viernes, 21 de noviembre de 2008

DESPEDIDA 2008

Escenario, luces y sonido, impecables. Los participantes, elegantes y de buen humor, nos fuimos ubicando, unos y otros, interrumpiendo algunas charlas simultáneas, iniciadas al unísono, para volver a retomarlas una vez que los recién llegados hacían su saludo y desde el punto en que habían quedado. Las cabezas giraban hacia uno u otro interlocutor y asentían, pretendiendo estar al tanto de lo que cada uno expresaba. Nerviosismo lógico de los que, ante la inminencia de su aparición allá arriba, entre micrófonos, tendríamos que leer nuestros trabajos.

Ascender por la escalera lateral, no fue mucho más tranquilizador que hacerlo por la del frente, ambas estaban peligrosamente desbarandadas, para las abuelas y las no tanto. Los muchachos y los no tanto, suplieron esa falta con esmero, brindándonos su mano gentil.

Cada lectura, recibía su aplauso y renovaba el entusiasmo de los que le seguían en orden. Hubo un intervalo, enriquecido por un virtuoso solista de guitarra y tres fragmentos de bellas melodías. Fue una velada cálida, solidaria, entretenida y variada. Los alumnos de guitarra, junto a sus profesores, coronaron la programación con un popurrí de acertadas interpretaciones. Por último, recibimos nuestros diplomas de concurrentes al taller, como jóvenes estudiantes recién egresados. Gracias, gracias a los que dispusieron y llevaron a cabo esta muestra. En especial, a nuestra profesora, Marisa Cucullu. Creo que mi sentimiento es compartido por todos.

¡Hasta el año que viene!


Cristina Scarlato

miércoles, 19 de noviembre de 2008

TINIEBLAS...

Mis pasos me van llevando despacio, no puedo ver un metro más adelante. Todas esas tontas ilusiones, hoy parecen formar parte de un cuento leído de pequeña, conservado en mi memoria para siempre. Luces difusas, me dicen que la niebla aumenta, a medida que avanzo.

Su cabeza inclinada, su pelo rubio encanecido, tan cerca de mis manos, y sin embargo, tan lejos ya de mi propia vida. Lo miré largamente y no pude decirle nada, yo nunca había tenido un lugar en su corazón. La mujer a quien él había amado, acababa de morir. Dejé caer mi cuerpo, agotado por el esfuerzo, en una de las sillas. Aguardé a que desfilaran todos los que querían dar sus condolencias y luego, tomando de la mesa una de las tarjetas, salí a la calle. Las tinieblas me envolvieron. Y acá estoy, caminando sin rumbo, en mis ojos, el fuego abrasador de lágrimas que no se deciden a salir. Tropiezo con algo y miro hacia abajo. Apenas se ven, de chiquitos que son: dos, tres, ¿cuatro? La madre se acerca y me huele desconfiada, “¿esta extraña será de ayuda?” Con mucho cuidado, los tomo en mis brazos, ella me sigue de cerca. Llego hasta la esquina y casi no veo la de enfrente, supuestamente ahí tendría que estar la veterinaria. Los miro, desvalidos, hambrientos y me veo a mí misma, así me siento. Cuando cambia el semáforo, cruzo y la perra detrás. Ambas entramos al local y entre las dos, decidimos un futuro en común.


Cristina Scarlato

lunes, 17 de noviembre de 2008

AQUEL DÍA

Mirando el cielo
aquel día
parecíame ver
un fondo de mar azul
El oeste presagiaba tormenta
pájaros rodaban como peces
en el aire enrarecido
pájaros
que no lograban orientarse para huir del vendaval
Algo
condicionaba su vuelo
Algo
los impulsaba a una loca carrera
sin rumbo
ni respiro
Pude comprobarlo
cuando en plena claridad
la bandada desapareció
dejándome absorta
en el vacío.


Cristina Scarlato

sábado, 15 de noviembre de 2008

El Hombre

El Hombre

“Y en tu simple magia de malvón quedó mi corazón de pibe que ayer fui”.
Marta Pizzo

El hombre dejó de leer, cerró el libro, desmontó sus anteojos, buscó con su mano derecha una pequeña franela que acostumbraba llevar en el estuche y, mientras repasaba sus lentes, su mirada se perdió en la ventana del recuerdo. Desde que era un niño, había aprendido un par de trucos, uno era respirar profundamente y creer que estaba en otro lugar, un sitio lleno de palmeras y gente feliz al lado del mar, el mar suave y tranquilo al atardecer, pero esta vez, por más que lo intentara, no había dado resultado. El otro truco, era mucho más difícil; tenía que visualizar la ingestión de un líquido azul mientras respiraba, como cuando era un bebé y que, mágicamente, lo transformaba en invisible; nadie lo podía ver ni escuchar, él tampoco los quería escuchar.

Cerró profundamente los ojos, pero nada... los volvió a abrir, fue en busca de un vaso refrescante de agua, el café siempre le dejaba la boca pegajosa y un gusto pastoso, el paso del líquido frío fue un placer para su garganta y le sirvió de sosiego para su alma, sus ojos se humedecieron de nostalgia; los viejos malvones, le perfumaron la memoria.

—Albertito, mi amor, andá a llamar a papá, decile que venga rápido.

—¿A dónde, mamá?

—Al bar de al lado, está con los amigos.

—No va a querer venir, ma.

—Vas y le avisás que la comida está servida.

—Se va a enojar mucho.

—Vos hacés lo que yo te digo.

—Bueno, voy total...

—¿Total qué...?

—Magnesiano, mamá.

En el barrio de Flores, Yerbal 2536 era algo más que una pequeña puerta al lado de la Galería, y por ahí transitaba la vida misma. Un largo pasillo, conectaba a los habitantes de los cinco departamentos con la calle. Rosa, era la vecina del departamento “A”, la más antigua de la vivienda. Frente a su puerta y contra la pared, tres macetones de boca ancha, de unos sesenta centímetros de alto, con cuatro patas y pintados en franjas rojas y blancas (como la camiseta de Estudiantes de La Plata), colmados de malvones en flor, perfumaban toda la casa.

