viernes, 21 de noviembre de 2008

DESPEDIDA 2008

Escenario, luces y sonido, impecables. Los participantes, elegantes y de buen humor, nos fuimos ubicando, unos y otros, interrumpiendo algunas charlas simultáneas, iniciadas al unísono, para volver a retomarlas una vez que los recién llegados hacían su saludo y desde el punto en que habían quedado. Las cabezas giraban hacia uno u otro interlocutor y asentían, pretendiendo estar al tanto de lo que cada uno expresaba. Nerviosismo lógico de los que, ante la inminencia de su aparición allá arriba, entre micrófonos, tendríamos que leer nuestros trabajos.

Ascender por la escalera lateral, no fue mucho más tranquilizador que hacerlo por la del frente, ambas estaban peligrosamente desbarandadas, para las abuelas y las no tanto. Los muchachos y los no tanto, suplieron esa falta con esmero, brindándonos su mano gentil.

Cada lectura, recibía su aplauso y renovaba el entusiasmo de los que le seguían en orden. Hubo un intervalo, enriquecido por un virtuoso solista de guitarra y tres fragmentos de bellas melodías. Fue una velada cálida, solidaria, entretenida y variada. Los alumnos de guitarra, junto a sus profesores, coronaron la programación con un popurrí de acertadas interpretaciones. Por último, recibimos nuestros diplomas de concurrentes al taller, como jóvenes estudiantes recién egresados. Gracias, gracias a los que dispusieron y llevaron a cabo esta muestra. En especial, a nuestra profesora, Marisa Cucullu. Creo que mi sentimiento es compartido por todos.

¡Hasta el año que viene!


Cristina Scarlato

miércoles, 19 de noviembre de 2008

TINIEBLAS...

Mis pasos me van llevando despacio, no puedo ver un metro más adelante. Todas esas tontas ilusiones, hoy parecen formar parte de un cuento leído de pequeña, conservado en mi memoria para siempre. Luces difusas, me dicen que la niebla aumenta, a medida que avanzo.

Su cabeza inclinada, su pelo rubio encanecido, tan cerca de mis manos, y sin embargo, tan lejos ya de mi propia vida. Lo miré largamente y no pude decirle nada, yo nunca había tenido un lugar en su corazón. La mujer a quien él había amado, acababa de morir. Dejé caer mi cuerpo, agotado por el esfuerzo, en una de las sillas. Aguardé a que desfilaran todos los que querían dar sus condolencias y luego, tomando de la mesa una de las tarjetas, salí a la calle. Las tinieblas me envolvieron. Y acá estoy, caminando sin rumbo, en mis ojos, el fuego abrasador de lágrimas que no se deciden a salir. Tropiezo con algo y miro hacia abajo. Apenas se ven, de chiquitos que son: dos, tres, ¿cuatro? La madre se acerca y me huele desconfiada, “¿esta extraña será de ayuda?” Con mucho cuidado, los tomo en mis brazos, ella me sigue de cerca. Llego hasta la esquina y casi no veo la de enfrente, supuestamente ahí tendría que estar la veterinaria. Los miro, desvalidos, hambrientos y me veo a mí misma, así me siento. Cuando cambia el semáforo, cruzo y la perra detrás. Ambas entramos al local y entre las dos, decidimos un futuro en común.


Cristina Scarlato

lunes, 17 de noviembre de 2008

AQUEL DÍA

Mirando el cielo
aquel día
parecíame ver
un fondo de mar azul
El oeste presagiaba tormenta
pájaros rodaban como peces
en el aire enrarecido
pájaros
que no lograban orientarse para huir del vendaval
Algo
condicionaba su vuelo
Algo
los impulsaba a una loca carrera
sin rumbo
ni respiro
Pude comprobarlo
cuando en plena claridad
la bandada desapareció
dejándome absorta
en el vacío.


Cristina Scarlato

sábado, 15 de noviembre de 2008

El Hombre

El Hombre

“Y en tu simple magia de malvón quedó mi corazón de pibe que ayer fui”.
Marta Pizzo

El hombre dejó de leer, cerró el libro, desmontó sus anteojos, buscó con su mano derecha una pequeña franela que acostumbraba llevar en el estuche y, mientras repasaba sus lentes, su mirada se perdió en la ventana del recuerdo. Desde que era un niño, había aprendido un par de trucos, uno era respirar profundamente y creer que estaba en otro lugar, un sitio lleno de palmeras y gente feliz al lado del mar, el mar suave y tranquilo al atardecer, pero esta vez, por más que lo intentara, no había dado resultado. El otro truco, era mucho más difícil; tenía que visualizar la ingestión de un líquido azul mientras respiraba, como cuando era un bebé y que, mágicamente, lo transformaba en invisible; nadie lo podía ver ni escuchar, él tampoco los quería escuchar.

