jueves, 21 de febrero de 2008

Té de Hierbas

La cocina era “su lugar en el mundo”, desde allí contemplaba un flamboyán, el árbol del amor, que había traído su padre de Cuba. Encontró en un libro las indicaciones necesarias, después de leerlas y memorizarlas, arrancó las hojas y las quemó en el fuego de la chimenea; suspiró aliviada. Ocultó el libro entre otros que tenía en la sala, junto al amplio ventanal. Miraba silenciosa la procesión de nubes que viajaban por sus cielos.

El ritual del mate compartido con su marido comenzaba temprano; Marcela conocía el secreto de una buena cebadora: el agua a punto y la preparación de la yerba más unas hojitas de hierbabuena y otras mezclas, que le había recomendado Juan el señor de la herboristería.
Cuando la idea comenzaba a nacer en su corazón, creyó que Juan (hombre muy amable y generalmente deseoso de entablar con ella largas charlas) sería el nexo necesario para implementar su objetivo. Generalmente con la excusa del mate, las hierbas y sus aplicaciones terapéuticas le pedía recomendaciones para cuidar la salud de toda la familia. Para su suegra le recomendó te de tilo(tilia tomentosa) para los nervios; para una prima que solía tener acidez estomacal: Aloe (aloe vera); para el perro, un caniche mini toys, que le habían regalado por el mal carácter: Lavanda (lavanda angustifolia).
La amistad entre los dos fue creciendo y un día Marcela se animó a solicitarle algo para la virilidad de su marido, Juan intuyo que ella le abría su corazón de mujer insatisfecha y aunque le recomendó pastillas con Guaraná (que además le harían quemar grasas) aumentó su deseo de intimar susurrándole al oído consejos y palabras halagüeñas. Las risitas cómplices y picarescas de Marcela aceleraron el desenlace, pronto Juan la invitaría después de que cerrase el local a almorzar y podrían hablar tranquilos de los verdaderos remedios que ambos necesitaban. Así como caen las frutas maduras de un árbol cargado de verano, así también cayeron lágrimas de los ojos celestes de ella y él entendió la gravedad, los miedos y las inseguridades de una mujer indefensa ante un hombre avaro, cruel y violento en extremo.

Esa misma tarde Juan decidió ayudar a la mujer dulce de tiernos encantos secretos, que había conocido en la trastienda. Como quien se despierta de un sueño, Juan fue el que propuso un método para librarse de aquello que los trababa. Lo suyo se revistió de gesta de emancipación heroica, tomó partido por la débil y ayudó con sus conocimientos profesionales a preparar el campo de batalla desde donde alcanzarían juntos la libertad de Marcela y su corazón.

Durante ese mes, muy ocasionalmente se acercó al local o fue acompañada de alguna prima, siempre dispuesta a una charla inocente. Juan hablaba en silencio por sus ojos, sentía la brutalidad y el odio a ese esposo maligno que se interponía entre ellos. Marcela, cuando pudo al fin enterarse de lo tramado por Juan, no pudo ocultar su alegría y lo abrazó por unos segundos, rozando con sus labios húmedos la oreja izquierda, como en un descuido sin premeditación. Cuando llegó la semana siguiente, fue con su tía a buscar un te de tilo. Juan le entregó un envase (muy discreto) de rejalgar (una combinación de arsénico y azufre) (debe rayarlo con su uña —le dijo— por lo bajo). Cuando le daba el vuelto por la compra del Tilo, le susurró —muy poquito, con sumo cuidado.
La tía de Marcela no sospechó nada, creyó que todo el tiempo se había hablado de su té.
El plan empezó a dar pequeños pasos, pero estos iban dirigidos hacia un abismo.
Los otros encuentros fueron mínimos, siempre la discreción y el sumo cuidado de los complotados ante cualquier sospecha por la proximidad de algún vecino o amigo del esposo.