Albertito, salió disparado de su departamento como una flecha, durante su carrera, calculó la cantidad de mosaicos blancos y negros que debería saltar, la abertura de pierna y la altura, de acuerdo a una exacta suma de factores de riesgo; la vecina, en cada picada y frenada, se llevaba el “Jesús” a la boca y temía y temblaba, por sus amados malvones. Para él, era, mucho más complicado; detenerse justo sobre una baldosa, clavar los talones, flexionar las rodillas, milímetros antes de tropezar o reventarse la cara contra la puerta. Era un chico muy ágil, que sorteaba los obstáculos con solvencia. El problema, mucho más grave, era Jorge, su papá.




Una pequeña lámpara de cuarenta voltios, iluminaba precariamente el pasillo, pero para Jorge, era como un faro en medio de la oscuridad de un mar embravecido, su mar. Cuando llegaba, temblando, estiraba los brazos y tocaba las paredes, el reducido tamaño del pasillo le ayudaba a guiarse, en medio de sus alucinaciones. Debía sortear primero los malvones. Malvones benditos con agua de la parroquia, que Rosa, todos los días, rociaba contra la envidia de los vecinos.

Rosa escuchaba desde su cuarto, en más de una oportunidad, ante el menor tropezón o choque de Jorge, un aluvión de maldiciones y puteadas que, por lo general, la involucraban directamente. A la mañana siguiente, palita en mano, salía a emprolijar los desastres ocurridos, juntar la tierra del suelo y observar resignada algunos de sus tesoros, desflorado. Rosa los sufría en carne propia, le dolían a ella sus heridas, el mal trato, la violación. Jorge, ni se enteraba.

En el verano, la luna iluminaba el zaguán, los vecinos dejaban las puertas abiertas, para que la casa respirara el aire fresco de la noche y compartían los olores propios, comida, música, la vida misma.

—¿Vio qué gente rara, anoche, en el “C”?

—Yo, por las dudas, cerré la puerta, con la cadena de seguridad, aunque de vez en cuando la abría por el aire, vio...

—Le guardé una porción de torta del cumpleaños.

—¡Bajá la música, Antonio, me tenés podrido con tanta cumbia, papá!

El pasillo agitaba su vida en las grandes festividades, como la de Año Nuevo. Los vecinos abandonaban sus sillas y se acercaban a saludar, levantando las copas y deseando que los sueños se convirtieran en realidad.
Jorge, era el primero en salir de su mesa y llamar a los vecinos al brindis colectivo y también el último, el de más aguante; horas después seguía, buscando quién lo acompañara a celebrar, como un condenado a muerte, en su último día.

—Es un borracho perdido, pero con los del edificio es tan correcto, decía su esposa.

—Es un pesado—murmuraban, a sus espaldas, los vecinos.

La normalidad de esa familia, cambió totalmente, cuando Albertito tenía trece años. Su mamá, abnegada y silenciosa, cansada tal vez de tantas vergüenzas y promesas incumplidas, de tantas privaciones soportadas en el silencio de su almohada, se dejó morir calladamente.

Jorge, que hasta ese día había sido un libertino desconsiderado, por obra de la desgracia, entendió que su Marta había sido el amor de su vida y que nada tenía sentido; se abandonó a la bebida, tratando de calmar su sed de dromedario.
Y se fue ahogando, sin saciar jamás su locura.

Albertito se convirtió en Alberto, estudió abnegadamente y, con el paso de la vida, fue un responsable padre de familia, un profesional irreprochable, un amante esposo y un padre amoroso, tierno y comprensivo.

Después de años de terapia, comprendió que hay personas enfermas que creen aferrarse a una tabla de salvación y terminan hundiéndose en la ignominia, que su padre había vivido, toda su vida, como un payaso, que nunca había aprendido a hacer reír, a quien todos deploraban. Y que murió, en una tarde aciaga, dando lástima, bajo las ruedas de un colectivo.

Alberto volvió a abrir los ojos, a mirar por la ventana, a ver aún, la sombra de su padre perdonado.
El recuerdo de los malvones en flor, le hicieron dibujar una sonrisa, sin lástima, sin reproches, volvió a calzarse los anteojos, abrió el libro que había cerrado y releyó:

"El hombre apareció un mediodía sin saber cómo y por dónde. Fue visto en todos los boliches de IRIRARONI, bebiendo como no se había visto a nadie....."

Otra vez, se le humedecieron los ojos.


Víctor Troncoso.

