miércoles, 7 de mayo de 2008

Domingo a medianoche

El chico estrujaba un trapo rejilla que hedía a quesos y humedad perpetua cuando le presenté el ticket. Miró un poco al sesgo, como dándome a saber que se demoraba con deliberación, y luego volvió impasible a lo suyo. Al fin se secó las manos en su delantal, repitió un gesto mecánico de arremangarse -aunque llevaba la camisa abrochada- y recogió el ticket. No dejaba de inspeccionarlo, como si hubiera gato encerrado. "¿Qué le sirvo, amigo?" Esto y aquello, le pedí, y también una porción de anchoas, por favor. "¿De qué?" y en este punto crispó la trompa de medio a medio ya hasta que le asomaron los colmillos, visiblemente fastidiado porque mi pedido había ido a pique, ultimando en una suerte de murmullo desarticulado. Y ciertamente no era para menos, se trataba la mía de una dicción dubitativa y -por ratos- de tartamudo, antes que nada debido a la falta de práctica, por cuanto repetí el encargo con sumo cuidado, algo avergonzado. Luego le dejé chequear y rechequear la adición, que no venía a ser muy extensa, hasta que se le vio satisfecho y recompuso en cierto grado el semblante para dedicarme su semisonrisa. "En verdad hay gentes así,"- reflexionaba yo sobre lo que el chico se habría figurado -"que nos hablan desde puertas adentro, y uno se ve en el trance de pegar el oído al dintel si quiere oírlas. Y entonces, zas, puesto que todo el tiempo espiaban por la mirilla aguardando la ocasión, nos abren de sopetón para que casi casi, perdiendo el equilibrio, nos demos de bruces en su sala, a sus pies. 'Pase y póngase cómodo, no es gran cosa aquí, pero se ofrece de corazón' (casa pequeña, corazón grande, en esa línea, ya se sabe) nos invitan con vehemencia, y su hospitalidad es francamente intachable. Con todo, si son retirados de su elemento, si por una razón de fuerza mayor equis se ven obligados a devolvernos la visita, esta vez en nuestro ámbito, se presentan desasosegados y la voz no les aflora más que en hilillo delgadísimo, forzándonos nuevamente a acercar la oreja. Y dado que al tiempo van reculando, paso a paso, como quien no quiere la cosa, a poco nos vemos ya de vuelta en su sala, entre sus cosas que le devuelven el color a la cara, y se deshacen otra vez en atenciones...".

El chico también se había hundido en sus ensoñaciones de pizzero en ciernes, una vez hubo pasado torpemente la cuchilla circular por las pizzas que le acercaban desde el horno. Lo que me había expulsado a mí de las mías propias eran los ladridos de un cliente, allá donde el mostrador hacía un ángulo, solicitando al chico, quien con todo continuaba ensimismado. Como los llamados no dieran fruto por sí mismos, principió el hombre a acompañarlos por unos chistidos y unos chasquidos de dedos, que en conjunto conformaban un acompañamiento rítmico más bien hilarante. Al fin el chico dio un respingo y sí que vio ahora al otro, pero se entreveía que tanto cacareo y llamado que se apropiaba más a un perrito le eran sobremodo insultantes. El hombre era grueso, llevaba una gorrita de visera y anteojos verdiazulados de cristal del tipo orgánico, antireflex, o algo por el estilo. Respiraba bestialmente, y los vientos que expedía su nariz imprimían cierta vibración sobre los pelos que le asomaban como patas de insecto de las fosas nasales, dando la impresión de que unos escarabajos pataleaban ahí dentro dificultándole en exceso la labor respiratoria. Se conocía que era hombre habituado a hacerse valer, y que el chico por una vez le hubiera plantado cara lo descolocó en primera instancia, se le demudó la expresión y se puso muy irreconocible. El chico le había colocado encima una mirada como el rayo, y ahora toda la clientela próxima al mostrador se colgaba del intervalo tenso que media entre el relámpago y el trueno. Qué esfuerzos no hacía el mozo para evitar írsele al humo sin más ni más: la nuez subía y bajaba por su pescuezo, las manos retorcían el delantal, la lengua se contraía sobre el labio superior. Un viejo carienjuto sorbió un poco de vino moscato sin despegar la vista de la escena. Finalmente intervino el cajero, quien no se encontraba lejos, poniendo fin a la rencilla en puertas entre el gordo y el chico con solo aclararse brevemente la garganta y dirigir con aire casual un gesto admonitorio al empleado, que quedo desarmado frente a la reconvención de un superior. Con esfuerzo continente recuperó un aplomo parcial y se aproximó a paso incierto hasta el gordo, que ya campaba por sus fueros de nuevo, todo pagado de sí mismo y tronando por la nariz."¿Qué le sirvo, amigo?"

