jueves, 4 de septiembre de 2008

HISTORIAS DE LA SILLITA

Ella me vestía con ropa adecuada a la estación. Por encima, un delantal almidonado, tiradores con volados, pechera y amplia falda que remataba en un gran moño por detrás. El desayuno consistía en una sopita de mate cocido con leche y trozos de pan, que me daba a cucharadas alternando con mi hermano y que yo devoraba con fruición.

Mi hermana era la estrella de la familia. Yo siempre tuve que escuchar: "mirá a tu hermana, aprendé de ella, es muy buena alumna, es obediente", ella, ella, siempre ella. Mi mamá la vestía de punta en blanco y no la dejaba moverse.

Por último, le llegaba el turno a la sillita, en los días cálidos, por la mañana bien temprano y en los fríos, después de la hora de almuerzo, cuando el sol estaba bien alto, la colocaba en el patiecito trasero.

Siempre estaba en la sillita. Mientras, yo corría por todo el patio con la pelota o dejaba escapar los conejos del gallinero. Mi abuelo, persiguiéndome, revoleaba el cinturón y gritaba: ¡“mascalzone”! A mi mamá la volvía loca, nunca sabía en qué andaba. Cuando la mandaban a llamar de la escuela, iba siempre mi hermana, la maestra la miraba de arriba abajo y le decía: “tienen que venir tu mamá o tu papá, tu hermano no hace caso, revoluciona la clase”.

Me la había hecho especialmente el abuelo y tenía un asiento de esterilla pintado de color celeste, maderas laterales para apoyar los brazos y leer mis enormes libros de cuentos con sus maravillosas historias. Un día, llegó el médico de la familia, me miró y le dijo a mi mamá: “Tiene que ir al parque, a correr”.
Cristina Scarlato