Juan bordeaba ya los sesenta años, durante más de veinticinco había estado con su mujer entre noviazgo y casamiento, y desde hacía tres, viviendo su viudez como algo natural. Prácticamente era un monje encerrado en su herboristería, su campo y la casa del pueblo donde apenas iba a dormir y donde se notaba además, la ausencia de una mano femenina a su lado.
—la cama está siempre fría— le decía a sus pocos amigos de otros tiempos. El haber conocido a Marcela, una joven mujer, había despertado todas sus ansias vitales adormecidas. Los días de la semana le parecían eternos y esperaba los jueves (como habían acordado) con una incontrolable ansiedad. Apenas ella entraba a su tienda, si estaba acompañado por alguien, preguntaba —¿cómo anda su marido?— se interesaba por los riñones y si había tomado el te de barba de choclo que le había recomendado, arqueando sutilmente las cejas. Marcela parecía fría, distante y silenciosa. Cuando muy ocasionalmente llegaba sola se mostraba compungida. con una lágrima siempre atenta a desatar una tormenta de llantos en sus ojos celestes. A Juan, esas lágrimas lo conmovían. Al cabo de un mes le cambió el envase por otro con un contenido de color gris y brillo metálico (As 33), ella no pregunto que contenía el envase pero agradeció con una caída de ojos y un suspiro que le perforó el corazón.
—Usted no puede seguir viviendo en ese infierno Marcela —había dicho Juan— y tomándole de las manos, sintió el temblor de ella, la miro y le pidió jugarse por su libertad y por su amor.
—No se ofenda, pero vendí el campo por muy buena plata, tengo el local y la casa apalabrada y si usted quiere la espero en Buenos Aires para comenzar una nueva vida—.
Ella volvió a llorar y a sonreír al mismo tiempo y salió presurosa, era la hora del mate de su marido y no quería dejar de dárselo ahora que él ya no se sentía muy bien.
Ante de los dos meses ya viuda, se mudó a Buenos Aires y prometió a sus amigas mantenerse comunicada.—No, no se ciertamente si vivir en la casa de mi tía o con mi madrina. —les escribo.

Buenos Aires es una ciudad inmensa, cientos de personas transitan por sus calles. Juan se encontró como lo habían planeado con Marcela en la confitería “Las Violetas” tomaron un te con masas y a los pocos días compartían una casa en el barrio de Belgrano con una hermosa vista al río. En muy poco tiempo viajaron, recorrieron Europa y giraron sus bienes a nombre de los dos a Paris en un Banco de la rue Fontainebleau.

En los primeros dos meses de luna de miel visitaron ciudades hermosas, ella estaba fascinada, se lucía en bailes de hoteles y fiestas, cumplía sus sueños de princesa, había rejuvenecido y brillaba con luz propia. Juan comenzó a sentirse cansado de tanta vida social pero no perdió la costumbre pueblerina de tomar mate todos los días, mientras Marcela cebaba, le sonreía y sus ojos azules se iluminaban.

Víctor Troncoso

Piel de Gallina

“Y con un sueño pensar que
concluyeron las congojas”
Hamlet
William Shakespeare.

Con los ojos cerrados buscó en la oscuridad de su cuarto el lugar desde donde partía el sonido que le taladraba el cerebro. Su brazo izquierdo inmovilizado luchó por librarse de la sábana que lo sujetaba, el peso de su cuerpo aprisionaba la otra punta del cobertor.
Tanteó en la mesa de luz buscando la perilla pero en su torpeza lo único que logró fue tirar una botella y tras ella al velador. La almohada arrugada de varias horas de agria transpiración, un vaso a los pies de la cama, el cenicero repleto y la marquilla vacía de los Jockey en el piso, al lado de sus botas tejanas. Todo al alrededor olía a prostíbulo del bajo Flores, como los que había conocido en su juventud.

El sonido procedía de otro lugar lejano, no estaba ni en la cama ni debajo de ella, se preguntó en dónde habría dejado anoche su teléfono. Seguramente la persona que estaba llamando sabía ciertamente que él estaba en esa habitación. Insistía, pero Juan no tenía las fuerzas suficientes para intentar buscarlo. Bufó, cómo un francés (según solía decir: los franceses rezongan por todo). Sus ojos estaban sellados, normalmente no dejaba la cama rápido. Hoy era un esfuerzo imposible de realizar, con el agravante que tampoco lo quería. Cuando movió el brazo derecho sintió una feroz puntada en su cabeza, trató de darse vuelta y quedó boca abajo hundido entre trapos sucios que alguna vez llamó: “sábanas”. Cómo un eco el dolor repercutía bajo la tetilla izquierda; tomaba conciencia de su espalda, entre las costillas y su columna vertebral tenía algo, posiblemente una herida profunda. La incomoda posición no le ayudaba mucho, pensó que lo mejor era tratar de ponerse de costado, volvió a girar su cuerpo en una danza de imposibles. Su frente ardía, no hacía calor pero estaba incendiado internamente, el fuego partía de su estomago, la acidez lo desesperaba, el horrible gusto en su boca, tenía necesidad de volver a tomar urgentemente alcohol. Después de mucho esfuerzo pudo despegar un ojo entre las tinieblas de su cuarto comenzó entonces a decodificar la escena, estaba en medio de un vomito pestilente, asqueado de su propia realidad. Instintivamente giró con tan poca fortuna, que se cayó de la cama abrazado a una almohada. Chocó su cabeza contra el piso, cerró los ojos. Puteó a los gritos a la humanidad toda, su voz sonó como un viejo fuelle destemplado y obsoleto. Los retorcijones intermitentes lo mantenían doblado, al parecer su hígado había explotado o estaba a punto de hacerlo, le echó en parte la culpa de su terrible dolor de cabeza. Los moretones en su cara, la herida en la ceja izquierda con sangre seca, el pómulo hinchado, el labio partido, no sabía dónde pero por los rastros sabía cómo lo habían tratado la noche anterior.
Pudo ponerse de pie, su pierna derecha no soportó su propio peso, busco de agarrarse de un mueble (el teléfono seguía sonando) pero no encontró algo que pudiera soportar sus ciento veinte kilos y su metro ochenta; en cuatro patas y como un perro se arrastró buscando la puerta de la cocina, tenía en esa pierna un dolor que no le permitía pararse, recién entonces se asustó, estaba destruido, respiro lentamente (había aprendido que en situaciones límites la respiración debía ser profunda para calmar el espíritu) evocó la cara de su maestro de aikido trayendo un poco de luz. Habría estado varios minutos tratando de calmarse, prefirió acostarse sobre el frío mosaico y descansar, quería terminar de una vez, esperaba poder abrir los ojos completamente.

