miércoles, 30 de abril de 2008

"Era preferible mirar cómo la luna... "J.J.SAER

…filtraba su luz entre los pinos y abetos, que reinaban solitarios ahora en el amplio parque abandonado; escuchar cómo algún pájaro lejano piaba añorando a su compañera perdida, tal vez por su propio gusto y decisión, cansada de vivir siempre lo mismo; percibir cómo el rumor del viento traía un aroma húmedo con reminiscencias de mar y de caracoles aplastados en la orilla, buscando algunos que no estuvieran rotos para hacer la mesita ratona de sus sueños, con divisiones ahondadas en la madera bajo el cristal; advertir cómo uno a uno mis pasos suenan a estruendo sobre las amarillentas hojas, mientras tarareo bajito una melodía nueva y distinta, hoy y aquí; a tener que pensar en ese único y real instante en que dijiste adiós.



Cristina Scarlato

jueves, 24 de abril de 2008

EL JUGADOR

Se vistió con el mismo traje del día anterior. La habitación del hotel no estaba calefaccionada, pero él no tenía conciencia de eso, su mente vagaba lejos.

El frío de la calle lo volvió a la realidad. No llevaba abrigo, sólo una chalina le colgaba de los hombros. Sin embargo, llegó al casino caminando despacio, como si la noche invernal no lo perturbara demasiado. Se dirigió a las cajas y de ahí a las mesas de ruleta.

Frenéticamente, acumulando aciertos que asombraban a los otros jugadores, fue colocando las fichas unas tras otras. Al cabo de casi dos horas de juego había reunido una gran cantidad y al guardarlas en los bolsillos, sus dedos tropezaron con el sobre que le habían entregado el día anterior. Con gran esfuerzo, superando el dolor, fue a cambiar las fichas, pero la empleada en la ventanilla le indicó una puerta a la derecha. La miró sin comprender y ella insistió con el gesto.

Le entregaron un abultado sobre. Recordó el otro y salió rápidamente del lugar.

La calle continuaba fría y solitaria. Ya en la habitación del hotel, guardó el dinero en un maletín de cuero negro. Una vez cerrado, introdujo la llave en un sobre en el que escribió un nombre y lo dejó en la mesita. El que guardaba en su bolsillo lo echó en el cesto de metal y encendió un fósforo. Mientras observaba cómo las pequeñas llamas consumían el papel, se sirvió un whisky, llevó el vaso a sus labios, vaciló unos momentos y lo volvió a depositar en la bandeja. Tomó el arma que estaba a un costado y disparó justo dentro de su boca.

