viernes, 31 de octubre de 2008

Migreñas

Migre-ñas

I

—Mamá, Mamá, ¡qué hermoso día! Tengo ganas de salir al parque, arreglate y vayamos después de almorzar a dar una vuelta, ¿querés?
— ¿La vuelta del perro? Querida, ya estoy grande para eso. ¿Por qué no llamas a Juanita y salen las dos? A vos te conviene salir con ella.
—¿Por qué mamá?
—Porque tu belleza se realza.
—¡Ay mamá! ¡Sos fatal!
—No, soy frontal, que no es lo mismo, yo digo lo que siento, no como otros, a los que tenés que entender “lo que realmente te quieren decir...”
—Sí, debe ser por eso que no te quedó ni una amiga.
—Bueno, por fin, te salió la venenosa.
—No, soy tan frontal como vos, ¿o crees que no me doy cuenta de nada?
—¿Qué decís? Yo preferí alejarme... “mejor sola que mal acompañada”.
—Y por eso te lo digo, ni los tíos nos hablan.
—No, eso es por otra cosa.
—¿Por qué?
—Por plata, ¿no ves que nadie nos avisó de la muerte del tío Pocho, el hermano de tu padre?
—¿Y adonde querés que te avisen si no tienen nuestra dirección, ni el teléfono?
—Porque ¡NO QUIEREN!
—¡¡¡NO MAMA PORQUE ELLOS NOS ECHARON COMO A PERROS SARNOSOS, POR TU SOBERBIA!!!
—¿Y qué pretendías? ¿qué me rebajara ante los señores? Ellos son los dueños de los campos y nos echaron porque nunca admitieron el amor de tu padre conmigo.
—No, mamá, vos te ofendiste y te distanciaste.
—¿Cómo te atrevés?
—Es la verdad, mamá, lo sabe toda la familia y eso no es todo...
—¿Así que la señorita de la casa tiene información condifencial?
—Hablá, desahogate de una vez.
—Mirá, mamá, no quiero seguir...
—Vos empezaste. Vos terminás.
—Lo dejamos ahí ¿querés?
—Mejor.

II

—De compras, la señora.
—¡No sabés cómo aumentaron las cosas, hija, una barbaridad!
—¿Y por qué te fuiste sola, tenías que hacer algo, o ver a alguien?
—¡Sos terrible! Si, tenía que encontrarme con un macho.
—Lo decís con sorna, mamá, pero seguro que lo fuiste a buscar, y la verdad no te entiendo, porque cuando está en casa no querés que se quede ni un minuto, todo te molesta y ahora, porque el señor está enojado y no viene, ni llama para preguntar por su hijo, salís a buscarlo.
—Lo hice por vos, porque no puedo verte destrozada y llorando en los rincones.
—¿Quién llora, Vieja?, el tinto te hace pensar barbaridades, y hasta que no volvés a meter la pata no parás, ¿por qué no nos dejás tranquilos? Ernesto debe tener una mujerzuela, por eso no se preocupa del nene, ni le importa nada.
—¿Me parece a mi, o la que tomaste alcohol ahora sos vos? ¿O te olvidás que lo volviste a echar a patadas por otro de tus caprichos infantiles?
—Y eso ¿qué tiene que ver?
—Todo tiene que ver con todo.
—Mirá mamá, desde que empecé a salir con Ernesto, te pusiste en su contra, siempre.
—¿Y que querés, que te felicite?, ¡con ese don nadie!
—Si me lo presentaste vos, o te olvidaste que vos le hablabas en el mercado, que yo era esto y que lo otro, y que estábamos solas en el mundo...
—Echame la culpa de todo, total...qué le hace una mancha más al tigre.
—No, toda la culpa no la tenés, pero todos los días estás sembrando cizaña.
—Porque te quiero y quiero lo mejor para tu vida.
—Porque querés plata, ¡decí la verdad!, querés que compre esto y aquello otro y lo de más allá, él será el padre de mi hijo, pero no es mi marido.
—Claro que no es tu marido, porque sos una ingenua y cualquier día se borra y te quedás con el pendejo, sola, para siempre.
—Por tu culpa, porque sos una rompe huevos, una metida
—Sabés, la verdad, me hartaste, ¡basta, me cansé!, cualquier día de estos me MATO.
—Chau, volvió Migré y el pobre reencarnó en una arpía.
—Vos tomame el pelo, que te vas a arrepentir toda la vida...cuando no esté...
—Vieja: hace treinta y cinco años, que te escucho decir lo mismo, se lo repetiste a papá hasta en la tumba y me lo seguís diciendo a mí, toda mi vida, ¡acabala, ya es demasiado!
—Yo estoy muy cansada, quiero ver un poco de televisión tranquila.
—¿Cómo podés, después del escándalo que armaste, sentarte a mirar la tele, lo más pancha?, siempre lo mismo en esta casa.