jueves, 13 de noviembre de 2008

Cerrado

CERRADO

El sábado por la tarde, tenía sed. Aprovechando que sacaba a pasear a mi perro, me acerqué al kiosco de la otra cuadra, pero ante mi sorpresa, estaba cerrado. Pensé que, por el intenso calor, el dueño habría decretado su día libre o tal vez, como yo, hubiera salido en busca de un árbol frondoso, con buena sombra, en el parque del barrio. Me fui acercando, mi perro tironeaba, sabedor del camino a su libertad, sus ganas de pisar tierra, olfatear pasto, encontrase con otros caninos. Pasé volando, el cartel en grandes letras rojas decía CERRADO, eso lo entendí bien, abajo en letras azules tenía otra leyenda que no alcancé a leer, lo haría a la vuelta.
Recordé a Federico García Lorca y a su libro “Poeta en Nueva York”, donde describió lo que ocurría en tiempos del caos financiero del 29. Lorca dijo, en una conferencia, refiriéndose a su libro:”Yo tuve la suerte de ver por mis ojos, el último crack en que se perdieron varios billones de dólares, un verdadero tumulto de dinero muerto que se precipitaba al mar, y jamás, entre varios suicidas, gente histéricas y grupos desmayados, he sentido la impresión de la muerte real, la muerte sin esperanza, la muerte que es podredumbre y nada más, donde las ambulancias se llevaban a los suicidas con las manos llenas de anillos”. El kiosco de la esquina cerró. Seguramente es otro cierre, de los tantos que podemos llegar a ver, de pequeños comerciantes, cuando sus vecinos se quedan sin trabajo y no pueden pagar sus cuentas, ni alimentar los pequeños vicios de un pobre: una gaseosa, una cerveza helada, cigarrillos o caramelos para los pibes. Cuando la crisis financiera afecta a los poderosos, los que menos tienen, aquellos que son prescindibles, Se convierten en el eslabón más débil de la cadena que se rompe y eso es lo que ya empezó a pasar. Por lo menos, ya se ven las pequeñas señales, aunque se silencie en los medios de información o el aparato político no quiera hablar de ello. Algo está pasando.
Caminar por el parque, me sirve para observar y también para reflexionar, aprovechando la oportunidad de pararme sobre la tierra, mirar el cielo, tomar fuerzas. Mañana, vendrá otro día, con sus problemas a resolver, sus locuras propias, sus exigencias, con la realidad que se me cae en la cabeza, antes aún de sacar mi cuerpo dormido de entre las sábanas y llevarlo a la ducha. La televisión, me hablará de los grandes y poderosos, que hicieron inversiones en bonos de papel pintado, en pedacitos de ilusiones de colores.
Lo cierto es, que el pobre quiosquero cerró, bajó las cortinas, puso un cartel escrito a mano con un marcador de trazo grueso, rojo, para que todo el barrio sepa que se fue. ¿Habrá vuelto a Perú? Ahora que lo pienso mejor y trato de acordarme de su cara, de los gestos del viernes, cuando le compré un paquete de pastillas, de esas que te enfrían la boca y uno se ve obligado a hacer ahhhhh, y a pensar que eso es refrescante, cuando me miró y me digo ¡gracias!, yo creí que era por las monedas.

Las letras azules eran chiquitas, íntimas, para ser leídas cuando uno estaba parado en la puerta y obligatoriamente debía detenerse, cómo lo hice yo, a la vuelta del paseo.
Hay miles de cosas que, a pesar de mi edad, no entiendo.
Como la de cerrar un kiosco, relativamente bien ubicado, frente a una parada de colectivos y dejar, en pequeñas letras azules, un testamento tan terrible.

“CERRADO
por falta de afecto”.

Víctor Troncoso

Mañana

Mañana

Levanté el teléfono, su voz entrecortada.
Lo que escuché, me golpeó las pelotas.
¿Cómo es posible?, me pregunté.
No lo podía creer.
Cerré los ojos y respiré profundo, estaba harto, me pedía ayuda.
Voy a verte, le dije, y combinamos que, al día siguiente, a las tres de la tarde, nos encontraríamos en su casa, para buscarle una solución al asunto.

Esa noche, no pude dormir, la idea me daba vueltas y vueltas en la cabeza. ¿Cómo es posible?, me repetía, taladraba mi mente, me obligaba a permanecer en la oscuridad, mirando la pared que, cada tanto, se iluminaba por las luces de algún coche que cruzaba nuestro barrio, inmerso en la nada. Las cosas suceden de repente y te golpean la cara, ahora mismo, debo hablar con su madre, ponernos de acuerdo y voy dilatando el tiempo, dejando que se estrellen los minutos y las horas, desmayados en la madrugada, sin poder ni siquiera alcanzar el teléfono. Cómo explicar lo inexplicable, cómo afrontar lo desconocido, lo por venir, sabiendo que se enredó la vida para siempre. Cómo pensar que es un muerto vivo que camina por las calles, si lo escucho reír y sé que mañana lo voy a ver y me recibirá con su mejor sonrisa, me ofrecerá algo fresco o: “¿hago unos mates?” Y le tendré que decir que no, que no se moleste, que con un vaso de agua fría está bien, o lo que tenga y se vendrá con una cerveza bien helada y un platito de maníes, porque sabe que me gustan y él heredó el mismo capricho de llenar la mesa con cáscaras peladas. Seguro que, después de servirnos, ella se retirará silenciosamente y a continuación de dar vueltas y vueltas con el vaso en la mano, mientras se me mojan los dedos, tendré que mirarlo a los ojos y él ya sabrá entonces, lo que los dos no podemos ni queremos decir y mejor no decir nada y mirarnos y esperar pacientemente al otro, a que el otro venga al pie...
Cómo empezar una charla normal, sabiendo que, en su sangre, tiene vampiros que tarde o temprano le ganarán la partida (y por ahora siempre ganan), menos mal que ahora la lluvia se apiadó y golpea la ventana, rebota en la persiana abierta y se va ganando dentro del cuarto, por la misma hendija donde antes entraba un poco de aire, en este momento en que estoy ahogado y pegajoso y triste, por él. En casos cómo estos, uno debe mirar al cielo o bajar los ojos al infierno de la realidad y saber exactamente cuánto dura un día, de cuántos minutos estamos hablando, cuando decimos que cada segundo se deberá vivir a pleno, porque no hay futuro, o el mal llamado futuro ya llegó silenciosamente y nos pasó por encima. Seguramente, mañana me ponga un pantalón vaquero y una camisa blanca y él me espere en ojotas, las que trajo de Perú, las ussutas o cómo se llamen. Si ya no importa mucho, porque los sueños que navegaban mares extraños se llenaron de fenicios de guardapolvos blancos, de carceleros inyectables, de cadenas de suministros aletargadores y, poco a poco, las palabras se irán arrastrando hasta la puerta, para pasar por debajo del felpudo y perderse para siempre. Si soy consciente que, cuando lo mire, pensaré que un día me voy a olvidar de sus ojos y otro día discutiré con sus amigos, sobre si eran color cielo o de mar o de lejanía en su mirada y me dirán que era un genio, un ser de luz, con un sueño hermoso por realizar, y sonreiré largamente tocándome la barba, feliz de haberlo conocido tanto. Baby don’t cry.
Víctor Troncoso

miércoles, 5 de noviembre de 2008

LA PEBETA QUE YA NO ES...