El gordo hizo su encargo y el chico se volvió a cortar un bloque de mozzarella. Hachaba ferozmente con un cuchillo de cocina y ya no quería saber más nada con levantar la mirada. Por su lado mi pedido, que era de lo más modesto, se demoraba lo indecible. No obstante yo no abría la boca, puesto que no iría a contrariar al muchacho ahora que la gente de la barra se acodaba a la espera del menor entredicho que le hiciera sulfurar nuevamente. Por lo visto era éste el genio usual del chico y los habitués no se aburrían de verle rabiar noche tras noche. El gordo no despertaba precisamente simpatías con sus ínfulas, pero estaba bien consustanciado en su papel. Ahora se veía al espejo. Había un amplio espejo detrás del mostrador donde uno no tenía más remedio que verse. Este gordo se veía conforme, su aspecto le resultaba de todo punto satisfactorio; por la arrogancia, la suficiencia con que uno se ve al espejo, se diría más bien que es un segundo personaje, de calidad inferior, el que hace acto de presencia al otro lado. Entonces se le mira con desdén, por sobre el hombro; eso es todo: no se reconoce uno. El resto, con un ánimo más bien mórbido, procura cerrarle el paso interponiendo espejos por donde vaya, para hacerle caer en la cuenta de una vez para siempre. Pero uno dele en obstinarse por ver en los cristales al otro que siempre le aventaja en decrepitud. Ya se sube a un ascensor, espejado por triplicado, donde él mismo se espera apretujándose penosamente en una serie de nichos encajados uno dentro del otro hasta dar asco, y no hace más cosa que batirse como le es posible el pelo para mal que bien disimular la ralea, teniendo todo el tiempo a buen seguro que la puerta ofrece una salida de tanto espejismo. Aunque es verdad que contra este impulso nada puede hacerse. El chico depositó un chop sobre el mostrador y anunció una cerveza. Así ninguno de los presentes acusara recibo, él -que aún conservaba la mirada evasiva- se encogió de hombros presumiendo una indiferencia que venían a desmentir a continuación sus manos tembolorosas, las cuales escondía bajo el delantal a toda ocasión. La espuma del chop iba erosionándose poco a poco sin que por ello mi pedido avanzara...

En determinado instante el chico acabó por servir mis porciones, excepto la de anchoas -a la que ni se hizo alusión-, junto a la jarra de cerveza abandonada. Dí por sobreentendido que todavía se demoraría un momento más y me aparté con el resto de la vianda a una barra arrinconada que daba a la calle, puesto que ya me desquiciaba esto de seguir viéndoles las caras a los mismos. Los taburetes estaban distribuidos sin ton ni son por aquel sector y había puchos desperdigados por todo el suelo. A mis narices también estaba encajada la prohibición de fumar del caso. La respiración de pulmón mecánico del gordo aún se alcanzaba a oír desde esa ubicación, por encima del bullicio del local, que era más bien sordo y deprimente un domingo a medianoche. Seguí de largo hasta el extremo más apartado buscando huir de aquellos estertores ásperos, porque habían empezado a cepillarme los nervios. En verdad parecían redoblados desde el cese de hostilidades con el mozo, y no era que el gordo estuviese agitado sino antes bien que le urgía hacerse notar a toda costa. Era de oírse su resollar, no había recoveco dentro de la pizzería donde uno pudiera ponerse a cubierto de las extensiones que se permitía ese cochino desplegar a lo ancho del éter, queriendo expansionarse también mediante este segundo procedimiento de respirar a todo vapor. Se salía de su pellejo, no es más que eso. Cuando ya me estaba instalando definitivamente el chico llamó. "Eh amigo, no se olvide la cerveza", cabeceaba dubitativo en dirección al chop a la par que echaba miradas de reojo al cajero. Yo pensé que había confundido "anchoa" por "chop" y hasta achaqué toda la culpa a mi especie de murmullo. Ya notaría el joven como el cajero miraba con recelo la jarra de cerveza, y con su cara de comadreja había de endosármela de ese u otro modo para prevenir la reprimenda. Los de la barra no omitían detalle, era la suya una expectativa que daba gusto, y por una cosa de nada. "Qué más da" pensé. No obstante no me apetecía la cerveza aquella estancada y malograda, claro está. También pensaba que no me la harían trasegar así, de prepo, ni con un embudo... Empero me acerqué a retirar la jarra balbuceando como fui capaz mis líneas de disculpa, y tanta mirada instalada en mí obró por extraviarme de veras en esa ficción culposa.