Cerró profundamente los ojos, pero nada... los volvió a abrir, fue en busca de un vaso refrescante de agua, el café siempre le dejaba la boca pegajosa y un gusto pastoso, el paso del líquido frío fue un placer para su garganta y le sirvió de sosiego para su alma, sus ojos se humedecieron de nostalgia; los viejos malvones, le perfumaron la memoria.

—Albertito, mi amor, andá a llamar a papá, decile que venga rápido.

—¿A dónde, mamá?

—Al bar de al lado, está con los amigos.

—No va a querer venir, ma.

—Vas y le avisás que la comida está servida.

—Se va a enojar mucho.

—Vos hacés lo que yo te digo.

—Bueno, voy total...

—¿Total qué...?

—Magnesiano, mamá.

En el barrio de Flores, Yerbal 2536 era algo más que una pequeña puerta al lado de la Galería, y por ahí transitaba la vida misma. Un largo pasillo, conectaba a los habitantes de los cinco departamentos con la calle. Rosa, era la vecina del departamento “A”, la más antigua de la vivienda. Frente a su puerta y contra la pared, tres macetones de boca ancha, de unos sesenta centímetros de alto, con cuatro patas y pintados en franjas rojas y blancas (como la camiseta de Estudiantes de La Plata), colmados de malvones en flor, perfumaban toda la casa.

Albertito, salió disparado de su departamento como una flecha, durante su carrera, calculó la cantidad de mosaicos blancos y negros que debería saltar, la abertura de pierna y la altura, de acuerdo a una exacta suma de factores de riesgo; la vecina, en cada picada y frenada, se llevaba el “Jesús” a la boca y temía y temblaba, por sus amados malvones. Para él, era, mucho más complicado; detenerse justo sobre una baldosa, clavar los talones, flexionar las rodillas, milímetros antes de tropezar o reventarse la cara contra la puerta. Era un chico muy ágil, que sorteaba los obstáculos con solvencia. El problema, mucho más grave, era Jorge, su papá.




Una pequeña lámpara de cuarenta voltios, iluminaba precariamente el pasillo, pero para Jorge, era como un faro en medio de la oscuridad de un mar embravecido, su mar. Cuando llegaba, temblando, estiraba los brazos y tocaba las paredes, el reducido tamaño del pasillo le ayudaba a guiarse, en medio de sus alucinaciones. Debía sortear primero los malvones. Malvones benditos con agua de la parroquia, que Rosa, todos los días, rociaba contra la envidia de los vecinos.

Rosa escuchaba desde su cuarto, en más de una oportunidad, ante el menor tropezón o choque de Jorge, un aluvión de maldiciones y puteadas que, por lo general, la involucraban directamente. A la mañana siguiente, palita en mano, salía a emprolijar los desastres ocurridos, juntar la tierra del suelo y observar resignada algunos de sus tesoros, desflorado. Rosa los sufría en carne propia, le dolían a ella sus heridas, el mal trato, la violación. Jorge, ni se enteraba.

En el verano, la luna iluminaba el zaguán, los vecinos dejaban las puertas abiertas, para que la casa respirara el aire fresco de la noche y compartían los olores propios, comida, música, la vida misma.

—¿Vio qué gente rara, anoche, en el “C”?

—Yo, por las dudas, cerré la puerta, con la cadena de seguridad, aunque de vez en cuando la abría por el aire, vio...

—Le guardé una porción de torta del cumpleaños.

—¡Bajá la música, Antonio, me tenés podrido con tanta cumbia, papá!

El pasillo agitaba su vida en las grandes festividades, como la de Año Nuevo. Los vecinos abandonaban sus sillas y se acercaban a saludar, levantando las copas y deseando que los sueños se convirtieran en realidad.
Jorge, era el primero en salir de su mesa y llamar a los vecinos al brindis colectivo y también el último, el de más aguante; horas después seguía, buscando quién lo acompañara a celebrar, como un condenado a muerte, en su último día.

—Es un borracho perdido, pero con los del edificio es tan correcto, decía su esposa.

—Es un pesado—murmuraban, a sus espaldas, los vecinos.

La normalidad de esa familia, cambió totalmente, cuando Albertito tenía trece años. Su mamá, abnegada y silenciosa, cansada tal vez de tantas vergüenzas y promesas incumplidas, de tantas privaciones soportadas en el silencio de su almohada, se dejó morir calladamente.

Jorge, que hasta ese día había sido un libertino desconsiderado, por obra de la desgracia, entendió que su Marta había sido el amor de su vida y que nada tenía sentido; se abandonó a la bebida, tratando de calmar su sed de dromedario.
Y se fue ahogando, sin saciar jamás su locura.