Ahora, que los años han transcurrido, te quiero contar, casual observador de nuestra cita aquel día, el desenlace.

Ese muchacho, al que nombraste tan enamorado, finalmente fue mi marido. Nunca creí en sus palabras, porque siempre viví de cara a la realidad. Sabrás, ocasional observador, que esa perorata tierna y edulcorada, pertenece a su conocido repertorio. Aún hoy, peinando canas, las incautas caen en la red de sus fantasías. Ellas, son las flores, aman su discurso. Yo, la maceta, lo quiero tal cual es.

“No todo lo que reluce es oro” “Las apariencias engañan”, en fin, estas y otras frases históricas parecidas, te las voy a recordar, incidental observador. Para que comprendas que, para saber hay que ver el otro lado, el que, por estar oculto, no es menos verdadero, es más, en este caso es el único verdadero, mi ocasional observador, casual e incidental testigo de aquel día.


Cristina Scarlato

viernes, 31 de octubre de 2008

Migreñas

Migre-ñas

I

—Mamá, Mamá, ¡qué hermoso día! Tengo ganas de salir al parque, arreglate y vayamos después de almorzar a dar una vuelta, ¿querés?
— ¿La vuelta del perro? Querida, ya estoy grande para eso. ¿Por qué no llamas a Juanita y salen las dos? A vos te conviene salir con ella.
—¿Por qué mamá?
—Porque tu belleza se realza.
—¡Ay mamá! ¡Sos fatal!
—No, soy frontal, que no es lo mismo, yo digo lo que siento, no como otros, a los que tenés que entender “lo que realmente te quieren decir...”
—Sí, debe ser por eso que no te quedó ni una amiga.
—Bueno, por fin, te salió la venenosa.
—No, soy tan frontal como vos, ¿o crees que no me doy cuenta de nada?
—¿Qué decís? Yo preferí alejarme... “mejor sola que mal acompañada”.
—Y por eso te lo digo, ni los tíos nos hablan.
—No, eso es por otra cosa.
—¿Por qué?
—Por plata, ¿no ves que nadie nos avisó de la muerte del tío Pocho, el hermano de tu padre?
—¿Y adonde querés que te avisen si no tienen nuestra dirección, ni el teléfono?
—Porque ¡NO QUIEREN!
—¡¡¡NO MAMA PORQUE ELLOS NOS ECHARON COMO A PERROS SARNOSOS, POR TU SOBERBIA!!!
—¿Y qué pretendías? ¿qué me rebajara ante los señores? Ellos son los dueños de los campos y nos echaron porque nunca admitieron el amor de tu padre conmigo.
—No, mamá, vos te ofendiste y te distanciaste.
—¿Cómo te atrevés?
—Es la verdad, mamá, lo sabe toda la familia y eso no es todo...
—¿Así que la señorita de la casa tiene información condifencial?
—Hablá, desahogate de una vez.
—Mirá, mamá, no quiero seguir...
—Vos empezaste. Vos terminás.
—Lo dejamos ahí ¿querés?
—Mejor.

II

—De compras, la señora.
—¡No sabés cómo aumentaron las cosas, hija, una barbaridad!
—¿Y por qué te fuiste sola, tenías que hacer algo, o ver a alguien?
—¡Sos terrible! Si, tenía que encontrarme con un macho.
—Lo decís con sorna, mamá, pero seguro que lo fuiste a buscar, y la verdad no te entiendo, porque cuando está en casa no querés que se quede ni un minuto, todo te molesta y ahora, porque el señor está enojado y no viene, ni llama para preguntar por su hijo, salís a buscarlo.
—Lo hice por vos, porque no puedo verte destrozada y llorando en los rincones.
—¿Quién llora, Vieja?, el tinto te hace pensar barbaridades, y hasta que no volvés a meter la pata no parás, ¿por qué no nos dejás tranquilos? Ernesto debe tener una mujerzuela, por eso no se preocupa del nene, ni le importa nada.
—¿Me parece a mi, o la que tomaste alcohol ahora sos vos? ¿O te olvidás que lo volviste a echar a patadas por otro de tus caprichos infantiles?
—Y eso ¿qué tiene que ver?
—Todo tiene que ver con todo.
—Mirá mamá, desde que empecé a salir con Ernesto, te pusiste en su contra, siempre.
—¿Y que querés, que te felicite?, ¡con ese don nadie!
—Si me lo presentaste vos, o te olvidaste que vos le hablabas en el mercado, que yo era esto y que lo otro, y que estábamos solas en el mundo...
—Echame la culpa de todo, total...qué le hace una mancha más al tigre.
—No, toda la culpa no la tenés, pero todos los días estás sembrando cizaña.
—Porque te quiero y quiero lo mejor para tu vida.
—Porque querés plata, ¡decí la verdad!, querés que compre esto y aquello otro y lo de más allá, él será el padre de mi hijo, pero no es mi marido.
—Claro que no es tu marido, porque sos una ingenua y cualquier día se borra y te quedás con el pendejo, sola, para siempre.
—Por tu culpa, porque sos una rompe huevos, una metida
—Sabés, la verdad, me hartaste, ¡basta, me cansé!, cualquier día de estos me MATO.
—Chau, volvió Migré y el pobre reencarnó en una arpía.
—Vos tomame el pelo, que te vas a arrepentir toda la vida...cuando no esté...
—Vieja: hace treinta y cinco años, que te escucho decir lo mismo, se lo repetiste a papá hasta en la tumba y me lo seguís diciendo a mí, toda mi vida, ¡acabala, ya es demasiado!
—Yo estoy muy cansada, quiero ver un poco de televisión tranquila.
—¿Cómo podés, después del escándalo que armaste, sentarte a mirar la tele, lo más pancha?, siempre lo mismo en esta casa.