Cristina Scarlato

martes, 22 de abril de 2008

Abelardo

Cada hombre lleva una habitación dentro de sí.
FRANZ KAFKA

Abelardo se levantó muy seguro y lo vi salir del bar en silencio. Yo traté de permanecer sentado todo lo posible. Cuando el gallego dio la señal de que me largase pude llegar a la puerta. No estaba en una de mis mejores noches, pero me sujeté al picaporte hasta que mi respiración se normalizó y mi sentido de ubicación en el espacio le ordenó a uno de mis pies que diese un primer paso. Sonreía, estaba conciente de lo ridículo que es hacer el ridículo, y sonreía como un pobre imbécil. Tenía la camisa fuera del pantalón, camisa que un día había sido blanca y planchada; no se dónde fue que me saqué los zapatos pero los llevaba en la mano, había viajado una vida entera metido en un colectivo que terminó su recorrido junto a las vías de un tren suburbano, el sol me lastimaba los ojos y tuve otra vez que marchar por las cuadras recién amanecidas con olor a sebo. Abelardo se había llevado, sin saber, ciertamente una parte de mi vida, una serie de desencuentros e infortunios. Tendría que estar feliz, me dije, por fin la libertad. Cuando uno se acostumbra a llevar grilletes, después los extraña. Saberme así, desnudo, sin máscara, sin carga, sin excusa, exhausto...
Creo que cuando desperté habían transcurridos tres largos días, tenía un aliento de muerte, una terrible jaqueca, y un vacío importante en el alma. Me desnudé para bañarme y olí mi calzoncillo con una semana de trajín, tuve ganas de vomitar de nuevo, pero ya no había nada en el estomago, sólo unos fuertes retorcijones que me daban calambres. Busqué agua en una canilla abierta hace días y tomé con la sed de un camello. La legión extranjera no me daría ninguna condecoración, las madres no me tomarían como un buen partido para sus hijas, ni mis hijos estarían orgullosos de su padre, pero estaba luchando por mantenerme derecho.
En la ducha, el agua fue como un baño iniciático en el Ganges, volví a sentirme vivo. Mientras me secaba, encontraba moretones, rasguños, pequeñas heridas de las que no tenía noticia pero el cuerpo hablaba. Habría estado inconsciente no menos de tres días; cada vez recordaba menos lo que hacía o lo que me pasaba en esas noches blancas, sin sombras. Llegué a encontrar en los bolsillos boletos, servilletas, tarjetas de hoteles, medias, pero no recuerdos, y cada vez menos recuerdos agradables, en realidad ya no distinguía qué era bueno o qué otra cosa. Con los días volvía a surgir como de la noche de la memoria alguna cara sin nombre, algún grito, algo retornaba apretándome el pecho y sentía miedo. Aquella tarde había podido abrir la puerta del patio interno e inmediatamente los rayos de un sol generoso iluminaron un campo devastado, el cuarto era una zona de guerra, no quedaba nada sano ni en pie. Instintivamente mis manos cubrieron mis ojos, demasiada luz me dio pánico. Algo andaba mal. Desde hace un tiempo tengo la certeza de que la cosa está empeorando, que crece silenciosa, que se esconde cuando trato de descubrirle el juego, que cambia las reglas, cada día creo entender menos. El espejo me devuelve una imagen deformada de mi cara, perdí los rasgos que conocía desde niño. Los meses tenían semanas, las semanas días, los días horas, las horas miles de momentos buenos y malos, que se sucedían interminablemente, ahora es un continuo pánico. Un disco rayado que nunca termina de saltar de surco.
Por suerte Abelardo quiso quedarse con la cosa, y me dejó con el último vaso de whisky pago; acá, sobre la mesa. (gracias Abelardo Castillo por “La Cosa”)

Víctor Troncoso

domingo, 13 de abril de 2008

Un niño

¿Cuándo dejé de ser un niño?

¿La vez que me di cuenta que mi familia era pobre y no podían hacerme la fiesta de la primera comunión?-no, sólo tuve vergüenza cuando se dieron cuenta que yo estaba espiando por la ventana de la casa de Elena la fiesta que le hacían a ella.

¿Cuando una maestra del colegio me compró un par de zapatos con dinero de la cooperadora?-no, me pareció un hermoso gesto de una maestra que me quería mucho.

¿La vez que me salvé de ser atropellado en un sulki?-no, no tuve tiempo, el reto de mis padres y la desesperación de ver cómo había quedado el caballo no me lo permitieron.

¿El día que encontré sobre la copa de un árbol en Plaza Flores, envuelto en una bolsa de plástico, un feto? –no, no entendía cómo había llegado hasta allí, ni de dónde salía ese pequeño niño en una rama de un árbol, pero recuerdo el olor a podrido y las hormigas que subían enloquecidas por el tronco.

¿Cuando murió mi papá y yo tenía once años?-no, pero me dolió cuando vendieron el triciclo de reparto, color verde, donde llevaba los platos que vendía en la Feria Municipal.
Mis tías no confiaron en que yo podría seguir con el puesto y nos tuvimos que mudar a la casa de unos tíos, en un barrio alejado de la ciudad.

¿Cuándo me pasaban cosas en el cuerpo y tenía muchísimas preguntas y nadie a quién consultar?

¿Cuándo me di cuenta que había crecido desparejo, demasiado serio, demasiado triste, demasiado solo?

¿Pero dónde, en qué lugar, en qué momento dejé de ser un niño?

Me estoy afeitando con mucho cuidado, trato de no cortarme y de marcar las patillas parejas.
Tengo unos pelos en la nariz que necesito arrancar, también las pestañas rebeldes.
Los dientes no están blancos como cuando era un niño, pero siempre sufrí por ellos.
Amigos que hace muchos años no me veían, dicen que conservo la misma cara, pero para mi es normal, desde siempre la llevo a todos lados.
Pero no pasa todo por allí, el problema son los ojos.
Esos profundos ojos cansados, que no dejan de mirarme.