Después tomaba la cerveza recalentada de a sorbitos, desganado, casi dividido entre sugerir que, o bien me la habían enjaretado por las malas, o bien la cosa se reducía a un lapsus sin importancia de mi parte. Ambas variantes me parecían hasta cierto grado bochornosas, la primera por la sumisión que habría demostrado permitiéndome avasallar por el chico, y la segunda porque me pintaba como a un boludo. Seguía intercalando mis raciocinios con uno que otro "En fin, qué más da", o "Bien, me resbala", y hasta ensayaba una gesticulación oportuna cuando mi pensamiento alcanzaba estos estribillos. Ya podían murmurar cuanto quisieran en lo que a mí tocaba. Al cabo percibí por el filo del ojo como el cajero se aproximaba al chico para cambiar unas palabras discretamente, todo lo dicho alternando miradas hacia mi lado. Yo desvíe la vista en el acto, para no acrecentar las sospechas del cajero con mis miraditas culpables y soslayadas. Me hubiera gustado tener un diario a mano o algo, empero en su defecto continué masticando todo lo inocentemente que me fue dado, ya a sabiendas de que había acaparado la atención de la gente de la barra, que nunca se iba a aburrir lo suficiente. En especial el gordo, quien roncaba salvajemente, y pensaría jajajaja junto con las demás impudicias que -vaya Dios a saber- albergaría su caletre, ahora que otro había ocupado por fin su sufrido sitio en el banquillo.

Alguien me llamó al hombro y me giré trastornado: era el cajero con ticket en mano: "¿Que pidió usted, señor?". Le dije la verdad: que el chico se había confundido, que no había querido ponerle en evidencia, que en todo caso era a mí a quien correspondía elevar un reclamo. Entretanto me justificaba cobré una súbita elocuencia y me volví un poco como el gordo, embriagado de mi propia perorata. Principié a echar pestes sobre el chico, que sin embargo miraba como si nada, con una sonrisa torva. Ni a él conseguían encresparle la sangre unas palabras que yo, presa de la excitación, tenía por tan mordaces. "¿No es cierto acaso, eh? Yo pedí claramente una porción de anchoas, de AN-CHO-AS," -lo increpaba- "y si hubiera querido pasarme de vivo ¿por qué iba a abandonar después la cerveza todo el rato a la vista del cajero...?", alcanzado el cual argumento, que se había convertido en mi caballito de batalla, miraba al cajero interrogativamente, cual si le tocara ponerme al corriente de su nombre, y así entrar en confianza cerrando filas contra el joven embustero. Pero el chico ya se encontraba en combinación con el viejo del moscato, que atestiguaba en perjuicio mío, jurando por la tumba de cierto pariente que sí, que me había oído pedir deshonestamente aquella bendita cerveza. "Bien, esto es de no creer... ya siendo así, confabulándose esta gente en mi contra, claro que renuncio a defenderme, ¿Quiere que le pague la cerveza?", yo sacaba unos billetes ajados del bolsillo que en efecto daban pena, y venían entremezclados con una cantidad de boletos arrugados y migas de galletita. "Me temo que no se trata de eso, se confunde usted señor, comprenda que mi obligación en estas circunstancias es notificar a la policía", reponía el cajero. "Bien, ya veo por donde viene la mano, ¿le basta con el doble? ¿le viene bien esa cantidad, eh? ¿esto es lo que le hace falta?", yo le hacía estas ofertas a bocajarro, agitando el dinero frente a su rostro con un pulso que era cosa de risa, temiendo no poder sustentarlas luego, pues no sabía a ciencia cierta cuanto sumaban los billetes rotosos que llevaba encima. El hombre se mantenía en sus trece y daba muestras de una dignidad vapuleada por mi punto de vista excesivamente pecuniario, que le deparaba en suerte el papel de un pícaro cualquiera. “¡Es un avivado! Una noche a la sombra lo va a sacar derecho, jefe” dictaminaba el viejo a voces dirigiéndose al cajero que asentía reflexivamente, a lo que otro cliente terció para regocijo del primero “Pero esta vez le salió el tiro por la culata al hombre”, “¡Sí, sí! Así es nomás jefe, por la culata le salió, je”. Al final arreglamos por quince pesos y así me desplumó el patrón por completo, aunque luego convino en reintegrarme una moneda para que viajara. Cuando pasé junto al chico, de pasada hacia la salida, le llamé por lo bajo "pendejo piojoso". Esa vuelta, ya con el caso resuelto a su favor más allá de toda duda, engranó y se hubiera pasado al otro lado del mostrador de un salto si no lo cortaba al vuelo el cajero, lanzando un tijeretazo con los dedos. Jajajaja pensaba el gordo. Y no era para menos, porque a todas esas gentes en verdad les había sacado la noche de la tumba.