Tomó conciencia que había ruidos en la calle, autos, personas, dedujo que era de día, la ciudad estaba despierta y continuaba su rutina normalmente. Había estado en un bar de la calle Veinticinco de Mayo cuando se vio envuelto en una pelea que tenía que ver con Rosita; “Todos los chorros tienen una novia que se llama Rosita”, cantaba el Tata Cederrón; pero esa muchacha no tenía nada que ver con él, ninguno en ese bar existía anteriormente en su vida, pero de repente se encontró envuelto en medio de una trifulca que jamás había empezado. Recordaba como fogonazos que le explotaban en la conciencia, se había acurrucado en el mostrador cuando le rompieron una silla en la cabeza, vio su imagen en el espejo arriba de la barra cuando golpeaba a un morocho corpulento, todavía le dolía la mano, seguramente con los que luchó ahora tendrán también recuerdos suyos, un petiso rastrero y traidor lo atacó por la espalda produciéndole la herida que ahora recordaba dolorosamente, una mujer partió una botella contra la barra y salió en su defensa a los gritos de —es mío, déjenmelo a mí. — ¿pero quién era? ¿y dónde había quedado? se vio corriendo por Tres Sargentos hacia Alén, alguien le había puesto el pie y rodó en medio de la calle, un zapato le aplastó la cara contra el adoquín y la nada, sólo la luz palpitante y el ulular de sirenas.

El piso estaba helado, resolvió pararse, la cabeza giraba, se detenía, buscó con su medio ojo sano una puerta, seguramente el otro estaba en tan mal estado que era un esfuerzo innecesario tratar de abrirlo, la puerta salvadora estaba a pocos pasos, se arrastró como pudo y manoteó la manija, dejó de reptar por la habitación, con ese punto de apoyo todo su cuerpo fue tomando una posición humana, cada diez campanadas el teléfono paraba de sonar y al minuto volvía a llamarlo a la realidad, evidentemente el que llamaba sabía que estaba en ese cuarto.
Cómo pudo se paró sujetándose de la puerta, este esfuerzo le quitó las pocas fuerzas que tenía y se dejo caer en una silla de mimbre, no había caso, su respiración se cortaba apenas tomaba aire, no podía llenar los pulmones y expirar lentamente, imposible, apenas podía tragar pequeñas bocanadas de aire para evitar el dolor que le producían los pulmones. Algo andaba realmente mal.

Volvió a despertarse un tiempo después cuando casi se cae de la silla, el dolor lo había vencido, pero ahora estaba un poco más lúcido, recordó haber tomado el colectivo ciento cuarenta y tres en el bajo, pero ¿cómo llego a su casa?, era todavía una incógnita. ¿Y cuando? ¿cuántos días hacía que estaba encerrado? Un liquido caliente bajaba por sus piernas, a su alrededor todo olía a orina. Al despegar el brazo del respaldo sentía que miles de hormigas comenzaban a caminar dentro de su carne, lo estiró y con esfuerzo arrancó la parte que todavía tenía puesta de la camisa. Se secó la cara, estiró las piernas, de la cocina salía una tenue luz. Intentó pararse, se sentía un poco mejor, escuchó pasos en la escalera vecina, alguien bajaba del piso superior y pasaba apurado frente a su puerta. Tomó aliento, entonces escuchó claramente sonar al teléfono y estaba cerca. Se estiró para llegar al aparato. Muy a su pesar levantó el tubo, una voz de mujer preguntó: —¿Juan? ¿Juan, me oís? Juan, ¡Andáte! Juan te están buscando, escapá ¡ahora! —.

Un golpe de adrenalina estalló en su mente, buscó a tientas en el placard, se puso lo primero que encontró: un jean, una campera y una gorra.
Escupió el último diente flojo que tenía con sangre. Cuando estaba abriendo la puerta de calle, supo claramente, que ya era muy tarde.
Un escalofrío le recorrió toda la columna en un segundo, poniéndole la piel de gallina.