III

—Qué bueno que está el Rial ese...
—Si mamá, si fuera por vos, le bajás la caña, ¿no?
—Es un bombón.
—Mami, si un tipo como él me diera bola, largo todo y me voy a la mierda.
—¡Hija e’ tigre!
—Como vos, mamá.
—Fijate si hay algo en la heladera para picar, nos vendría muy bien con un traguito.
—Estoy muerta de sed.
—Mirá a Ventura.
—¿También te gusta, mamá?
—Y, también le daría...y nos paramos para toda la vida, debe tener mucha guita.
—Tenés razón, mamá, sabés que tenés razón.
—Nena, siempre tengo razón.
—Lo estuve pensando toda la tarde, sabés, que creo que te voy a hacer caso...me parece que es tiempo de empezar todo de nuevo, de renovarme, no quiero más ser la misma.
—¿Y?
—Mamá...me voy a comprar un chichuahua, como el de Moria.


Víctor Troncoso

miércoles, 22 de octubre de 2008

EL FORASTERO

El hombre llegó arrastrando los pies y se sentó a beber, casi no se lo escuchó hablar.

Su portafolios, viejo y raído, reposaba en el piso, cerca del mostrador. Dejaba pasar las horas con el vaso a la mano, a veces agitaba el aire hasta encontrarlo y bebía insaciable. Entonces, el dueño del boliche lo llenaba de nuevo, como atento a una orden predicha, un acuerdo entre los dos. De a ratos lo miraba de reojo, calculando cuándo caería inconsciente. Pensaba: “Otro borracho más para el fiado, mejor le voy cobrando ahora para no perder todo después”. Su mujer llegaría de un momento a otro, no le gustaba madrugar. Se miraba las manos, las manchas ya delataban la edad, años y años la misma rutina, sin cambio en días y noches, ¿para qué? En el pueblo, estaban habituados a entrar y olvidarse del mundo, algunos jugaban a los dados, otros a las cartas, la mayoría simplemente se ponía a tomar hasta que había que ayudarlos a llegar a sus casas; algún solidario reflexionaba: “Hoy por ti mañana por mí”. Estaba tardando demasiado, tendría que subir a despertarla. Dos años atrás llegó como de paso y se quedó. Mejor dicho, él la había hecho quedar, en cuanto la vio, se enamoró. Después, el tiempo hizo el resto; al parecer, no la esperaban en ningún otro lugar y por comodidad o gratitud, seguía ahí. Se daba cuenta de que no lo quería, pero era casi feliz sintiéndola cerca. Todo no se puede tener.

Levantó la vista, ella bajaba por la escalera distraída, arreglándose el pelo. Cuando estuvo al lado, rozó su mejilla y le dijo, como siempre: “Andá a descansar, ya estoy yo”. El la retuvo un momento, aspiró su aroma y luego se fue yendo despacio. No había llegado al primer escalón y un estampido a su espalda, lo paralizó. Al darse vuelta la vio tendida, la sangre comenzaba a rodearla. El borracho, sostenía en su mano vacilante el arma, todavía humeando.

Cristina Scarlato

miércoles, 15 de octubre de 2008

Azul Marino

Azul Marino
A María, la que rema.

Reconstruyó la chapa de aluminio grabada con láser, adherida en la pared exterior de la cápsula, interpretó la leyenda y los signos arqueológicos, las imágenes de los pequeños asteroides y minúsculos planetas. JER, ya había descifrado, en otras oportunidades, descripciones parecidas. Supo ubicarla inmediatamente, anotó en su informe; Procedencia: Rincón del Medio, en el valle del Azul. Esta civilización había podido sobrevivir, envuelta por una nube azul marino, alejada de la mirada inquisidora Del Que Todo Lo Ve (DQTLV), o de sus científicos, que estudiaban los movimientos, los mínimos indicios capaces de aportar alguna inquietud en su reino.
Cuando la trajeron a su laboratorio, estaba identificada como: INVM830.009 con detalles de conservación óptimos. JER, acondicionó el lugar y dispuso que sus ayudantes colaboraran en la tarea de reanimación y su posterior asiento en el Centro de Recuperación Criónica, se tomó su tiempo para ingresar la clave de apertura. Todo debería estar perfectamente ajustado, ya que cualquier alteración haría que se perdiese la valiosa información que venía encriptada en su cerebro del año dos mil. Siguieron el procedimiento preestablecido, en un profundo silencio, cubrieron la sala con luces bajas ocultas en el techo y ellos quedaron envueltos en una penumbra de invisibilidad; después, la ejecución demandó que la cinta transportadora girase la cubierta hasta la posición A, pequeños tarugos la afirmaron al armazón y desplegaron la parte B para separar en dos la cápsula, dejaron luego el contenido en la camilla y liberaron los protectores criónicos, la mascarilla, tubos y arneses que la sujetaban. Ante ellos, quedó al descubierto un cuerpo femenino muy joven y hermoso, al que llamaron IaNaVaMa, piel blanca, cabellos blancos, ojos azules, invernada con un tumor cerebral de amplitud 4, irreversible para su época. JER dictaminó el uso del radiactivador alógeno ultrasónico y limpió perfectamente la zona afectada, luego, dispuso que le inyectaran en las venas VPS. Los encargados cumplieron al pie de la letra lo estipulado y volvieron a dejar descansar el cuerpo, libre de su escafandra, en la sala acondicionada de traspolarización.

Siyónami comenzó a despertar como quien vuelve de un largo viaje, apenas tenía conciencia de haber dormido profundamente, tuvo muchos sueños que aún resonaban en su estado de vigilia semiconsciente, el sonido claro de tambores, las corridas por el amplio valle para esconderse de los hijos del diablo, que pasaban bufando, sudados, con sus ojos inyectados en sangre, torpes para descubrir lo oculto, pero obstinados y peligrosos para mujeres de a pie y sin lanzas para defenderse.
De esos extraños sueños, sólo podía recordar que navegaba en una canoa por un río oscuro, escabroso, pestilente; que doblaba en un recodo y luego se zambullía graciosamente, disfrutando de pisar el barro gelatinoso de la orilla, de acercarse al fuego y comer, entre risotadas, rodeada de chabochis blancos.