III

—Qué bueno que está el Rial ese...
—Si mamá, si fuera por vos, le bajás la caña, ¿no?
—Es un bombón.
—Mami, si un tipo como él me diera bola, largo todo y me voy a la mierda.
—¡Hija e’ tigre!
—Como vos, mamá.
—Fijate si hay algo en la heladera para picar, nos vendría muy bien con un traguito.
—Estoy muerta de sed.
—Mirá a Ventura.
—¿También te gusta, mamá?
—Y, también le daría...y nos paramos para toda la vida, debe tener mucha guita.
—Tenés razón, mamá, sabés que tenés razón.
—Nena, siempre tengo razón.
—Lo estuve pensando toda la tarde, sabés, que creo que te voy a hacer caso...me parece que es tiempo de empezar todo de nuevo, de renovarme, no quiero más ser la misma.
—¿Y?
—Mamá...me voy a comprar un chichuahua, como el de Moria.


Víctor Troncoso

miércoles, 22 de octubre de 2008

EL FORASTERO

El hombre llegó arrastrando los pies y se sentó a beber, casi no se lo escuchó hablar.

Su portafolios, viejo y raído, reposaba en el piso, cerca del mostrador. Dejaba pasar las horas con el vaso a la mano, a veces agitaba el aire hasta encontrarlo y bebía insaciable. Entonces, el dueño del boliche lo llenaba de nuevo, como atento a una orden predicha, un acuerdo entre los dos. De a ratos lo miraba de reojo, calculando cuándo caería inconsciente. Pensaba: “Otro borracho más para el fiado, mejor le voy cobrando ahora para no perder todo después”. Su mujer llegaría de un momento a otro, no le gustaba madrugar. Se miraba las manos, las manchas ya delataban la edad, años y años la misma rutina, sin cambio en días y noches, ¿para qué? En el pueblo, estaban habituados a entrar y olvidarse del mundo, algunos jugaban a los dados, otros a las cartas, la mayoría simplemente se ponía a tomar hasta que había que ayudarlos a llegar a sus casas; algún solidario reflexionaba: “Hoy por ti mañana por mí”. Estaba tardando demasiado, tendría que subir a despertarla. Dos años atrás llegó como de paso y se quedó. Mejor dicho, él la había hecho quedar, en cuanto la vio, se enamoró. Después, el tiempo hizo el resto; al parecer, no la esperaban en ningún otro lugar y por comodidad o gratitud, seguía ahí. Se daba cuenta de que no lo quería, pero era casi feliz sintiéndola cerca. Todo no se puede tener.

Levantó la vista, ella bajaba por la escalera distraída, arreglándose el pelo. Cuando estuvo al lado, rozó su mejilla y le dijo, como siempre: “Andá a descansar, ya estoy yo”. El la retuvo un momento, aspiró su aroma y luego se fue yendo despacio. No había llegado al primer escalón y un estampido a su espalda, lo paralizó. Al darse vuelta la vio tendida, la sangre comenzaba a rodearla. El borracho, sostenía en su mano vacilante el arma, todavía humeando.

Cristina Scarlato

miércoles, 15 de octubre de 2008

Azul Marino

Azul Marino
A María, la que rema.

Reconstruyó la chapa de aluminio grabada con láser, adherida en la pared exterior de la cápsula, interpretó la leyenda y los signos arqueológicos, las imágenes de los pequeños asteroides y minúsculos planetas. JER, ya había descifrado, en otras oportunidades, descripciones parecidas. Supo ubicarla inmediatamente, anotó en su informe; Procedencia: Rincón del Medio, en el valle del Azul. Esta civilización había podido sobrevivir, envuelta por una nube azul marino, alejada de la mirada inquisidora Del Que Todo Lo Ve (DQTLV), o de sus científicos, que estudiaban los movimientos, los mínimos indicios capaces de aportar alguna inquietud en su reino.
Cuando la trajeron a su laboratorio, estaba identificada como: INVM830.009 con detalles de conservación óptimos. JER, acondicionó el lugar y dispuso que sus ayudantes colaboraran en la tarea de reanimación y su posterior asiento en el Centro de Recuperación Criónica, se tomó su tiempo para ingresar la clave de apertura. Todo debería estar perfectamente ajustado, ya que cualquier alteración haría que se perdiese la valiosa información que venía encriptada en su cerebro del año dos mil. Siguieron el procedimiento preestablecido, en un profundo silencio, cubrieron la sala con luces bajas ocultas en el techo y ellos quedaron envueltos en una penumbra de invisibilidad; después, la ejecución demandó que la cinta transportadora girase la cubierta hasta la posición A, pequeños tarugos la afirmaron al armazón y desplegaron la parte B para separar en dos la cápsula, dejaron luego el contenido en la camilla y liberaron los protectores criónicos, la mascarilla, tubos y arneses que la sujetaban. Ante ellos, quedó al descubierto un cuerpo femenino muy joven y hermoso, al que llamaron IaNaVaMa, piel blanca, cabellos blancos, ojos azules, invernada con un tumor cerebral de amplitud 4, irreversible para su época. JER dictaminó el uso del radiactivador alógeno ultrasónico y limpió perfectamente la zona afectada, luego, dispuso que le inyectaran en las venas VPS. Los encargados cumplieron al pie de la letra lo estipulado y volvieron a dejar descansar el cuerpo, libre de su escafandra, en la sala acondicionada de traspolarización.