Ella lo esperaba con el revolver gatillado.

Víctor Troncoso

Idus de Marzo

“¡Cuídate de los idus de Marzo!”
William Shakespeare.

Idus de Marzo

Después de la operación, que había durado más de tres horas, lo cuidé toda la tarde. Imploraba mi ayuda con un hilo de voz y yo humedecía sus labios con una gasa. Al atardecer trataron de llevarme con mi mamá a la casa de mis tíos, pero no quise abandonar a mi padre. —Soy grande— dije—quiero acompañarlo toda la noche.

Volvía a dormirse; periódicamente se presentaban las enfermeras a revisar las cánulas, iban y venían con las bandejas plateadas y sus zapatos blancos de pasos silenciosos. Le inyectaban medicamentos, pero no aliviaban su estado. Cuando parecía que se despertaba, seguía implorando que hiciese lo que me pedía. —No puedo papá—le decía al oído. No podía hacerle caso, me lo habían prohibido. Sus ojos tenían una expresión desesperada.
—Después de una operación los enfermos piden agua —había dicho el doctor— pero no se la deben suministrar porque sería contraproducente.

En el Seminario, escuchaba hablar del infierno como un lugar de tormento y sufrimiento eterno, “Es como un sediento frente a un oasis, al que nunca podrá tener acceso”. Tres campanadas llamaban a misa.

Dormitaba, sentado a su lado en una silla de metal, estaba furioso conmigo mismo por tener tanto sueño, para mi era una traición bíblica: “No pueden velar conmigo”.

La temperatura había descendido, el silencio de la noche acallaba los ruidos y las voces. Frente a la habitación, un largo pasillo que unía distintas alas alrededor de un jardín central (el seminario tenía la misma disposición); en una de sus esquinas, una pequeña campana de bronce repicó en la madrugada anunciando un accidente, me despabilé presintiendo el peligro, los médicos de emergencias corrían; el hospital recobraba su vitalidad ante la urgencia de la catástrofe. Llegó una ambulancia haciendo sonar su sirena por la calle Aranguren y todo estaba preparado, algunos eran atendidos al pie de las camillas, a otros los derivaban directamente a la sala de operaciones. Vi llevar a una joven, en un grito, hacia un lugar restringido, un quejido espantoso que me acompañó durante todo el resto de la madrugada, los lamentos por lo bajo de mi padre pidiéndome agua y el grito desgarrado de la muchacha herida, resonaban en mi cabeza, no me permitían pensar en nada más que en el sufrimiento. Deseaba que se callasen todos. Tenía miedo. (Aún hoy, los hospitales me dan temor). Miraba los brazos de Tito sujetos a la cama, estaba agonizando abandonado en un mundo de dolor, mirándome con esos ojos profundos.

A las ocho de la mañana vinieron los médicos a revisarlo, me sacaron de la sala (querían estar solos), me di vuelta para saludarlo, pero no pude, cuando me volví para verlo desde la puerta, habían puesto un biombo blanco, que nos separaba.
Tío Nestor, el esposo de Mercedes, vino a llevarme a desayunar. Fuimos a un bar cercano, tomé café con leche y medialunas de manteca. Era el quince de marzo de mil novecientos cincuenta y ocho, entonces tenía once años y creía que, a aunque no me lo dijesen, Tito se estaba muriendo de sed, en el infierno.

Víctor Troncoso

Ahora Sí

Ahora Sí
“Me encantan las musarañas”
(graffiti porteño)

A mí también me parecía que me encantaban, debe ser que cuando escuché por primera vez que las musarañas existían, mi corazón brincó de alegría. Quería atravesar, (con lo que cuesta a esa hora en Buenos Aires), Avenida del Libertador. Mi plan era caminar un rato por los bosques de Palermo. Tenía necesidad de descalzarme, luego pensaba arremangarme los pantalones y sentarme con las piernas cruzadas, en realidad lo que intentaba hacer era parecerme a un yogui que medita con ojos cerrados, la espalda derecha, las manos abiertas con los dedos índice y pulgar cerrados dibujando una “o”. Respiraría profundo desde el abdomen para expirar lentamente el aire, creía que en unos minutos mi mente entraría realmente en la dimensión espiritual necesaria para comprender el porqué de las cosas que me estaban pasando, en mi vida necesitaba un ancla a tierra. Esa era la intención, el plan perfecto. Pero como toda hipótesis, faltaba la comprobación in situ de la experiencia.

