, o bien me la habían enjaretado por las malas, o bien la cosa se reducía a un lapsus sin importancia de mi parte. Ambas variantes me parecían hasta cierto grado bochornosas, la primera por la sumisión que habría demostrado permitiéndome avasallar por el chico, y la segunda porque me pintaba como a un boludo. Seguía intercalando mis raciocinios con uno que otro "En fin, qué más da", o "Bien, me resbala", y hasta ensayaba una gesticulación oportuna cuando mi pensamiento alcanzaba estos estribillos. Ya podían murmurar cuanto quisieran en lo que a mí tocaba. Al cabo percibí por el filo del ojo como el cajero se aproximaba al chico para cambiar unas palabras discretamente, todo lo dicho alternando miradas hacia mi lado. Yo desvíe la vista en el acto, para no acrecentar las sospechas del cajero con mis miraditas culpables y soslayadas. Me hubiera gustado tener un diario a mano o algo, empero en su defecto continué masticando todo lo inocentemente que me fue dado, ya a sabiendas de que había acaparado la atención de la gente de la barra, que nunca se iba a aburrir lo suficiente. En especial el gordo, quien roncaba salvajemente, y pensaría jajajaja junto con las demás impudicias que -vaya Dios a saber- albergaría su caletre, ahora que otro había ocupado por fin su sufrido sitio en el banquillo.

Alguien me llamó al hombro y me giré trastornado: era el cajero con ticket en mano: "¿Que pidió usted, señor?". Le dije la verdad: que el chico se había confundido, que no había querido ponerle en evidencia, que en todo caso era a mí a quien correspondía elevar un reclamo. Entretanto me justificaba cobré una súbita elocuencia y me volví un poco como el gordo, embriagado de mi propia perorata. Principié a echar pestes sobre el chico, que sin embargo miraba como si nada, con una sonrisa torva. Ni a él conseguían encresparle la sangre unas palabras que yo, presa de la excitación, tenía por tan mordaces. "¿No es cierto acaso, eh? Yo pedí claramente una porción de anchoas, de AN-CHO-AS," -lo increpaba- "y si hubiera querido pasarme de vivo ¿por qué iba a abandonar después la cerveza todo el rato a la vista del cajero...?", alcanzado el cual argumento, que se había convertido en mi caballito de batalla, miraba al cajero interrogativamente, cual si le tocara ponerme al corriente de su nombre, y así entrar en confianza cerrando filas contra el joven embustero. Pero el chico ya se encontraba en combinación con el viejo del moscato, que atestiguaba en perjuicio mío, jurando por la tumba de cierto pariente que sí, que me había oído pedir deshonestamente aquella bendita cerveza. "Bien, esto es de no creer... ya siendo así, confabulándose esta gente en mi contra, claro que renuncio a defenderme, ¿Quiere que le pague la cerveza?", yo sacaba unos billetes ajados del bolsillo que en efecto daban pena, y venían entremezclados con una cantidad de boletos arrugados y migas de galletita. "Me temo que no se trata de eso, se confunde usted señor, comprenda que mi obligación en estas circunstancias es notificar a la policía", reponía el cajero. "Bien, ya veo por donde viene la mano, ¿le basta con el doble? ¿le viene bien esa cantidad, eh? ¿esto es lo que le hace falta?", yo le hacía estas ofertas a bocajarro, agitando el dinero frente a su rostro con un pulso que era cosa de risa, temiendo no poder sustentarlas luego, pues no sabía a ciencia cierta cuanto sumaban los billetes rotosos que llevaba encima. El hombre se mantenía en sus trece y daba muestras de una dignidad vapuleada por mi punto de vista excesivamente pecuniario, que le deparaba en suerte el papel de un pícaro cualquiera. “¡Es un avivado! Una noche a la sombra lo va a sacar derecho, jefe” dictaminaba el viejo a voces dirigiéndose al cajero que asentía reflexivamente, a lo que otro cliente terció para regocijo del primero “Pero esta vez le salió el tiro por la culata al hombre”, “¡Sí, sí! Así es nomás jefe, por la culata le salió, je”. Al final arreglamos por quince pesos y así me desplumó el patrón por completo, aunque luego convino en reintegrarme una moneda para que viajara. Cuando pasé junto al chico, de pasada hacia la salida, le llamé por lo bajo "pendejo piojoso". Esa vuelta, ya con el caso resuelto a su favor más allá de toda duda, engranó y se hubiera pasado al otro lado del mostrador de un salto si no lo cortaba al vuelo el cajero, lanzando un tijeretazo con los dedos. Jajajaja pensaba el gordo. Y no era para menos, porque a todas esas gentes en verdad les había sacado la noche de la tumba.