Siyónami comenzó a despertar como quien vuelve de un largo viaje, apenas tenía conciencia de haber dormido profundamente, tuvo muchos sueños que aún resonaban en su estado de vigilia semiconsciente, el sonido claro de tambores, las corridas por el amplio valle para esconderse de los hijos del diablo, que pasaban bufando, sudados, con sus ojos inyectados en sangre, torpes para descubrir lo oculto, pero obstinados y peligrosos para mujeres de a pie y sin lanzas para defenderse.
De esos extraños sueños, sólo podía recordar que navegaba en una canoa por un río oscuro, escabroso, pestilente; que doblaba en un recodo y luego se zambullía graciosamente, disfrutando de pisar el barro gelatinoso de la orilla, de acercarse al fuego y comer, entre risotadas, rodeada de chabochis blancos.

—Está muy agitada —dijo JER— vuelve de las penumbras de su tiempo, debemos monitorear su despertar, los signos vitales están perfectos, pero toda alteración puede ser muy peligrosa. E inmediatamente le conectaron terminales en todo su cuerpo.

María había remado toda la tarde, la primavera le regalaba un hermoso día de sol y era hora de volver al puerto del Tigre, cuando le pareció ver al costado del río Sarmiento, a una muchacha vestida de blanco brillante que la miraba desde la orilla con unos profundos ojos azules, la luz reflejaba en el agua marrón el sol que se retiraba, ocultándose entre los árboles; a lo lejos, las risas de los niños, el apuro de los padres por levantar campamento y las lanchas colectivas dejando surcos abiertos de nostalgias.

Había que respirar hondo e introducir acompasadamente los remos en el agua y empujar con el alma, con la vida, contra la corriente.

“Los Chabochis engañan, roban, acumulan, despojan, invaden nuestras tierras, son ventajeros, destruyen el bosque, no saben compartir y son injustos” Siyónami lo había aprendido de boca de su abuela desde muy chiquita y ahora, ya mujer, lo vivía en su cuerpo, huyendo escondida entre las malezas, entre las piedras, en las cuevas oscuras de animales salvajes. Por primera vez en su vida, temblaba como una hoja, temiendo. —Es muy feo, Areponápuchi, Señor de los verdes valles, tener miedo, en tu tierra— dijo Siyónami entre sollozos. Y miraba la tierra y las plantas sin reconocerlas, buscando algún indicio de su pueblo.
Más poderosos que las tormentas y los truenos, las embarcaciones surcaban un río desconocido.
Sólo los ojos de la muchacha, luchando en un bote, le parecían amigables.

La blanca mujer de cabellos blancos, que batallaba entre tinieblas y relámpagos de luz, tenía tatuados en sus brazos, dibujos tribales de Chihuahua de las tribus de los rarámuris, de los tarahumaras: los hombres del peyote, de la selva y la montaña. Sus ojos azules, fríos, miraban para adentro, para sus ríos internos de quebrantos, el corazón latía acompasado con la tempestad desatada, sus pies se hundían en las aguas sucias del Tigre y despertaban en los brazos de María, remando a esa hora de la acedía, cuando la tristeza invade a los monjes y la tarde cae, dejando que las largas sombras triunfen en la noche.

Sólo las estrellas, a lo lejos, emanaban su voz en el espacio, guiando a navegantes perdidos de otras galaxias.

—Los ministros del mal están sueltos, llegaron, bajaron de los barcos para matar, para robar, para destruir. Los chabochis, los hijos del demonio, están entre nosotros—gritó.
JER notó inmediatamente la crispación del cuerpo, la tensión en el rostro y luego, la amplia y pacífica sonrisa, cuando los ojos de Siyónami o IaNaVaMa se animaron a mirar hacia afuera, buscando los ojos de María.


Víctor Troncoso

Glosario:
Siyónami: Azul (nombre de mujer tarahumara)
Acedía: "Llega al rechazar el gozo que viene de Dios y a sentir horror por el bien divino". (CATIC) Es un pecado

Boedo

Boedo

...Días de ira, días de odio.

Las gotas rojas, iluminadas por el sol de la mañana, brillaban en la pared, ensuciaban la vereda con vergüenza, gritaban con furia la bajeza ante la vista de los transeúntes, denunciaban un hecho atroz, eran testigos del que, impunemente, aprovechando las horas de la noche, había dejado descubierto ante los ojos del vecindario, su sed de venganza, su odio.

Boedo es un antiguo barrio de Buenos Aires, trascendió las fronteras de sus calles para convertirse en letra de tango, movimiento literario, patria futbolera y banderas; conserva el alma incorrupta, calles concurridas, vecindario amistoso, veredas compartidas, amoríos, malandras, tiene un aroma peculiar.

Dentro del barrio, el viejo mercado de la calle Inclan fue, durante años, lugar de encuentros y festejos, cuando obligaron a sus inquilinos a abandonar el edificio para transformarlo en playa de estacionamiento, muchos de sus comerciantes se instalaron en los alrededores y los vecinos continuaron la tradición de comprar carne en lo de Marcos, o en el almacén de Rosita, o el quinielero, el diariero, el zapatero, la modista; los sábados a la noche, la pizza de San Antonio, los domingos, la pasta de la Flor de Salcedo y sus interminables esperas y, mezclados como en la vida misma, “los pìbes del mercado” jóvenes delincuentes que murieron enfrentados con la policía o peleando por un trapo con la barra de Huracán, o todavía están presos en Devoto.