Acerca de las musarañas (crocidura suaveolens) se dijeron ciertas cosas parcialmente falsas, es que cuando yo me refería a ellas siempre había alguien que ponía cara de asco e inmediatamente comprendía que no había entendido nada de lo que hablábamos.
Tuve que soportar la cara avinagrada de mi tía Remedios. —No quiero saber nada de esas asquerosidades, —me dijo— creo que no lo hacía con mala voluntad, además de contradecirme miraba por arriba de sus lentes en silencio y seguía con la Singer, dale que te dale apurando la costura, y no volvíamos a hablar del tema, al rato me ofrecía un té de compromiso y por compromiso yo me excusaba.
—No tengo tiempo. ¡Qué tarde que se hizo! Me voy; un beso para tío Oscar.
Y escapaba de su casa llevado por mis zapatos que conocían la hora de la huida.
Para mi tía, las musarañas eran una plaga de la que una buena familia debía alejarse.

Es complicado intentar llegar a buen puerto cuando la marea humana decide ir en la dirección contraria, esperé unos minutos creyendo que el flujo disminuiría por obra y gracia de algún bien amado semáforo, pero generalmente desaparecen de las esquinas cuando todos quieren llegar a sus casas.
Como todo en la vida, pensaba, el éxito depende de la proporcionalidad del esfuerzo y el tesón puesto en juego.
Miré fijamente un punto de llegada y tracé una recta imaginaria para no desviarme de mi objetivo. Hice un calculo mental del tiempo que tardaría en recorrer mi aventura y la distancia que me separaba de la otra orilla, la principal dificultad estaba en la cantidad de autos por minuto, cuando creí tener alguna posibilidad de cumplir mi cometido, me decidí a dar el primer paso. En ese instante vi que de la vereda de enfrente un hombre mayor y contrahecho quería cruzar la avenida igual que yo. Analicé la suerte de tamaña contingencia en base a su apariencia y probabilidades, teniendo en cuenta su edad, contextura física y traslado en kilómetros hora, (eran mínimas), el intento era ciertamente una operación de alto riesgo. Nos mirábamos como si fuésemos náufragos, habitando islas vecinas, frente a un mar de improbabilidades. No me pareció gracioso, pero a lo lejos, el compañero en desventuras me daba la impresión de ser un hombre musaraña, (pensar así no me gusta), en realidad todos terminaremos al fin pareciéndonos un poco o bastante.

Planteadas como estaban las cosas por la incertidumbre de la misión, la acumulación de adrenalina, haría que los minutos que había calculado de meditación en la paz del parque, deberían, por lo menos, ser mayores. El estar sentado sobre el pasto, aunque todavía no lo había ni siquiera intentado, me produjo ciertas y justificadas dudas ¿cuál sería la reacción de las colonias de hormigas cuando depositara mi humanidad en sus tierras? ¿Habría otras clases de alimañas? O las sabandijas, ya conocidas por todos, ¿corretearían libres sobre el pasto? En un acto reflejo miré el reloj, todavía era temprano, pero si tardaba en encontrar un lugar y entrar en la dimensión mística, (eso lleva más tiempo de lo estipulado), ya estaría rondando la hora en que las musarañas salen de sus madrigueras y se adueñan de la noche.
Esa clase de musarañas no me gustan. Hay otras, de otro reino, son las que me alegran el corazón. Tienen que ver con cielos poéticos en los que me pierdo, cada vez más seguido, en los que me inspiro cuando pienso en musarañas o recuerdo lo trascendental que fue conocerte.

El hombrecito, aburrido de no poder cruzar se fue despacio hacia Avenida Sarmiento seguramente buscando el paso subterráneo, pero yo no me atrevía a pasar por ahí, es que Buenos Aires últimamente se transformó, literalmente, en una jungla.
Había perdido la cuenta del tiempo transcurrido en mis devaneos cuando comprendí que era justo el momento de tomar una decisión y la tomé sin titubear, aunque las musarañas me nublaban la vista.
—Ahora sí — me dije a mí mismo. Y di el primer paso.

Víctor Troncoso

Rutas Argentinas

Se me perdió una frase dentro de un libro de páginas amarillas, una edición especialmente preparada fusionando dos o tres libros de Cortazar, para el Círculo de Lectores. Yo la había separado porque cuando estaba leyendo me golpeó el alma, son momentos que pasan, no muy seguidos, pero suceden. Cuando uno es un lector empedernido se transforma como un jugador vicioso, y hay algunos días en que te sonríe la diosa fortuna y encontrás una frase que te conmociona. Hace tiempo que me dedico a coleccionarlas. Primero las recorto y luego las pego en una carpeta de frases heroicas, ¿heroicas?
Claro, porque son frases que pese a quien las haya escrito tienen la audacia de saltarme a los ojos y movilizarme, no todas tienen “la verdad revelada”, las hay sencillas, humildes, insignificantes o algunas realmente sonsas.
Cuando comencé con la manía de juntarlas, coleccionaba sólo aquellas de grandes pensadores, pero después comprendí que ya había muchos libros llenos de esas frases y que otros las usaban, muchas veces sin decir de quien eran, a gusto y piacere, aparecían mezcladas en parlamentos largos y eruditos.
Años más tarde descubrí otra que decía “vanidad de vanidades...” y esa me golpeó como un mazazo dado por un experto boxeador, entonces me decepcionaron todas las que había reunido, un día, cómo sin querer, fui a un bar del barrio de Boedo y las deje olvidadas sobre una silla. Jamás volví al lugar, no sea que el mozo o el dueño me reconozcan y quieran devolvérmelas, además lo hice con toda la intención de que alguien, más necesitado que yo, las encuentre y con ellas un tesoro. Me escapé contento por mi buena acción del día.