Caminé después un largo trecho hasta que se aposentara el ánimo bullente con que abandoné la pizzería. La cerveza me había dejado un regusto rancio que yo me empecinaba en reavivar ejercitando unos breves buches a boca vacía, actividad que a la larga también me resentía la quijada. No se cruzaban casi transeúntes y el asfalto estaba tapizado por una pátina de humedad que habían dejado las lloviznas del día. Las lámparas de sodio hacían relumbrar los objetos de formas misteriosas cuando estaban inmersos en esa atmósfera vaporosa. Ciertamente la ciudad empezaba a tornarse un accidente natural y parecía un poco menos la gargantuesca balsa que flota sobre el pozo ciego de la civilización, con su fetidez emblemática de la hora pico. Casi que me sentía a gusto. El viento arrastraba algunas bolsas de supermercado y envoltorios de golosinas que iban a entremezclarse con los canteros de los árboles, en confraternidad, como una flora novedosa. Llegué a la avenida Belgrano y anduve entre las mueblerías. Entre estas tiendas se anda de noche como entre mausoleos. El mueble, ya desprovisto de su alma mercantil del día hábil, se asemeja a una criatura embalsamada, con su aire ausente de eviscerada. Había también una pareja en la esquina, amartelada, miraban un somier del tipo king-size los asquerosos. Pero en esas condiciones, desear aquello era poco más o menos suscribir a un plan de entierro a crédito, me decía yo. No obstante lo cual, cuando pasé a su lado hicieron como si les tuviera sin cuidado, como si fuesen puras ocurrencias mías, como que se encontraban pasmados por el colchón y punto. Ella le marrullaba al oído, con algo lo estaba trabajando al hombre aquel frente a la tumba, se diría que el sacrilegio les enardecía. Si yo hubiera visto a un sereno dentro de la tienda, entre sus momias, encaramado a uno de los puffs o buscando el encendedor debajo de un sofá, cualquier cosa, se me habría helado la sangre, no habría querido saber más nada con nada. Este oficio sublunar está conectado con el del sepulturero. Por eso me guardaba muy mucho de mirar al interior cuando desandaba mi camino a lo largo de la avenida.