Llamaron en vano las campanas de la parroquia de San Miguel y un poco más tarde hicieron lo mismo, las de San Bartolomé, es que la gente y la novedad estaban en la calle Virrey Liniers; desde que el diariero fue a entregar, como todos los domingos, el diario Clarín, vio las gotas rojas, aún frescas en la puerta, pegadas a la pared de la casa de Betty, fue suficiente; desde esa temprana hora comenzó el desfile de los vecinos, pasaban por la puerta en bicicleta, o sacaban a pasear el perro y se detenían para comentar, otros, un poco mas audaces, se habían instalado, como en la cabecera de la cancha y explicaban los posibles pasos, la llegada, la huida, el tiempo viable del delito, la profesionalidad. Mientras que nadie había escuchado algo, doña Flora, desde la media cuadra, cerca de las tres de la mañana, había oído una frenada y corrida sospechosas, hecho que fue refrendado por el sereno de la fábrica, aunque todo el mundo sabe que duerme como un angelito, toda la noche. Algunas mujeres sonreían burlonamente, mientras otras, las del dedo erguido y acusador, daban a entender que ellas lo habían predicho, que tarde o temprano, “La verdad sale a la luz y que el que las hace las paga”.
En cambio, los hombres jóvenes se miraban unos a otros como tratando de adivinar quien podría ser el culpable. Ante tanta multitud, el Sargento Juárez, consignado en el colegio de la otra cuadra, dijo —el asesino siempre vuelve al lugar del crimen—sentencia conocida, pero que sirvió para ahuyentar a la mayoría.

El historial de la Betty era bien conocido por todos. La apodaban “la gauchita” porque nunca le negaba el favor a un necesitado, siempre y cuando, aportase un par de pesos a la casa. En su momento de gloria, había sido la mujer de Fernando, uno de los “pìbes” que, todavía en Devoto, hacía crucecitas en un almanaque esperando volver algún día a las calles.

Juan le había hablado en la casa de pastas, esperando pacientemente su turno, habían cruzado un par de palabras de ocasión, como el tiempo o San Lorenzo, o algo trivial, dicho al azar, ése día, Betty lo miró a los ojos, como a tantos hombres que conocía y le dijo algo así como... lo pesado que estaba el día, la humedad, o el calor, abriéndose un poco el escote y soplando como para refrigerar la zona, pero fue el pie dado en el momento justo, para que Juan, casi al oído le retrucara que él estaría dispuesto a apantallarla, la risotada de Betty alertó a todo el local y quedaron en medio de las miradas, como chicos atrapados en un desliz, los demás dieron vuelta la cara, más serios que nunca, ellos sonreían poseedores de un secreto compartido. Juan, ruborizado todavía, escuchó con asombro la voz de Betty hablándole muy despacio —cuando quiera, don— le respondió con una amplia sonrisa de dientes picados y cigarrillos de madrugadas.
Juan la miró sorprendido—Delo por hecho— dijo.
—Lo espero cuando quiera—murmuró Betty.

No se volvieron a ver por un tiempo, aunque para Juan, aquella mañana de domingo había sido distinta y luminosa. (Unas pocas palabras cruzadas que accionaron el destino escrito en los cielos, lo previsible sucedía inexorablemente.) Un día, Juan se animó, comenzó a visitarla a la hora de la siesta, cuando el barrio entra en su modorra pueblerina y disminuye la gente en la calle. En cada oportunidad y como corresponde a un caballero, dejaba sobre la mesita de luz, prolijamente doblado, un billete de cincuenta pesos.

Las cosas del amor son sorprendentes e incomprensibles, el hombre, hasta ese día centrado y previsible, se volvió huraño, exigente, posesivo y, sin decirlo, bebió del cáliz amargo de la hiel; sus propios pasos lo fueron empujando al sacrificio.
Atrás, quedaron los primeros regalos que Betty recibía con asombro, el Osito de Peluche, la invitación al Casino de Carmelo, un fin de semana en el Tigre, la tarjeta de flores violetas que traía escrito en letras de oro “Sos lo mejor que me pasó en la vida” con la fecha de la primera vez y su firma con nombre y apellido, algo que tiempo después podría ser usado como prueba de la autoría intelectual, huellas que quedan siempre cuando uno se mueve con los sentimientos y no con la razón.

Al principio a Betty le ganó su ternura, después, se sintió ahogada por el continuo cuidado de horarios de salida y llegada, Juan quería saber todo, con quién, cómo, por qué... Un día, Betty, cansada, quiso ponerle los puntos para que entendiera que ella no tenía dueño y que su cafiolo estaba en Devoto bien guardado, la situación fue subiendo de tono y fue también en esa aciaga noche cuando Juan escuchó en su propio rostro, los improperios que jamás hubiese esperado escuchar: —Viejo baboso— le dijo— ¿quién te crees que sos?— y a continuación, le terminó de romper el corazón:
—Mirá si me voy a enamorar de un viejo pelotudo como vos, infeliz.