Las que me ocupan son otras, tienen un destino de puñalada. Ahora que recuerdo hace mucho tiempo, cuando escribía el diario de mi vida, coleccionaba frases de grandes santos, esos cuadernos deben estar guardados en alguna de mis cajas, pero también les perdí el rastro. Lo que nunca se me dio por guardar fueron las letras de canciones, (aunque pensándolo bien ya hay cancioneros de todos los cantantes), pero lo que hubiese sido útil es haber guardado las que tuvieron que ver con algún momento de mi vida, como las de cuando estaba enamorado o despechado, las que cantaba cuando estaba alegre o triste, pero uno no puede andar guardando pedazos de corazón en todos los rincones.
La frase que se me escapó ésta noche tiene que ver con otra cosa (ya no depende de si me gusta o no), no tiene que ver ni quien ni cuando se escribió, son como las cajas de sorpresas que abrís y sale un payaso y te asustás o te reís de vos mismo.

Cómo lo que me pasó el otro día cuando la palabra “carcajada” me llegó de repente y tuve que atajarme de tantas “a” sonoras, son muy fuertes, la “c” más la “a” suena como una “ka”, la jota tiene de por sí una limpieza musical sorprendente, repetir carcajada, carcajada, carcajada, me hizo descostillar de risa, reía sólo en mi cuarto sentado ante el escritorio lleno de libros, tarjetas, lapiceras y soledades, me reí tanto que terminé llorando por culpa del rebote subversivo de esa palabra, porque hay muchas que aparentan ser una cosa y luego te salen disparando una molotov en las manos. También las hay suaves, trémulas, pacíficas. Pero generalmente las que me llegan como anuncios de primavera son raras, no tienen que ver con lo que digan sino con lo que ellas quieren decir en un lenguaje íntimo y personalizado.
Por eso es que estoy preocupado: la frase que se me perdió puede no ser importante para muchas personas, pero no puedo perderla, es como perder la memoria o no acordarme del nombre de mis hijos, hay veces que las páginas comienzan a borrarse solas, a desaparecer, a evaporarse. Sé que hay tintas de mala calidad pero no es posible que me ocurra ahora cuando hay tantas cosas por descubrir, tantas vidas por vivir, intensamente.


Un día estaba abocado a la lectura de un cuento lleno de recovecos y frases ambivalentes, cuando me asaltó: “Un recodo del ombligo primordial” y entendí que si había algo por lo que yo había pasado años en esta tierra era para que en ese momento donde los cielos se abrieron y fulgurantes estrellas se abalanzaron sobre mis ojos a la velocidad de la luz, yo pudiera entender algo de la iluminación de los Budas. Cuando comentaba esta experiencia con un amigo de muchos años y de un largo recorrido en los cielos de las letras, me miró a los ojos, sonrío dulcemente.
—No entiendo— me dijo.
—Yo tampoco —le contesté, y nos abrazamos largamente, plenos, felices, transfigurados.

Hace poco que descubrí que las palabras tienen magia, tienen una fuerza interior, que transforma.

Aunque por más que lea cien veces la palabra “agua” sé físicamente que no voy a mojarme.
Pero un día me ocurrió, un día como el de hoy, cuando se me perdió una frase entera dentro de un libro, ese día la palabra agua no estaba presente pero si el vocablo “ardiendo” que tomó sentido primordial de realidad. La frase decía: “Ardiendo en fuego” y al terminar de leerlo, (era en un cancionero), comencé a sentir que algo bullía en mí, primero suavemente, luego fue creciendo hasta arder realmente, no pude quedarme quieto y salté de donde estaba sentado, me acuerdo que hice parar el transporte en el que viajábamos por una carretera larguísima e interminable en el Sur Argentino, mis compañeros también cantaban. (usábamos todos el mismo cancionero), enloquecí en el instante en que escuché “Ardiendo en fuego”. A los gritos, pidiendo que parasen comencé a empujarlos para bajar de inmediato, detrás de mí salieron corriendo, como cincuenta metros, jadeando, sin saber que ocurría.

Todos me miraban sorprendidos, seguramente pensaron que estaba loco, que me había dado otro de esos ataques de pánico que últimamente tenía, cuando se escuchó una explosión y el ómnibus completo, en medio de la más desolada de las rutas argentinas, comenzó a arder en fuego.