Víctor Troncoso

La casa tenía dos ventanas sobre la avenida

En aquellos tiempos de pequeñas lámparas amarillas, una caravana de carros llegaba a Palermo desde el bajo Flores, en busca de la basura domiciliaria.
En el jardín de mi casa había de un lado un limonero, y del otro un rosal que mi abuela María cuidaba de nietos y hormigas devastadoras.
Por las tardes jugaba con los chicos de la cuadra, corríamos dando vueltas a la manzana persiguiéndonos como indios y vaqueros; después, lavado y peinado en la puerta de calle, esperando que papá regresara del trabajo, eso era una fiesta..., mi madre orgullosa sonreía ante las vecinas.

Ese día era 8 de diciembre y por la mañana habíamos tomado la Primera Comunión.

En la casa de mi vecina Elena, llegaron parientes de distintos lugares, algunos con autos, pero uno vino con un sulki, fuimos a verlo y nos admirábamos del carruaje, de la pintura, de las enormes ruedas, de las correas de cuero, de los botones de bronces lustrosos. El caballo se dejaba tocar mansamente, refunfuñando a veces, porque quería más de los pancitos de azúcar, que le daba Robertito, el hijo de la planchadora.
La casa iluminada a pleno, los ventanales abiertos, me dejaban ver todo lo que sucedía en el comedor de Elena. Ella estaba hermosa.
Por la mañana y mientras llegábamos a la parroquia había llovido torrencialmente, mojando el amplio vestido de comunión, pero sus tías acondicionaron perfectamente la tela de raso blanco con un enorme moño en la espalda. Sus medias cortas con volado se reflejaban en los zapatos de charol negro. Tenía puestos los guantes, en una mano el rosario de nácar entrelazando al libro “Recuerdo de Mi Primera Comunión” y en la otra, una bolsa de seda con las estampas que repartía a todos los invitados. Ellos agradecidos, besaban sus cachetes y repetían a coro:
—¡Estás preciosa— o —¡Parece una novia!— y volvían a besarla, dejando en su mano un billete prolijamente doblado que Elena guardaba en su bolsa, sonreía por enésima vez y salía corriendo a avisarle a su mamá cuánto le había regalado su tía Pepa, cosa que incomodaba a su madre –pero no te hubieras molestado, Josefa querida— decía, y su voz tenía un tono a fanfarria. Los hombres vestían de riguroso traje, camisa blanca y corbata.
El Sulki se había convertido en la atracción de la cuadra. Jugábamos, subiendo y bajando del carruaje. Mis padres me hicieron entrar. La avenida Juan B. Justo era muy transitada y peligrosa, sobre la esquina de Bahía Blanca se sucedían choques espectaculares, como cuando volcó un camión con sifones y medio barrio fue a juntar envases tirados en la avenida, hasta que a alguien se le ocurrió mojar a otro y se armó un carnaval improvisado que ni la policía pudo parar ante la mirada atónita del camionero.

Escuchamos los frenos de un automóvil y un fuerte impacto sobre la puerta de mi casa. Salimos corriendo para comprobar que el pobre caballo, boqueando, trataba de escapar de un revuelto de maderas rotas y correas que lo sujetaban a un pescante ya inexistente.

Yo estaba pálido de miedo, para mi la fiesta había terminado.

Víctor Troncoso

Ella

“Lo de Irene, me había devastado.
La primera semana la extrañé pero hice todo lo que había dejado de hacer en años; fui varias veces al cine a ver cualquier porquería, si tenía mucha sangre y tiros: mejor; me revelé contra las películas con contenido social o intelectual; algunas noches caminé por San Telmo, tomé un par de chops de cerveza helada con maníes sentado en los bares de la plaza; y volvía tardísimo a casa.
En todo ese tiempo no encendí la televisión. No vi la novela de las veintidós porque sabía que viendo lo mismo que yo en otra cama, con otro amor, estaba ella.

Después de una noche durísima donde la soledad me atravesaba el alma como un puñal, decidí darme otra oportunidad. Tuve muchas dudas al principio, porque jamás había pagado... por afecto, hasta esa noche, en que me sentí tan sólo.
La excusa perfecta era un poco de compañía, algo nuevo en mi vida, ya no quería compromisos a plazos fijos, un dar para que me den y después el reproche por poco o por mucho, que la sofocaba, que la dejaba sola, que me hacía el duro o quince minutos después que era muy blando y la misma cantinela.