Salió destruido, la dura realidad le arrugaba el alma. Fue el fin, pero también el nacimiento de un odio terrible, de una sed de venganza desgarradora. Las piezas del rompecabezas cósmico comenzaron a ajustarse, fatalmente.

Cuando Juan tuvo claro en su cabeza, cómo iba a llevar a cabo su venganza, fue relativamente fácil buscar a alguien dispuesto, comenzó a tejer una red de coberturas para demostrar su inocencia, de complejos acuerdos para aceitar los hechos, del día y la hora, el móvil que desplazaría al vengador, el pago por anticipado. Juan entrevistó a unos compañeros de una Unidad Básica especialistas en el tema, les pidió que le recomendaran al mejor; tenía que ser silencioso, limpio, rápido.
No debería saber quién lo contrató ni a quién le iba a hacer el trabajo, cubrió las salidas posibles, marcó las calles para huir a provincia, por Sáenz cruzar el puente y perderse o salir por el bajo Flores, esconderse en la villa, cruzar Lugano, General Paz. “Y si te he visto, no me acuerdo”.

Para que el barrio no sospechara, invitó a pasar unos días a una prima de Rosario. Un sábado por la mañana, le compró flores al chusma del barrio, preguntó en la casa de pastas cuántos fideos “fuchiles al fierrito” hacen falta para dos personas, pidió salsa de cuatro quesos, sabiendo que le dirían que no hay, que todavía no hicieron y miró con cara de contrariedad, con las flores en la mano —¿y ahora que hago?—dijo— A Ángela le encanta, comentó al pasar, y todos se quedaron mirando, sin entender nada. Arregló que los vinieran a buscar en un coche de alquiler, “pero que el chofer no baje, que ellos estarían prontos, que toque un par de bocinazos en la puerta”...
La estrategia perfecta incluía a la vecina mirando por la ventana.

Ángela estaba radiante, no entendía tanta galantería de su primo, pero aceptó con gusto, después le explicó que quería mostrarse un poco, porque una vieja del barrio se había pegado un metejón adolescente, la pobre, y él no la soportaba— una vieja bigotuda— le dijo en la calle— y la hizo reír con ganas mientras él aprovechó para abrir la puerta del auto que los esperaba para llevarlos al centro, a un cine de la calle Lavalle, función trasnoche. Guardó las entradas, como una contraseña al paraíso. Todo sucedió según lo acordado, como lo había planeado.

El barrio no salía de su asombro, pasaban caminando, comentaban en las esquinas. Un barrio alborotado es terrible. Como el amor desairado. Como el odio.

Sobre la fachada de la casa de Betty había amanecido la venganza.
En grandes letras rojas, prolijas, profesionales, rezaba:


“Betty te quiero... Sos una Puta”.


Víctor Troncoso.

E-mail

E-mail

Elvirita, hace tiempo que partió hacia Italia con su esposo, Paolo. Al principio, nos mandaba postales y cartas, hasta que tuvimos nuestra computadora en casa y conectamos Internet. Desde entonces, nos comunicamos y recibimos las fotos de sus vacaciones y todos sus viajes.
Nosotras también le fuimos enviando, casi a diario, las novedades y recortes de los diarios de Argentina, especialmente desde la enfermedad de papá. Pero notábamos, especialmente yo, más que Rosa, que había temas que no le gustaba tratar. Cuando esperábamos alguna respuesta necesaria y de cierto riesgo, nos escribía ignorando las preguntas, tanto era así que llegué a sospechar que el que contestaba era el mismo Paolo.
Pero,¿ por qué el silencio de nuestra hermana?
Hasta que un día, mucho después de lo de papá, nos llegó este mail.

“Tardé un poco en decidirme, pero ya lo hice, necesitaba un cuadro de papá y no podía(quería) escoger una de las fotos que me llegaban de Argentina”.

Aunque es mi hermana más querida, ella siempre tuvo esa actitud de poner distancias entre todo lo que le afectara. La enfermedad fue devastadora. Rosa aprendió, en la práctica, a ser una eficiente enfermera de la Cruz Roja, y pasó tres años de su vida, durmiendo en breves intervalos de veinte a treinta minutos diarios: despertarse, atenderlo, darlo vuelta en la cama con mucho cuidado y volver a dormitar otro rato, que iba a ser interrumpido por el quejido o el reclamo de papá. Los años pasados en el ejército, habían dejado en su tono, la voz de mando, y en nosotras, el acatamiento y el miedo ante sus reclamos.

“En el tiempo que no estuve a su lado, al no vivirlo personalmente, me negaba totalmente a aceptar que estaba enfermo, envejeciendo, adelgazando y que ya no estará”.

Hablando del tiempo, Elvirita, realmente estuvo a miles de kilómetros, viviendo su vida, deslumbrada por los atardeceres en el Trastevere, sin perder el ritual del té de su marido, ni de concurrir a la Ópera y relatarnos la tertulia, mientras nosotras dejamos nuestros sueños entre gasas y sueros, viendo cómo las horas eran una larga sucesión de minutos, que contábamos uno a uno, a un ritmo demoníacamente parsimonioso. Y, ciertamente, como ya no está, nosotras nos quedamos esperando que el viejo reloj del comedor anuncie el paso de las horas.