Caminé después un largo trecho hasta que se aposentara el ánimo bullente con que abandoné la pizzería. La cerveza me había dejado un regusto rancio que yo me empecinaba en reavivar ejercitando unos breves buches a boca vacía, actividad que a la larga también me resentía la quijada. No se cruzaban casi transeúntes y el asfalto estaba tapizado por una pátina de humedad que habían dejado las lloviznas del día. Las lámparas de sodio hacían relumbrar los objetos de formas misteriosas cuando estaban inmersos en esa atmósfera vaporosa. Ciertamente la ciudad empezaba a tornarse un accidente natural y parecía un poco menos la gargantuesca balsa que flota sobre el pozo ciego de la civilización, con su fetidez emblemática de la hora pico. Casi que me sentía a gusto. El viento arrastraba algunas bolsas de supermercado y envoltorios de golosinas que iban a entremezclarse con los canteros de los árboles, en confraternidad, como una flora novedosa. Llegué a la avenida Belgrano y anduve entre las mueblerías. Entre estas tiendas se anda de noche como entre mausoleos. El mueble, ya desprovisto de su alma mercantil del día hábil, se asemeja a una criatura embalsamada, con su aire ausente de eviscerada. Había también una pareja en la esquina, amartelada, miraban un somier del tipo king-size los asquerosos. Pero en esas condiciones, desear aquello era poco más o menos suscribir a un plan de entierro a crédito, me decía yo. No obstante lo cual, cuando pasé a su lado hicieron como si les tuviera sin cuidado, como si fuesen puras ocurrencias mías, como que se encontraban pasmados por el colchón y punto. Ella le marrullaba al oído, con algo lo estaba trabajando al hombre aquel frente a la tumba, se diría que el sacrilegio les enardecía. Si yo hubiera visto a un sereno dentro de la tienda, entre sus momias, encaramado a uno de los puffs o buscando el encendedor debajo de un sofá, cualquier cosa, se me habría helado la sangre, no habría querido saber más nada con nada. Este oficio sublunar está conectado con el del sepulturero. Por eso me guardaba muy mucho de mirar al interior cuando desandaba mi camino a lo largo de la avenida.

En cambio, dirigía miradas solapadas a la parejita, pues me encontré de súbito como injertado entre ellos, como un agente externo puesto allí a espiarlos. En términos generales, cuando uno se ve obligado a andar con aires tan furtivos entre sus semejantes, es que más o menos todo el daño importante ya se ha llevado a cabo. Tampoco me era desconocido que de aquellos tanteos no sacaría nada en limpio. Pero ya no quedaba más cosa que practicar estas incursiones de mentirita o irse a dormir. Para ellos estaba a la vista mi calidad de impostor, no se tomarían demasiado a pecho ningún comportamiento mío, ninguno les parecería ejecutado como Dios manda. Si tenía suerte, el muchacho me arrojaría al piso a empujones. Pero con todo, habíame allí, un domingo a la expectativa, medio como un aparecido, en esta oportunidad uno salido del ultramundo del plato del día, del menú ejecutivo, las horas extras en una oficina sin un alma, la madre achacosa que todavía se da maña para rascar de los calzoncillos la manufactura de la masturbación... en suma, un mundo recordado como una nota al margen que reanudaría su actividad en pocas horas y que bien podía aguantar un momento más, por lo que importaba. Me ubiqué junto a ellos, en jarras, casi rozando el hombro de la chica con mi codo. “Debería irme a dormir ahora mismo” pensé.