Cuando fui a buscarla, —a las diecinueve horas, no venga tarde, porque tengo muchas cosas que hacer—, estuve puntualmente.
Y allí, timorato, nervioso, como quien tiene cita con un traficante de armas o con un diller de drogas, estaba yo: vestido con una campera de jean, pantalón verde safari y mis viejos borceguíes marrones. Pasé a un recibidor sombrío del primer piso, el olor penetrante a humedad, el calor, y la poca luz ambiental, hicieron que quisiese salir corriendo. Había encontrado la dirección escondida sutilmente entre otras páginas de Internet (aunque es ilegal, no está tan oculta como para no poder hallarla). La pista me la había dado un compañero de trabajo, seguramente, al verme tan deprimido pensó que lo mejor era que yo tuviese como él, una aventura apasionante.
—¿Por qué no?— me dije.

Soñé que se llamaba Alba, por su piel, por la certidumbre de que con ella comenzaba un nuevo tiempo en mi vida.
La primera noche que pasamos juntos, durmió acurrucada en mi cama de dos plazas, con los días fue tomando confianza. No dejaba de hablarle de esto o de aquello y aunque había nacido en el Amazonas nos entendíamos a la perfección. Volvía a casa decididamente rápido para verla, para estar con ella. Mirábamos la tele en silencio. Yo veía todos los partidos de fútbol que no había podido ver en años, sin problemas. Cenábamos frugalmente y nos acostábamos, ahora extendidos uno al lado del otro, oliendo nuestros cuerpos, respirando el mismo aire.

Una noche sentí frágil, su beso húmedo, poseyéndome”.


La Policía Federal halló éste escrito en su computadora.
El diario Crónica 6ª edición titulaba en letras catástrofe: “BOA SE COME HOMBRE”


Víctor Troncoso

miércoles, 9 de abril de 2008

ANTES DEL AMANECER

Entredormida escuchó voces y sirenas. Pensó que eran parte de una pesadilla, pero ya con los ojos bien abiertos, el ruido seguía inundando la habitación. Asomada al balcón, la sorprendieron interminables caravanas de automóviles y cantidad de personas caminando en grupos ¿Qué estaba sucediendo?

Buscó informarse en la radio, pero no lograba sintonizar ninguna emisora. En un giro del dial alcanzó a escuchar una frase: “….conservemos la calma, quizás todavía… y la transmisión se cortó por completo. Recurrió al televisor. En la pantalla, un cartel se repetía en forma rotativa: “Un meteorito de grandes dimensiones se acerca velozmente en dirección a nuestro planeta. Los observatorios internacionales coinciden en afirmar que el impacto se producirá antes del amanecer…” No pudo continuar con la lectura. Un dolor agudo en el pecho la desplomó en el sillón. Con manos temblorosas tomó el teléfono, pero fue en vano, la línea estaba muda. Se agolparon en su mente recuerdos de momentos vividos, los rostros de los que no podría volver a ver. Miró el retrato que le sonreía desde la mesita, su madre se había despedido de la vida un año atrás. Calzó unas chinelas y un abrigo y salió a la calle. Si algo tan terrible estaba por suceder, la gente allá afuera sería su compañía.

Caminando sin rumbo, tropezó con alguien que la abrazó, al mismo tiempo que un gran resplandor atronaba el espacio. A su lado y sonriéndole, la sostenía con firmeza su madre.