—Está muy agitada —dijo JER— vuelve de las penumbras de su tiempo, debemos monitorear su despertar, los signos vitales están perfectos, pero toda alteración puede ser muy peligrosa. E inmediatamente le conectaron terminales en todo su cuerpo.

María había remado toda la tarde, la primavera le regalaba un hermoso día de sol y era hora de volver al puerto del Tigre, cuando le pareció ver al costado del río Sarmiento, a una muchacha vestida de blanco brillante que la miraba desde la orilla con unos profundos ojos azules, la luz reflejaba en el agua marrón el sol que se retiraba, ocultándose entre los árboles; a lo lejos, las risas de los niños, el apuro de los padres por levantar campamento y las lanchas colectivas dejando surcos abiertos de nostalgias.

Había que respirar hondo e introducir acompasadamente los remos en el agua y empujar con el alma, con la vida, contra la corriente.

“Los Chabochis engañan, roban, acumulan, despojan, invaden nuestras tierras, son ventajeros, destruyen el bosque, no saben compartir y son injustos” Siyónami lo había aprendido de boca de su abuela desde muy chiquita y ahora, ya mujer, lo vivía en su cuerpo, huyendo escondida entre las malezas, entre las piedras, en las cuevas oscuras de animales salvajes. Por primera vez en su vida, temblaba como una hoja, temiendo. —Es muy feo, Areponápuchi, Señor de los verdes valles, tener miedo, en tu tierra— dijo Siyónami entre sollozos. Y miraba la tierra y las plantas sin reconocerlas, buscando algún indicio de su pueblo.
Más poderosos que las tormentas y los truenos, las embarcaciones surcaban un río desconocido.
Sólo los ojos de la muchacha, luchando en un bote, le parecían amigables.

La blanca mujer de cabellos blancos, que batallaba entre tinieblas y relámpagos de luz, tenía tatuados en sus brazos, dibujos tribales de Chihuahua de las tribus de los rarámuris, de los tarahumaras: los hombres del peyote, de la selva y la montaña. Sus ojos azules, fríos, miraban para adentro, para sus ríos internos de quebrantos, el corazón latía acompasado con la tempestad desatada, sus pies se hundían en las aguas sucias del Tigre y despertaban en los brazos de María, remando a esa hora de la acedía, cuando la tristeza invade a los monjes y la tarde cae, dejando que las largas sombras triunfen en la noche.

Sólo las estrellas, a lo lejos, emanaban su voz en el espacio, guiando a navegantes perdidos de otras galaxias.

—Los ministros del mal están sueltos, llegaron, bajaron de los barcos para matar, para robar, para destruir. Los chabochis, los hijos del demonio, están entre nosotros—gritó.
JER notó inmediatamente la crispación del cuerpo, la tensión en el rostro y luego, la amplia y pacífica sonrisa, cuando los ojos de Siyónami o IaNaVaMa se animaron a mirar hacia afuera, buscando los ojos de María.


Víctor Troncoso

Glosario:
Siyónami: Azul (nombre de mujer tarahumara)
Acedía: "Llega al rechazar el gozo que viene de Dios y a sentir horror por el bien divino". (CATIC) Es un pecado

Boedo

Boedo

...Días de ira, días de odio.

Las gotas rojas, iluminadas por el sol de la mañana, brillaban en la pared, ensuciaban la vereda con vergüenza, gritaban con furia la bajeza ante la vista de los transeúntes, denunciaban un hecho atroz, eran testigos del que, impunemente, aprovechando las horas de la noche, había dejado descubierto ante los ojos del vecindario, su sed de venganza, su odio.

Boedo es un antiguo barrio de Buenos Aires, trascendió las fronteras de sus calles para convertirse en letra de tango, movimiento literario, patria futbolera y banderas; conserva el alma incorrupta, calles concurridas, vecindario amistoso, veredas compartidas, amoríos, malandras, tiene un aroma peculiar.

Dentro del barrio, el viejo mercado de la calle Inclan fue, durante años, lugar de encuentros y festejos, cuando obligaron a sus inquilinos a abandonar el edificio para transformarlo en playa de estacionamiento, muchos de sus comerciantes se instalaron en los alrededores y los vecinos continuaron la tradición de comprar carne en lo de Marcos, o en el almacén de Rosita, o el quinielero, el diariero, el zapatero, la modista; los sábados a la noche, la pizza de San Antonio, los domingos, la pasta de la Flor de Salcedo y sus interminables esperas y, mezclados como en la vida misma, “los pìbes del mercado” jóvenes delincuentes que murieron enfrentados con la policía o peleando por un trapo con la barra de Huracán, o todavía están presos en Devoto.

Llamaron en vano las campanas de la parroquia de San Miguel y un poco más tarde hicieron lo mismo, las de San Bartolomé, es que la gente y la novedad estaban en la calle Virrey Liniers; desde que el diariero fue a entregar, como todos los domingos, el diario Clarín, vio las gotas rojas, aún frescas en la puerta, pegadas a la pared de la casa de Betty, fue suficiente; desde esa temprana hora comenzó el desfile de los vecinos, pasaban por la puerta en bicicleta, o sacaban a pasear el perro y se detenían para comentar, otros, un poco mas audaces, se habían instalado, como en la cabecera de la cancha y explicaban los posibles pasos, la llegada, la huida, el tiempo viable del delito, la profesionalidad. Mientras que nadie había escuchado algo, doña Flora, desde la media cuadra, cerca de las tres de la mañana, había oído una frenada y corrida sospechosas, hecho que fue refrendado por el sereno de la fábrica, aunque todo el mundo sabe que duerme como un angelito, toda la noche. Algunas mujeres sonreían burlonamente, mientras otras, las del dedo erguido y acusador, daban a entender que ellas lo habían predicho, que tarde o temprano, “La verdad sale a la luz y que el que las hace las paga”.
En cambio, los hombres jóvenes se miraban unos a otros como tratando de adivinar quien podría ser el culpable. Ante tanta multitud, el Sargento Juárez, consignado en el colegio de la otra cuadra, dijo —el asesino siempre vuelve al lugar del crimen—sentencia conocida, pero que sirvió para ahuyentar a la mayoría.