Víctor Troncoso

Barrio de Flores

Barrio de Flores

(Gracias, César Llanos y Oscar Rovito).


En mi estómago los minutos parecían eternos, por el tono del profesor Trimarco y de cómo iba cerrando las ideas expuestas, sabía que el timbre de las cinco menos cuarto de la tarde finalizaba otro día de clases. Formábamos en el patio de menor a mayor, de sexto grado a primero inferior y de izquierda a derecha. Luego cantábamos frente a la bandera “Alta en el cielo un águila guerrera...”
—Hasta mañana, niños.
—Hasta mañana, señor director.
—Salíamos en perfecto orden respetando la formación y la disciplina escolar. Cuando traspasábamos la puerta éramos niños que en tropel volvíamos a nuestros hogares en medio de saludos, gritos y alboroto.
A partir de ese momento comenzaba una aceleración interna donde cada momento era muy importante, debía llegar a mi casa lo más rápido posible. Caminaba desde Varela y Directorio, cruzaba la Avenida Rivadavia con mucho cuidado, hasta Yerbal y Artigas. Cuando llegaba a casa revoleaba el portafolios de cuero marrón.
—Hola mamá.— ponía el guardapolvo sobre la cama. —Sí, me fue bien.— dejaba los zapatos en el botinero y me calzaba unas zapatillas blancas muy cómodas. —Después hago los deberes, son poquitos.— me sacaba la corbata, la camisa. —Prendé la radio, por favor, mami.—
Y me sentaba muy serio en el comedor diario, la mesa estaba cubierta con un mantel de hule a cuadros azules y blancos, mi madre ya tenía preparado un vaso de leche con cacao y comía algunas rodajas de pan con dulce casero de naranja. Detrás del flequillo que me caía sobre la frente entrecerraba los ojos y en la próxima hora no hablaba con nadie, era lo más importante de mi día.

Durante ese tiempo no se andaba en bicicleta, las chicas de la familia García no patinaban, las hijas del panadero no paseaban a su mascota, ningún chico quería salir a jugar. A unas pocas puertas de mi casa, vivía Elena, sus ventanas estaban siempre entreabiertas y las cortinas agitadas por el viento dejaban ver los suntuosos muebles finos, la mesa del comedor era de roble oscuro, haciendo juego tenían un tocadiscos y radio, los parlantes estaban forrados en tela ocre, los fines de semana escuchaban música clásica, su mamá era profesora de piano y muchos de las niñas del barrio estudiaban con ella, pero las clases comenzaban generalmente después de las dieciocho, puntualmente a esa hora salía con sus rubias trenzas a la vereda. Nuestros padres estaban trabajando y muy pocos volvían temprano a su casa, por lo tanto no estaban enterados de lo que estaba sucediendo.
Todas las tardes ocurría un milagro, ninguno de los chicos queríamos salir de nuestras casas. Algunas de las madres aprovechaban la paz reinante para lavar o preparar la ropa que deberíamos usar al otro día, otras nos acompañaban en silencio. La apacible vida de Flores se veía afectada de manera singular.

Los tambores retumbaban en la sala y se perdían por la ventana. El barrio entero se poblaba de animales exóticos, desde una casa se podían escuchar el grito de Chita y los aullidos de los monos, en otra el rugido del león, en la más lejana bramidos de elefantes.
Los gigantescos árboles se balanceaban peligrosamente e inundaban de sonidos extraños trayendo voces de pueblos lejanos; danzas de hombres con caras pintadas en rojo sangre o de puntos blancos y negros dibujados en las fuertes espaldas de los nativos del lugar, rumores de civilizaciones perdidas. Ríos de pirañas y combates permanente por la supervivencia. Había olor a peligro, Tantor bramaba. Por algún genio malhadado estábamos todos a punto de perecer cayéndonos a un lago infectado de cocodrilos. Una tribu enemiga irrumpía con torvas intenciones, los malos se complotaban haciendo mil embrollos y trapisondas.
Pero el sonido de la salvación llegaba partiendo del mismo corazón de la selva, rebotaba en los pulmones, amplios y generosos, y resonaba en una garganta privilegiada que unía a la fauna, la flora y a los hombres buenos del lugar en un gesto de libertad, la oscuridad se disipaba, las huestes del mal se rendían y de árbol a árbol, volando por los cielos de la selva, para salvarnos, llegaba Tarzán.