Cristina Scarlato

miércoles, 2 de abril de 2008

Mi destino era otro

Mi destino era otro, pero mi exótica belleza alteró el futuro.
Una mañana tibia de marzo, cerca del río, un hombre me vio cerca de mi madre; en silencio, con astucia, aprovechó el descuido. Me tomó por detrás y aunque Dios sabe que luché, mis fuerzas fueron pocas. Cesé aquel día arrollada en una bolsa de arpillera negra y dentro de un baúl.
Venderme era delito, allá, del otro lado de la frontera y aquí, pero el manojo de billetes entregado para ignorarme, sería recuperado con mi comprador final.
Él me eligió de entre todas, no sé si fue mi piel, mis ojos penetrantes o la erección que lo perturbó cuando su mano estuvo a punto de tocarme.
Ya era de noche, otra arpillera negra me cubrió. Otro fue el baúl que me transportó. Me llevó directamente a su cuarto. Me cargó con facilidad, cuidado y cautela. Entre sus brazos subí las escaleras, fueron diecisiete escalones, en el quinto trastabilló. Abrió la puerta del cuarto, con una llave y la volvió a cerrar del mismo modo.
Cuando me dejó a los pies de su cama para prepararme un lecho, lo miré, sin emitir sonido alguno pero jurándole sentencia de muerte. Mi mirada le produjo un ligero temblor, pero lo olvidó con la fascinación de contemplarme. No debí parecerle peligrosa, ni con deseos de escapar, porque me dejo allí sola. Cuándo se marchó, recorrí el cuarto...
Los primeros días cuando entraba a la habitación sus pasos eran temblorosos algo vacilantes, pero creo que lo hacia para no asustarme.
Yo dormía del lado izquierdo de mi lecho, pero la cuarta noche aprovechando el frío, subí a su cama. El no se enojó, por el contrario, le agradó sentir la cercanía de mi cuerpo al suyo. Traté de no molestarlo, pero fueron sus piernas rozando mi cola las que me dieron piedra libre a la proximidad.
El se quedaba dormido mirando mis brillantes ojos verdes Poco a poco con el trascurso de los días fui tomando valentía hasta que mi cabeza descansó en la misma almohada junto a la suya. A mí también me gustaba mirarlo, tenerlo tan cerca que sólo un hilo de seda era el límite que nos separaba El tensaba su cuerpo. Sus músculos se parecían a la cuerda de un arco a punto de explotar. Gemía cuando mi lengua rosada, áspera y zigzagueante rozaba su piel. Yo permanecía inmóvil, extraña, algo torpe.
Algo le debe haber resultado raro en mí, no sé que pudo haber sido, porque una mañana a plena luz del día, me volvió a cargar entre sus brazos (aunque esta vez mi peso era otro), para llevarme otra vez al baúl y ante un hombre de guardapolvo que me hizo una serie de análisis.
Al tercer día de permanecer en ese sitio lleno de asepsia, él llamó, -reconocí su voz del otro lado del teléfono-. Preguntó si yo estaba bien, y por mi sangre.
El de guardapolvo contestó que yo estaba bien, que mi sangre no tenía problemas, fue allí, que él quiso venir a buscarme, me extrañaba, pero el hombre de guardapolvo le contestó que era imposible, porque yo no me estiraba junto a su cuerpo para amarlo.
Es verdad yo quería obedecer a mis instintos. Limpia, silenciosa, tomarme el tiempo.
Disfrutar con cada trago, el sabor de la palabra cumplida y reptar hasta la selva.

María

Yo y él ( ejercicio)

Nací el año de la luna roja, por descuido de un hombre, el día de los muertos. Aprendí a leer antes que caminar. Hablo portugués y francés, olvidar no sé.
Sé dejarme morir y reír.
Oigo pensamientos ajenos como la lluvia que escucha al viento y no lo cuenta.
Puedo irme lejos, sin embargo mi mundo a veces limita en un rostro que me ignora. Las paredes me asfixian. Cuando recuerdo aquel miércoles, siento que mis huesos deberían haber llorado hasta secarse, entonces me hundo y soy una roca a la que los lobos le aúllan.
Voy por el tiempo, lo hago lento, con los brazos en cruz.
Sé acariciar bandoneones, los extiendo como si fueran alas, me vuelvo azul, misterio.
Cuando cruce esa puerta, me desdoblaré, seré el que no pude ser por torpeza, y también el inevitable que combatió en mi sangre desde que nací. Mis manos serán las mismas pero mis huellas otras. Traspasaré el umbral, me quebraré como el hielo, un leve sonido a grieta desgarrada marcará el segundo exacto.
Cruzó el umbral, dobló en la esquina, tenía una cara sin pasado, sin marcas de haber reído o llorado, tenía ojos de pez, miró como si no mirara, porque todo lo que veía ni siquiera sería recuerdo. No tuvo registro de nada ni de nadie, salvo su propio cuerpo. Habló, usó sus palabras -cuchillos curvos, filosos- como si fuesen silencio. Los pequeños gestos que lo delataban, los regalaba, porque ya no le servían. Los perros le huían, el circo decidió no instalarse por su presencia. Ningún gorrión hizo nido en su cuadra.
Fue al bar, pidió un whisky, apenas lo bebió, al salir caminó hacia la izquierda, entró a un hotel de mala muerte, pagó veinte pesos por una cama con pulgas. Se acostó vestido, transcurrió empapado de sudor, se levantó con la ropa adherida a la piel, parecía desnudo.
No salió ileso de las sábanas.
Caminó con paso imperturbable, se ocultó de los diamantes que caen del cielo y de la felicidad. Se acerca, viene por mí, fatal, certero, como una bala.

María
*Nota: para hacer el comienzo, usé la estructura de un texto que me encantó, de Antonio Di Benedetto. A partir del cuarto renglón sigue por sus cauces naturales.