El historial de la Betty era bien conocido por todos. La apodaban “la gauchita” porque nunca le negaba el favor a un necesitado, siempre y cuando, aportase un par de pesos a la casa. En su momento de gloria, había sido la mujer de Fernando, uno de los “pìbes” que, todavía en Devoto, hacía crucecitas en un almanaque esperando volver algún día a las calles.

Juan le había hablado en la casa de pastas, esperando pacientemente su turno, habían cruzado un par de palabras de ocasión, como el tiempo o San Lorenzo, o algo trivial, dicho al azar, ése día, Betty lo miró a los ojos, como a tantos hombres que conocía y le dijo algo así como... lo pesado que estaba el día, la humedad, o el calor, abriéndose un poco el escote y soplando como para refrigerar la zona, pero fue el pie dado en el momento justo, para que Juan, casi al oído le retrucara que él estaría dispuesto a apantallarla, la risotada de Betty alertó a todo el local y quedaron en medio de las miradas, como chicos atrapados en un desliz, los demás dieron vuelta la cara, más serios que nunca, ellos sonreían poseedores de un secreto compartido. Juan, ruborizado todavía, escuchó con asombro la voz de Betty hablándole muy despacio —cuando quiera, don— le respondió con una amplia sonrisa de dientes picados y cigarrillos de madrugadas.
Juan la miró sorprendido—Delo por hecho— dijo.
—Lo espero cuando quiera—murmuró Betty.

No se volvieron a ver por un tiempo, aunque para Juan, aquella mañana de domingo había sido distinta y luminosa. (Unas pocas palabras cruzadas que accionaron el destino escrito en los cielos, lo previsible sucedía inexorablemente.) Un día, Juan se animó, comenzó a visitarla a la hora de la siesta, cuando el barrio entra en su modorra pueblerina y disminuye la gente en la calle. En cada oportunidad y como corresponde a un caballero, dejaba sobre la mesita de luz, prolijamente doblado, un billete de cincuenta pesos.

Las cosas del amor son sorprendentes e incomprensibles, el hombre, hasta ese día centrado y previsible, se volvió huraño, exigente, posesivo y, sin decirlo, bebió del cáliz amargo de la hiel; sus propios pasos lo fueron empujando al sacrificio.
Atrás, quedaron los primeros regalos que Betty recibía con asombro, el Osito de Peluche, la invitación al Casino de Carmelo, un fin de semana en el Tigre, la tarjeta de flores violetas que traía escrito en letras de oro “Sos lo mejor que me pasó en la vida” con la fecha de la primera vez y su firma con nombre y apellido, algo que tiempo después podría ser usado como prueba de la autoría intelectual, huellas que quedan siempre cuando uno se mueve con los sentimientos y no con la razón.

Al principio a Betty le ganó su ternura, después, se sintió ahogada por el continuo cuidado de horarios de salida y llegada, Juan quería saber todo, con quién, cómo, por qué... Un día, Betty, cansada, quiso ponerle los puntos para que entendiera que ella no tenía dueño y que su cafiolo estaba en Devoto bien guardado, la situación fue subiendo de tono y fue también en esa aciaga noche cuando Juan escuchó en su propio rostro, los improperios que jamás hubiese esperado escuchar: —Viejo baboso— le dijo— ¿quién te crees que sos?— y a continuación, le terminó de romper el corazón:
—Mirá si me voy a enamorar de un viejo pelotudo como vos, infeliz.

Salió destruido, la dura realidad le arrugaba el alma. Fue el fin, pero también el nacimiento de un odio terrible, de una sed de venganza desgarradora. Las piezas del rompecabezas cósmico comenzaron a ajustarse, fatalmente.

Cuando Juan tuvo claro en su cabeza, cómo iba a llevar a cabo su venganza, fue relativamente fácil buscar a alguien dispuesto, comenzó a tejer una red de coberturas para demostrar su inocencia, de complejos acuerdos para aceitar los hechos, del día y la hora, el móvil que desplazaría al vengador, el pago por anticipado. Juan entrevistó a unos compañeros de una Unidad Básica especialistas en el tema, les pidió que le recomendaran al mejor; tenía que ser silencioso, limpio, rápido.
No debería saber quién lo contrató ni a quién le iba a hacer el trabajo, cubrió las salidas posibles, marcó las calles para huir a provincia, por Sáenz cruzar el puente y perderse o salir por el bajo Flores, esconderse en la villa, cruzar Lugano, General Paz. “Y si te he visto, no me acuerdo”.

Para que el barrio no sospechara, invitó a pasar unos días a una prima de Rosario. Un sábado por la mañana, le compró flores al chusma del barrio, preguntó en la casa de pastas cuántos fideos “fuchiles al fierrito” hacen falta para dos personas, pidió salsa de cuatro quesos, sabiendo que le dirían que no hay, que todavía no hicieron y miró con cara de contrariedad, con las flores en la mano —¿y ahora que hago?—dijo— A Ángela le encanta, comentó al pasar, y todos se quedaron mirando, sin entender nada. Arregló que los vinieran a buscar en un coche de alquiler, “pero que el chofer no baje, que ellos estarían prontos, que toque un par de bocinazos en la puerta”...
La estrategia perfecta incluía a la vecina mirando por la ventana.

Ángela estaba radiante, no entendía tanta galantería de su primo, pero aceptó con gusto, después le explicó que quería mostrarse un poco, porque una vieja del barrio se había pegado un metejón adolescente, la pobre, y él no la soportaba— una vieja bigotuda— le dijo en la calle— y la hizo reír con ganas mientras él aprovechó para abrir la puerta del auto que los esperaba para llevarlos al centro, a un cine de la calle Lavalle, función trasnoche. Guardó las entradas, como una contraseña al paraíso. Todo sucedió según lo acordado, como lo había planeado.