“Así lo dejé, así lo recuerdo, con salud, con una cerveza en la mano, al aire libre, pueden perdonar mi egoísmo, sobre todos mis queridas hermanas que lo vivieron sin que yo las pudiera ayudar en nada”.

Para mí, el recuerdo es un grito, un largo grito en una noche en Buenos Aires, un grito que sonaba en su cuarto y me perseguía hasta el zaguán, adonde en otros tiempos, charlaba animadamente con Juan y olíamos azahares del limonero.
No lo recuerdo con la cerveza en la mano, ni al sol.
Y creo que Elvira, sí podría ayudarnos, por lo menos ahora, callándose la boca.
Víctor Troncoso

Mi Familia

Mi Familia

Para que todo estuviese perfecto, él tenía que darle un toque exacto de canela, recién entonces, frente a la taza humeante, se calzaba los lentes, casi en la mitad de la nariz y se perdía en su nube de sueños y cuentos de ultramar, con barcos, velas, puertos y gaviotas, revoloteando tras la blanca estela de las olas.
Sentado en su sillón, forrado en terciopelo verde, en la esquina del cuarto iluminado por un sol atardecido, interrumpía cada tanto la lectura, por el ritual de impregnarse del aroma de su capuchino; cerraba levemente los ojos, lejos de la realidad, lejos de mi mirada, mientras yo me empecinaba en arrastrar sobre la alfombra, un autito de latón, pintado de amarillo y rojo.
Todo era silencio.

Atravesando la sala, dejando atrás el comedor, desde la cocina, la figura de mamá, señoreaba en su reino de cacerolas brillantes y salsa de chocolate. Su feudo tenía una fragancia propia, horarios y sonidos peculiares, una radio capilla; su luz amarillenta era como una amplia sonrisa de payaso, y llenaba la estancia de melodías de moda o conciertos grabados por directores de apellidos impronunciables. La luminosidad, entrando a raudales por los ventanales, resplandecía en cada objeto. Adoraba oír en su voz, cantares de otras tierras, de mares lejanos.
Todo era sonidos.

Mi mundo estaba en el patio trasero, cerca de ligustros, árboles frutales y gallinas ponedoras, que se empecinaban en picotear hasta las piedras. Y mi perro Jack, el viejo Basset Hound,–un cabezadura en potencia- con sus orejas largas (que parecían barrer el suelo), de una inteligencia notable y excelente compañero de aventuras. Juntos movíamos montañas de siete colores, desiertos de arena y tormentas tropicales. Juntos descubrimos el mundo de las hormigas, sus túneles secretos, donde se guardaban las joyas del rey, extraviadas hace cientos de años, en el patio de mi casa. Juntos soñábamos que un día cualquiera, llegaría de las estrellas, la nave del Barón de Munchausen y partiríamos.
Todo era ilusión.
Víctor Troncoso.

Ojos

OJOS

Consume la ira más salvaje que haya en tu corazón
TIRESIAS (EDIPO REY)

La bala apareció de la nada, como un trazado en tiza sobre el pizarrón. Los que oyeron el ruido que produjo su cuerpo al caer, corrieron solícitos. Tenía los ojos abiertos y sorprendidos; en medio de su frente brotaban, mezcladas, sangre y masa encefálica.
Alertado, el policía de la esquina, inmediatamente pidió una ambulancia al SAME. Como pudo, un oficial organizó el cordón de seguridad para tratar de preservar el lugar del crimen, mientras otros uniformados buscaban entre los primeros testigos algún dato del rompecabezas que tenían en ciernes.
Un operario de C5N, conectaba la antena parabólica, mientras el camarógrafo trasmitía las primeras imágenes al aire. Los demás canales, llegaron en busca de datos del occiso y algún curioso que pudiera aportar una nota de color. En solo diez minutos, la esquina fue asaltada por la turba informativa.
Mientras los de Balística tomaban medidas y, por el estudio del recorrido de la bala, observaban los balcones y terrazas de las esquinas, centraron su atención en el edificio del Gimnasio y subieron en horda, en busca de rastros del asesino. La tarde sedienta tenía un festival de luces, bocinas y asombros.
Un sonido seco, imperceptible entre el bullicio, como en el día del Juicio Final, tocó la frente del muchacho de la cámara y dos segundos después, el periodista, con micrófono en mano, fue a parar de bruces al piso, un tercero que estaba parado detrás, descubrió el trazo rojo de una mira telescópica, mientras caía alcanzado por el fuego. El griterío enloqueció a los policías; entre ellos y los medios periodísticos, un francotirador, un loco, había asesinado a cuatro personas frente a sus narices, ante un público de miles de personas, en vivo, a todo el país.
De pie y al lado de los caídos, el de Crónica registraba la tragedia, mientras alguien, desde los estudios centrales, sobreimprimía en rojo “TRAGEDIA EN BOEDO” “LOCO FRANCOTIRADOR MATA PERIODISTAS”. Fue lo último que pudo mostrar, él también recibió un balazo en la nuca que lo dobló como a un muñeco con su cruz a cuestas y terminó filmándose los pies en medio de un charco de sangre.
Todo el mundo salió corriendo hacia los cuatro puntos cardinales. Desde los carteles de la esquina de San Juan y Boedo antiguo, del tango Sur, un último disparo trazó una línea recta hasta el mismo corazón de un pobre hombre, un desconocido, un don nadie, que acertaba a pasar, embretado en un abrigo raído y una gorra negra, paseando por última vez, a su perro.
Después, el espacio se llenó de misterio y soledad, alguien, que en la confusión había alcanzado a escapar por San Juan, dejó olvidada una escopeta y un cuaderno con poemas.
Garrapateados, llevaba la cuenta de cada uno de los caídos y, al decir de un buen sabueso: al loco le faltaba una muerte. Se movilizó personal de brigadas especiales, se prohibió el recorrido del subte de la línea “E”, mientras, con perros adiestrados, transitaban las vías buscando rastros. Los colectivos cambiaron su itinerario; todo el mundo debería permanecer en sus hogares y denunciar inmediatamente algún sospechoso en sus edificios. Los porteros de la zona, fueron acompañados por personal policial, para revisar todas las azoteas.
Las ambulancias que, haciendo trepidar sus alarmas, a gran velocidad por la avenida San Juan, llegaban a constatar los muertos, partían vacías por disposición del Juez de turno. Alguien llamó al novecientos once y algunos patrulleros partieron por Avenida San Juan, Era una tarde de invierno, las luces habían caído silenciosamente y la noche reinaba sobre el barrio. La denunciante, afirmaba haber visto correr a un hombre, cruzar intempestivamente Sánchez de Loria y esconderse desesperado. La policía irrumpió en tropel, subieron las escaleras jadeando y derribaron la puerta del salón de un puntapié, sujetándolo antes de que atinara a sacar una pistola de su bolsillo. Él los miró a los ojos, en el taller literario del Julián Centeya.
Víctor Troncoso