En cambio, dirigía miradas solapadas a la parejita, pues me encontré de súbito como injertado entre ellos, como un agente externo puesto allí a espiarlos. En términos generales, cuando uno se ve obligado a andar con aires tan furtivos entre sus semejantes, es que más o menos todo el daño importante ya se ha llevado a cabo. Tampoco me era desconocido que de aquellos tanteos no sacaría nada en limpio. Pero ya no quedaba más cosa que practicar estas incursiones de mentirita o irse a dormir. Para ellos estaba a la vista mi calidad de impostor, no se tomarían demasiado a pecho ningún comportamiento mío, ninguno les parecería ejecutado como Dios manda. Si tenía suerte, el muchacho me arrojaría al piso a empujones. Pero con todo, habíame allí, un domingo a la expectativa, medio como un aparecido, en esta oportunidad uno salido del ultramundo del plato del día, del menú ejecutivo, las horas extras en una oficina sin un alma, la madre achacosa que todavía se da maña para rascar de los calzoncillos la manufactura de la masturbación... en suma, un mundo recordado como una nota al margen que reanudaría su actividad en pocas horas y que bien podía aguantar un momento más, por lo que importaba. Me ubiqué junto a ellos, en jarras, casi rozando el hombro de la chica con mi codo. “Debería irme a dormir ahora mismo” pensé.

Los novios me miraron de modo incierto hasta que de común entendimiento, sin mediar palabra, se marcharon. Yo permanecí con la vista gacha, sin encontrar justificación a propósito de mi proceder, crecientemente avergonzado. Sentía una vergüenza por los tres en conjunto y todavía sobraba algo más. Aunque por lo pronto conservaba mi derecho a ver los muebles como cualquier cristo, eso sí. Hice a la manera del futuro comprador, miré contra mi voluntad una lámpara de pie, un ropero con la puerta entreabierta para lucir su interior... A todo esto no dejaba de imprimir a la mirada cierta condición concienzuda, no obstante la pareja iba ya casi a media cuadra y, así se voltearan, ni con la mejor voluntad hubieran acertado a apreciar el detalle. Pero eso verdaderamente era lo de menos. Se conoce que habría embestido contra ellos como un toro venido a menos, un animal apocado que daba lástima, exasperado una vez más ante la vista de los trapos rojos de la vida, con su sangre en las venas y esas intolerables cosas suyas. Así se iba irreflexivamente a ser toreado, se entraba de lleno en los amagues y las fintas, y se retiraba uno con su modesta lanza al costado. Como fuera, de momento no iba a perseguirles más.

Como consuelo conjeturé que al gordo también había de ocurrirle lo propio. Tendría a su pequeño mentor comiéndole la cabeza, dándole la lata sin permitirle meter bocado. Una fijación, una idea calcificada hace mil años o así. En todo caso, una idea fuera de vigencia. Y cuando ya el gordo, bien instalado en el catre, se felicitaba de que nunca volvería a atraparlo con la guardia baja, este otro le tenía nuevamente en movimiento con su idea, agarrado del cuello, calzándole la gorrita hasta las cejas, dispuesto a dar por fin el batacazo. “¡Aire, aire fresco!” le exigía, y cualquier esbozo de réplica lo cortaba de cuajo con un “Que no se diga más”. Salía el sujeto resuelto a respirar como nunca antes, no habría manera de ignorar sus resuellos, que ya no se dijera más que este hombre no existía. ¡Que fuelles, que vitalidad! Era innegable que el pequeño había hablado bien por una vez, había dado en el clavo: aquí estábamos, sin duda se avecinaba el volantazo inminente... y qué no habríamos traicionado y vendido por un cambio de aires. Dentro de la cabeza restalla entonces el látigo a más no poder, la claque aplaude y festeja, incluso vítores y ovaciones acuden desde los cuatro puntos cardinales. Pero al final, de regreso, cuando frente a los ojos las cosas vuelven arrastrándose un poco desganadas, entre remoloneos, para reintegrarse a su sitio, como es debido, cuando se entra irremediablemente en razón, qué ganas dan de dejar de respirar, de asfixiar a nuestro pequeño mentor que nos hizo pasar las mil y una por el gusto de oír su estilo declamatorio. En el mejor de los casos, se ha salido a hacer un papelón. Si le han roto a uno la nariz, sí que puede considerarse afortunado. Entonces uno hace votos de acerrojar la puerta desde dentro y arrojar la llave al exterior, se cubre con las mantas hasta la coronilla, no quiere dejar resquicio. Pero entiende que la conciencia, que nació como una especie de huevo perfectamente sellado al vacío, se encuentra ahora toda resquebrajada y con sus infiltraciones que sorben, sorben. Cualquier porquería le irá bien, pero el tributo ha de rendirse, eso sí.

Carlos José Pita

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