Albertito se convirtió en Alberto, estudió abnegadamente y, con el paso de la vida, fue un responsable padre de familia, un profesional irreprochable, un amante esposo y un padre amoroso, tierno y comprensivo.

Después de años de terapia, comprendió que hay personas enfermas que creen aferrarse a una tabla de salvación y terminan hundiéndose en la ignominia, que su padre había vivido, toda su vida, como un payaso, que nunca había aprendido a hacer reír, a quien todos deploraban. Y que murió, en una tarde aciaga, dando lástima, bajo las ruedas de un colectivo.

Alberto volvió a abrir los ojos, a mirar por la ventana, a ver aún, la sombra de su padre perdonado.
El recuerdo de los malvones en flor, le hicieron dibujar una sonrisa, sin lástima, sin reproches, volvió a calzarse los anteojos, abrió el libro que había cerrado y releyó:

"El hombre apareció un mediodía sin saber cómo y por dónde. Fue visto en todos los boliches de IRIRARONI, bebiendo como no se había visto a nadie....."

Otra vez, se le humedecieron los ojos.


Víctor Troncoso.

jueves, 13 de noviembre de 2008

Cerrado

CERRADO

El sábado por la tarde, tenía sed. Aprovechando que sacaba a pasear a mi perro, me acerqué al kiosco de la otra cuadra, pero ante mi sorpresa, estaba cerrado. Pensé que, por el intenso calor, el dueño habría decretado su día libre o tal vez, como yo, hubiera salido en busca de un árbol frondoso, con buena sombra, en el parque del barrio. Me fui acercando, mi perro tironeaba, sabedor del camino a su libertad, sus ganas de pisar tierra, olfatear pasto, encontrase con otros caninos. Pasé volando, el cartel en grandes letras rojas decía CERRADO, eso lo entendí bien, abajo en letras azules tenía otra leyenda que no alcancé a leer, lo haría a la vuelta.
Recordé a Federico García Lorca y a su libro “Poeta en Nueva York”, donde describió lo que ocurría en tiempos del caos financiero del 29. Lorca dijo, en una conferencia, refiriéndose a su libro:”Yo tuve la suerte de ver por mis ojos, el último crack en que se perdieron varios billones de dólares, un verdadero tumulto de dinero muerto que se precipitaba al mar, y jamás, entre varios suicidas, gente histéricas y grupos desmayados, he sentido la impresión de la muerte real, la muerte sin esperanza, la muerte que es podredumbre y nada más, donde las ambulancias se llevaban a los suicidas con las manos llenas de anillos”. El kiosco de la esquina cerró. Seguramente es otro cierre, de los tantos que podemos llegar a ver, de pequeños comerciantes, cuando sus vecinos se quedan sin trabajo y no pueden pagar sus cuentas, ni alimentar los pequeños vicios de un pobre: una gaseosa, una cerveza helada, cigarrillos o caramelos para los pibes. Cuando la crisis financiera afecta a los poderosos, los que menos tienen, aquellos que son prescindibles, Se convierten en el eslabón más débil de la cadena que se rompe y eso es lo que ya empezó a pasar. Por lo menos, ya se ven las pequeñas señales, aunque se silencie en los medios de información o el aparato político no quiera hablar de ello. Algo está pasando.
Caminar por el parque, me sirve para observar y también para reflexionar, aprovechando la oportunidad de pararme sobre la tierra, mirar el cielo, tomar fuerzas. Mañana, vendrá otro día, con sus problemas a resolver, sus locuras propias, sus exigencias, con la realidad que se me cae en la cabeza, antes aún de sacar mi cuerpo dormido de entre las sábanas y llevarlo a la ducha. La televisión, me hablará de los grandes y poderosos, que hicieron inversiones en bonos de papel pintado, en pedacitos de ilusiones de colores.
Lo cierto es, que el pobre quiosquero cerró, bajó las cortinas, puso un cartel escrito a mano con un marcador de trazo grueso, rojo, para que todo el barrio sepa que se fue. ¿Habrá vuelto a Perú? Ahora que lo pienso mejor y trato de acordarme de su cara, de los gestos del viernes, cuando le compré un paquete de pastillas, de esas que te enfrían la boca y uno se ve obligado a hacer ahhhhh, y a pensar que eso es refrescante, cuando me miró y me digo ¡gracias!, yo creí que era por las monedas.

Las letras azules eran chiquitas, íntimas, para ser leídas cuando uno estaba parado en la puerta y obligatoriamente debía detenerse, cómo lo hice yo, a la vuelta del paseo.
Hay miles de cosas que, a pesar de mi edad, no entiendo.
Como la de cerrar un kiosco, relativamente bien ubicado, frente a una parada de colectivos y dejar, en pequeñas letras azules, un testamento tan terrible.