Está mirando

Está mirando,
miro su ventana.


Recién despierto, me desperezo en la cama. En estos últimos días, me levanto más cansado que la noche anterior.
Abro las persianas metálicas, giro sobre su eje el primer postigo y luego empujo con fuerza las dos hojas sobre el gozne del marco, repito lo mismo con la otra mitad, el sol ilumina a pleno la vereda de enfrente y llena de luz mi cuarto, tomo coraje y trato de no fijar la vista en su ventana que, a más de cien metros, en un tercer piso, aparece frente a mí.
Tengo la certeza de que me está mirando. Durante todo el tiempo que lleva esta operación, no le muestro mi espalda, porque si tuviese un arma podría pegarme un tiro, pero estoy seguro que me apunta con su dedo. Siento su uña negra sobre mi frente.
El sol de le hará cubrirse los ojos con la mano, no creo que le permitan tener sus lentes ahumados.
El helado viento del sur me obliga a cerrar los ventanales, pero puedo observarlo tras los vidrios; acomodo rápidamente las cosas que dejé tiradas anoche antes de acostarme, enciendo la radio, me ubico en el escritorio donde hace dos semanas descansa un libro abierto en la misma página. Desde que él llegó, cambió mi vida.
Podría tirarme a leer en la cama, pero es más fuerte que yo, quiero verlo.
Espío entre las cortinas y trato de adivinar algún movimiento extraño, agazapado detrás
de mis lentes y con el libro en la mano, me paseo frente al ventanal, disimuladamente miro el suyo.
Conozco perfectamente la entrada del edificio sobre la avenida Chiclana, con la excusa de pasear a mi perro Rafa, paso caminando despaciosamente por la puerta, estudio los barrotes, el tejido de protección de cada una de las habitaciones que dan sobre la avenida, doy un rodeo. En la geografía de un barrio de casas bajas como éste, un edificio de tres pisos se destaca del resto, por eso puedo dar vuelta a la manzana y no perderlo de vista.
Tengo la seguridad de que su cuarto está en el contrafrente, sobre la calle Salcedo y de las seis ventanas que puedo observar, la de él es la última del tercer piso, porque es la más solitaria de todas y la única que da al vacío, con el tejido reforzado, también creo que sus paredes internas estarán cubiertas con un acolchado mullido.
Toda la casa debe girar sobre ese cuarto, como mis sueños.
Subo a la terraza a jugar con mi perro, que corre alrededor mío para quitarme uno de sus juguetes, me muerde la mano, se para en sus patas para abrazarme; le tiro una galleta bien alto y un poco atrás, de un salto, Rafa da vueltas sobre su cuerpo en el aire y cae de espaldas al piso con su precioso regalo en la boca.
Toda esta función es para él, que está oculto en esa ventana.
Pienso que no deja de mirarnos y, posiblemente, si entiende el mensaje, se le llenen los ojos de vida.
Se me ocurrió regalarle un libro de cuentos y llevarlo personalmente, con una tarjeta por el día del amigo, o mejor, buscar una tela blanca y pintar en aerosol rojo un mensaje para que pueda leerlo desde su cuarto:
“Charlie: say no more”.

Víctor Troncoso.