Víctor Troncoso

viernes, 8 de febrero de 2008

CUIDAR DETALLES

Miro el entorno donde me senté a escribir y me reconozco, no en este tiempo, sino cuando recién lo habitaba, muchos años atrás. En ese entonces la cocina era mi favorita y acá pasaba gran parte del día. Hoy todo cambió, cada rincón tiene su encanto, ando como un gato paseando mi osamenta por todos los ambientes, plena dueña de mi casa, y cuido los detalles de cada lugar.
Cuidar los detalles para mí, no significa sacar lustre. Eso se lo dejo a los vanidosos. Encontré la razón perfecta para no exigirme la excelencia, la vanidad y el brillo van de la mano y no tengo nada que ver con ninguno de los dos. Cuidar los detalles es dotarlos de calidez, el polvo que se pueda acumular sobre los libros de la biblioteca pertenece a otro orden al que soy ajena. Y digo, el polvo forma parte de la naturaleza y la naturaleza me fascina. Recorrer lugares, encontrar un pino enmarcado en un fondo de agua de río. O caminar a la orilla del mar temprano en la mañana mirando el horizonte brillante de sol.
Digamos que lo que más me cuesta es cuidar los detalles en las relaciones con las personas, sobre todo porque también despenden del humor de los otros, pero con buena voluntad y tolerancia se puede lograr, cuidando los detalles.


Cristina Scarlato
Abril de 2005.

viernes, 1 de febrero de 2008

Madrugada de miércoles, se despierta. Un ligero olor a muerto le sube por la nariz. Acaba de soñar con un choque. Un auto rojo y otro gris con chapa terminada en dos. Escuchó los gritos, el golpe seco, el ruido de los vidrios. Con sus ojos cerrados pudo ver como los cuerpos eran mordidos por las llamas después de la explosión.
Se levanta aún cuando le tiemblan las piernas, enciende un cigarrillo en la oscuridad, una transpiración helada lo recorre. Trata de recordar alguna seña particular, un nombre dicho, un apellido en el carnet de conducir caído, pero nada.
Sale al balcón a respirar frío —está casi desnudo—, en el camino bebe lo que encuentra en la cocina. Fue un sueño, sólo un sueño, se repite, mientras lo afirma la cabeza. No se vuelve a dormir, aunque se acuesta.
Debería ir por ayuda, lo sabe, pero al último psicólogo lo dejó hablando solo ¿Qué podía saber ese niño de veinte años sobre la proximidad de la muerte? Con el psiquiatra se entendía mejor, pero odiaba mantener dependencia con cuatro pildoritas. Así como se tacha la doble en la generala, tachó al psiquiatra de su vida. Pero hace días que sabe que necesita anestesia. Mira hacia arriba , parece que el techo va a aplastarlo. La niñita del choque abrazaba una muñeca. Amanece. Las tibias lágrimas le mojan el cuello, caen sin límites, es en vano intentar limpiarlas.
Quiere permanecer digno, pero no aguanta, busca un abrazo dónde aferrarse, no lo encuentra. Quizás mañana busque, de entre todas se detendrá en la menos piadosa, elegirá la peor. Necesita caricias y, a la vez, lastimarse.
Miente, es un gran mentiroso, sonríe, canta, compra alpiste, riega las plantas. Habla de la esperanza. Hace planes....
Se junta con sus amigos. Ante todos mantiene la mirada oblicua para que no lo encuentren.
Vuelve a su casa, se mira desnudo en el espejo, se ve viejo, indeseable. Escribe.
—Salvajes. Demoledores, tus textos son demoledores, flaco, me arruinan el día. —Dijo su amigo Carlos, mientras bebía una cerveza caliente en una pizzería pobre de la avenida Rivadavia.
Es sábado al mediodía y en la televisión muestran con lujo de detalles el choque entre un auto rojo y otro gris, con chapa terminada en dos, ocurrido hace una hora en la ruta. Dos familias calcinadas. Él desde la silla mira el televisor, apura el sorbo, saca dos billetes del pantalón, saluda a su amigo con un gesto en silencio, otra vez no pudo hacer nada.
Trata de cansarse para desmayarse en las sábanas, pero sueña, le llueven certezas, lástima que nunca pudo afinar esa sintonía con la quiniela.
Deja de ver a sus amigos, está demasiado vulnerable, se le nota. Corre el cuerpo, de todos lados, dice que tiene mucho trabajo.
Todo lo lastima. Actúa como cuando era niño y su padre levantaba la mano, él corría el cuerpo, anticipando el choque de su cara con la bofetada. Conocer de memoria los acontecimientos lo hicieron algo sabio.
Pasan los días, no duerme, no come, se queda mirando el aire. No entiende por qué ve lo invisible. No entiende por qué siente tan hondo. Le duele estar solo.
Carlos llama por teléfono, él no contesta.
Cansado de no encontrarlo, Carlos pasa por el trabajo.
—Estás flaco, ojeroso, ¿estás escribiendo?
—No, ya no escribo más.
Miente, escribe, puntualmente. Hay días en los que se siente valiente, toma coraje, revisa su bolso y lee sus cuentos, nunca ha podido pasar de la segunda hoja.

María