“CERRADO
por falta de afecto”.

Víctor Troncoso

Mañana

Mañana

Levanté el teléfono, su voz entrecortada.
Lo que escuché, me golpeó las pelotas.
¿Cómo es posible?, me pregunté.
No lo podía creer.
Cerré los ojos y respiré profundo, estaba harto, me pedía ayuda.
Voy a verte, le dije, y combinamos que, al día siguiente, a las tres de la tarde, nos encontraríamos en su casa, para buscarle una solución al asunto.

Esa noche, no pude dormir, la idea me daba vueltas y vueltas en la cabeza. ¿Cómo es posible?, me repetía, taladraba mi mente, me obligaba a permanecer en la oscuridad, mirando la pared que, cada tanto, se iluminaba por las luces de algún coche que cruzaba nuestro barrio, inmerso en la nada. Las cosas suceden de repente y te golpean la cara, ahora mismo, debo hablar con su madre, ponernos de acuerdo y voy dilatando el tiempo, dejando que se estrellen los minutos y las horas, desmayados en la madrugada, sin poder ni siquiera alcanzar el teléfono. Cómo explicar lo inexplicable, cómo afrontar lo desconocido, lo por venir, sabiendo que se enredó la vida para siempre. Cómo pensar que es un muerto vivo que camina por las calles, si lo escucho reír y sé que mañana lo voy a ver y me recibirá con su mejor sonrisa, me ofrecerá algo fresco o: “¿hago unos mates?” Y le tendré que decir que no, que no se moleste, que con un vaso de agua fría está bien, o lo que tenga y se vendrá con una cerveza bien helada y un platito de maníes, porque sabe que me gustan y él heredó el mismo capricho de llenar la mesa con cáscaras peladas. Seguro que, después de servirnos, ella se retirará silenciosamente y a continuación de dar vueltas y vueltas con el vaso en la mano, mientras se me mojan los dedos, tendré que mirarlo a los ojos y él ya sabrá entonces, lo que los dos no podemos ni queremos decir y mejor no decir nada y mirarnos y esperar pacientemente al otro, a que el otro venga al pie...
Cómo empezar una charla normal, sabiendo que, en su sangre, tiene vampiros que tarde o temprano le ganarán la partida (y por ahora siempre ganan), menos mal que ahora la lluvia se apiadó y golpea la ventana, rebota en la persiana abierta y se va ganando dentro del cuarto, por la misma hendija donde antes entraba un poco de aire, en este momento en que estoy ahogado y pegajoso y triste, por él. En casos cómo estos, uno debe mirar al cielo o bajar los ojos al infierno de la realidad y saber exactamente cuánto dura un día, de cuántos minutos estamos hablando, cuando decimos que cada segundo se deberá vivir a pleno, porque no hay futuro, o el mal llamado futuro ya llegó silenciosamente y nos pasó por encima. Seguramente, mañana me ponga un pantalón vaquero y una camisa blanca y él me espere en ojotas, las que trajo de Perú, las ussutas o cómo se llamen. Si ya no importa mucho, porque los sueños que navegaban mares extraños se llenaron de fenicios de guardapolvos blancos, de carceleros inyectables, de cadenas de suministros aletargadores y, poco a poco, las palabras se irán arrastrando hasta la puerta, para pasar por debajo del felpudo y perderse para siempre. Si soy consciente que, cuando lo mire, pensaré que un día me voy a olvidar de sus ojos y otro día discutiré con sus amigos, sobre si eran color cielo o de mar o de lejanía en su mirada y me dirán que era un genio, un ser de luz, con un sueño hermoso por realizar, y sonreiré largamente tocándome la barba, feliz de haberlo conocido tanto. Baby don’t cry.
Víctor Troncoso

miércoles, 5 de noviembre de 2008

LA PEBETA QUE YA NO ES...

Ahora, que los años han transcurrido, te quiero contar, casual observador de nuestra cita aquel día, el desenlace.

Ese muchacho, al que nombraste tan enamorado, finalmente fue mi marido. Nunca creí en sus palabras, porque siempre viví de cara a la realidad. Sabrás, ocasional observador, que esa perorata tierna y edulcorada, pertenece a su conocido repertorio. Aún hoy, peinando canas, las incautas caen en la red de sus fantasías. Ellas, son las flores, aman su discurso. Yo, la maceta, lo quiero tal cual es.

“No todo lo que reluce es oro” “Las apariencias engañan”, en fin, estas y otras frases históricas parecidas, te las voy a recordar, incidental observador. Para que comprendas que, para saber hay que ver el otro lado, el que, por estar oculto, no es menos verdadero, es más, en este caso es el único verdadero, mi ocasional observador, casual e incidental testigo de aquel día.


Cristina Scarlato