Instante

Instante

Todo quedó suspendido, en el instante en que levantabas la mano, justo antes de descargarla sobre mi pecho. Después, un estruendo retumbó en toda la residencia, las aves abandonaron asustadas sus nidos en retirada. El telón se derrumbó sobre el escenario, el terciopelo rojo sangró desnudo descubierto en su miseria; como una ola gigante arrasó el proscenio, tapó el foso de la orquesta enmudeciendo los sonidos armoniosos, el polvo almacenado durante años, nubló los ojos de los melómanos de las primeras filas.

Tu vestido revelaba que, por la puerta del lado este de la casa, entraba una fuerte corriente de aire, movía tu pelo, acompañaba el esfuerzo descomunal de tu brazo. La línea directriz de fuerza-movimiento se continuaba en tu cara, enmarcada en la luz cenital que te atravesaba. Tu puño cerrado batiendo el gran parche, tus manos sujetando con fuerza, tus dedos crispados y ateridos, tus ojos buscando los míos, con odio.

Todo en un instante.

No podíamos hacer otra cosa que permanecer inmóviles mientras se disparaban los sucesos, mientras lo que debía ocurrir, ocurría. Me mirabas, mis ojos miraban absortos tu mano suspendida. Incrédulo, asistía al circo romano donde era yo mismo quién iba a ser devorado por un impulso gigantesco que detonó un tsunami, una ráfaga de viento polar que helaba las venas, un suspiro infinitesimal que detenía en un instante, el espacio.

Es imposible detener el tiempo, pero percibí, ante mis ojos, una fracción de segundo.

Después de la estampida desatada, los pesados cuerpos corrieron desbocados en una inmensa llanura, nada de lo que estaba sucediendo era explicable, pero al mirar hacia atrás giraron hacia las sombras. Retumbaron en mis oídos sonidos de tambores, mezclados a un grito primitivo nacido de las entrañas de la tierra, los parches del corazón se convirtieron en ecos de montañas nevadas, un loco galope desbandado hizo girar todo violentamente y desató del cielo, a manos abiertas, la tormenta que estuvo contenida por años. Se derramaba en liquido de cristales púrpuras, en sonidos de cascadas mojándome el alma y no pude ver nada más, la luz inundó lo creado.

Después, lo inevitable, el movimiento del mar del destino suspendido cedió su contención y el objetivo por cumplir dio paso al hecho consumado y mientras atrapados por el resplandor, quedaban todos prisioneros de mi última foto, tu mano cayó pesadamente sobre mi pecho clavándome un puñal.



Víctor Troncoso

La Casa Grande

La casa grande

La estación dormitaba. Una tras otra, se dejaban caer las hojas de los árboles, buscando acertar con la acequia y partir hacia nuevos destinos. Los jubilados interrumpieron una partida de Tute y miraban con interés provinciano al hombre del sombrero gris y galón negro en la manga del saco, que arrastraba algo más que sus pasos cansados. El viento sudeste cortaba la calle y arremolinaba un viejo diario de letras perdidas en una llanura inmensa. Un auto de alquiler lo estaba esperando con el motor encendido, para recorrer las seis leguas hasta la chacra de su padre.
Las noticias vuelan—le dijo el chofer— tratando de sonsacarle información propia, sin ninguna delicadeza, mientras le contaba vida y milagro de cada uno de los conocidos.
José Hernando Poncio se calzó el sombrero hasta los ojos, dijo que estaba muerto de cansancio y no habló más. El conductor tuvo que conformarse con tararear alguna canción entre dientes o callarse la boca, —mejor así— pensó— se ve que está jodido el hombre.
Cuando llegaron a la tranquera, José Hernando pidió detener el vehículo.
—Necesito caminar un poco, son muchas horas de estar sentado—dijo—y el coche siguió su camino transportando el equipaje hasta la casa.

"Lo llamaban La casa grande y se mantenía erguida en su insignificante arquitectura, imbatible, absoluta, severa, simbólica, opaca y austera".

Se desabrochó el cuello de la camisa, la corbata quedó flameando atada a un alambrado, en su nuevo oficio de espantapájaros, dobló el saco sobre su brazo izquierdo, miró su reloj Cartier de números romanos y fondo negro, que Lidia le regalara en otros tiempos de intenso amor, se lo arrancó de un tirón y lo revoleó por los aires; para él, después de aquello, el tiempo estaba detenido. Tiró el pucho al suelo y lo aplastó con desprecio. La vida no vale una puteada—se dijo—mientras apuró el paso y se enterró en la tierra reseca del camino. Una bandada de golondrinas cruzó el cielo de su niñez, había regresado.



Víctor Troncoso

jueves, 9 de octubre de 2008

EL ANHELO

He hallado por fin, una mano. Una mano que brinda sus caricias al sentir mi cansancio, muestra los faltantes en la alacena, deja todo reluciente a mi alrededor, apaga las luces y me cubre con la manta cuando el sueño llega, ofrece su apoyo al declinar los años, me acompaña a caminar por la orilla del mar, es suave brisa en verano y calor en invierno. En fin, sin más costo que baterías reciclables, una mano, acá en Urano.



Cristina Scarlato