Los novios me miraron de modo incierto hasta que de común entendimiento, sin mediar palabra, se marcharon. Yo permanecí con la vista gacha, sin encontrar justificación a propósito de mi proceder, crecientemente avergonzado. Sentía una vergüenza por los tres en conjunto y todavía sobraba algo más. Aunque por lo pronto conservaba mi derecho a ver los muebles como cualquier cristo, eso sí. Hice a la manera del futuro comprador, miré contra mi voluntad una lámpara de pie, un ropero con la puerta entreabierta para lucir su interior... A todo esto no dejaba de imprimir a la mirada cierta condición concienzuda, no obstante la pareja iba ya casi a media cuadra y, así se voltearan, ni con la mejor voluntad hubieran acertado a apreciar el detalle. Pero eso verdaderamente era lo de menos. Se conoce que habría embestido contra ellos como un toro venido a menos, un animal apocado que daba lástima, exasperado una vez más ante la vista de los trapos rojos de la vida, con su sangre en las venas y esas intolerables cosas suyas. Así se iba irreflexivamente a ser toreado, se entraba de lleno en los amagues y las fintas, y se retiraba uno con su modesta lanza al costado. Como fuera, de momento no iba a perseguirles más.

Como consuelo conjeturé que al gordo también había de ocurrirle lo propio. Tendría a su pequeño mentor comiéndole la cabeza, dándole la lata sin permitirle meter bocado. Una fijación, una idea calcificada hace mil años o así. En todo caso, una idea fuera de vigencia. Y cuando ya el gordo, bien instalado en el catre, se felicitaba de que nunca volvería a atraparlo con la guardia baja, este otro le tenía nuevamente en movimiento con su idea, agarrado del cuello, calzándole la gorrita hasta las cejas, dispuesto a dar por fin el batacazo. “¡Aire, aire fresco!” le exigía, y cualquier esbozo de réplica lo cortaba de cuajo con un “Que no se diga más”. Salía el sujeto resuelto a respirar como nunca antes, no habría manera de ignorar sus resuellos, que ya no se dijera más que este hombre no existía. ¡Que fuelles, que vitalidad! Era innegable que el pequeño había hablado bien por una vez, había dado en el clavo: aquí estábamos, sin duda se avecinaba el volantazo inminente... y qué no habríamos traicionado y vendido por un cambio de aires. Dentro de la cabeza restalla entonces el látigo a más no poder, la claque aplaude y festeja, incluso vítores y ovaciones acuden desde los cuatro puntos cardinales. Pero al final, de regreso, cuando frente a los ojos las cosas vuelven arrastrándose un poco desganadas, entre remoloneos, para reintegrarse a su sitio, como es debido, cuando se entra irremediablemente en razón, qué ganas dan de dejar de respirar, de asfixiar a nuestro pequeño mentor que nos hizo pasar las mil y una por el gusto de oír su estilo declamatorio. En el mejor de los casos, se ha salido a hacer un papelón. Si le han roto a uno la nariz, sí que puede considerarse afortunado. Entonces uno hace votos de acerrojar la puerta desde dentro y arrojar la llave al exterior, se cubre con las mantas hasta la coronilla, no quiere dejar resquicio. Pero entiende que la conciencia, que nació como una especie de huevo perfectamente sellado al vacío, se encuentra ahora toda resquebrajada y con sus infiltraciones que sorben, sorben. Cualquier porquería le irá bien, pero el tributo ha de rendirse, eso sí.

Carlos José Pita