El barrio no salía de su asombro, pasaban caminando, comentaban en las esquinas. Un barrio alborotado es terrible. Como el amor desairado. Como el odio.

Sobre la fachada de la casa de Betty había amanecido la venganza.
En grandes letras rojas, prolijas, profesionales, rezaba:


“Betty te quiero... Sos una Puta”.


Víctor Troncoso.

E-mail

E-mail

Elvirita, hace tiempo que partió hacia Italia con su esposo, Paolo. Al principio, nos mandaba postales y cartas, hasta que tuvimos nuestra computadora en casa y conectamos Internet. Desde entonces, nos comunicamos y recibimos las fotos de sus vacaciones y todos sus viajes.
Nosotras también le fuimos enviando, casi a diario, las novedades y recortes de los diarios de Argentina, especialmente desde la enfermedad de papá. Pero notábamos, especialmente yo, más que Rosa, que había temas que no le gustaba tratar. Cuando esperábamos alguna respuesta necesaria y de cierto riesgo, nos escribía ignorando las preguntas, tanto era así que llegué a sospechar que el que contestaba era el mismo Paolo.
Pero,¿ por qué el silencio de nuestra hermana?
Hasta que un día, mucho después de lo de papá, nos llegó este mail.

“Tardé un poco en decidirme, pero ya lo hice, necesitaba un cuadro de papá y no podía(quería) escoger una de las fotos que me llegaban de Argentina”.

Aunque es mi hermana más querida, ella siempre tuvo esa actitud de poner distancias entre todo lo que le afectara. La enfermedad fue devastadora. Rosa aprendió, en la práctica, a ser una eficiente enfermera de la Cruz Roja, y pasó tres años de su vida, durmiendo en breves intervalos de veinte a treinta minutos diarios: despertarse, atenderlo, darlo vuelta en la cama con mucho cuidado y volver a dormitar otro rato, que iba a ser interrumpido por el quejido o el reclamo de papá. Los años pasados en el ejército, habían dejado en su tono, la voz de mando, y en nosotras, el acatamiento y el miedo ante sus reclamos.

“En el tiempo que no estuve a su lado, al no vivirlo personalmente, me negaba totalmente a aceptar que estaba enfermo, envejeciendo, adelgazando y que ya no estará”.

Hablando del tiempo, Elvirita, realmente estuvo a miles de kilómetros, viviendo su vida, deslumbrada por los atardeceres en el Trastevere, sin perder el ritual del té de su marido, ni de concurrir a la Ópera y relatarnos la tertulia, mientras nosotras dejamos nuestros sueños entre gasas y sueros, viendo cómo las horas eran una larga sucesión de minutos, que contábamos uno a uno, a un ritmo demoníacamente parsimonioso. Y, ciertamente, como ya no está, nosotras nos quedamos esperando que el viejo reloj del comedor anuncie el paso de las horas.

“Así lo dejé, así lo recuerdo, con salud, con una cerveza en la mano, al aire libre, pueden perdonar mi egoísmo, sobre todos mis queridas hermanas que lo vivieron sin que yo las pudiera ayudar en nada”.

Para mí, el recuerdo es un grito, un largo grito en una noche en Buenos Aires, un grito que sonaba en su cuarto y me perseguía hasta el zaguán, adonde en otros tiempos, charlaba animadamente con Juan y olíamos azahares del limonero.
No lo recuerdo con la cerveza en la mano, ni al sol.
Y creo que Elvira, sí podría ayudarnos, por lo menos ahora, callándose la boca.
Víctor Troncoso

Mi Familia

Mi Familia

Para que todo estuviese perfecto, él tenía que darle un toque exacto de canela, recién entonces, frente a la taza humeante, se calzaba los lentes, casi en la mitad de la nariz y se perdía en su nube de sueños y cuentos de ultramar, con barcos, velas, puertos y gaviotas, revoloteando tras la blanca estela de las olas.
Sentado en su sillón, forrado en terciopelo verde, en la esquina del cuarto iluminado por un sol atardecido, interrumpía cada tanto la lectura, por el ritual de impregnarse del aroma de su capuchino; cerraba levemente los ojos, lejos de la realidad, lejos de mi mirada, mientras yo me empecinaba en arrastrar sobre la alfombra, un autito de latón, pintado de amarillo y rojo.
Todo era silencio.

Atravesando la sala, dejando atrás el comedor, desde la cocina, la figura de mamá, señoreaba en su reino de cacerolas brillantes y salsa de chocolate. Su feudo tenía una fragancia propia, horarios y sonidos peculiares, una radio capilla; su luz amarillenta era como una amplia sonrisa de payaso, y llenaba la estancia de melodías de moda o conciertos grabados por directores de apellidos impronunciables. La luminosidad, entrando a raudales por los ventanales, resplandecía en cada objeto. Adoraba oír en su voz, cantares de otras tierras, de mares lejanos.
Todo era sonidos.

Mi mundo estaba en el patio trasero, cerca de ligustros, árboles frutales y gallinas ponedoras, que se empecinaban en picotear hasta las piedras. Y mi perro Jack, el viejo Basset Hound,–un cabezadura en potencia- con sus orejas largas (que parecían barrer el suelo), de una inteligencia notable y excelente compañero de aventuras. Juntos movíamos montañas de siete colores, desiertos de arena y tormentas tropicales. Juntos descubrimos el mundo de las hormigas, sus túneles secretos, donde se guardaban las joyas del rey, extraviadas hace cientos de años, en el patio de mi casa. Juntos soñábamos que un día cualquiera, llegaría de las estrellas, la nave del Barón de Munchausen y partiríamos.
Todo era ilusión.
Víctor Troncoso.

Ojos

OJOS

Consume la ira más salvaje que haya en tu corazón
TIRESIAS (EDIPO REY)

La bala apareció de la nada, como un trazado en tiza sobre el pizarrón. Los que oyeron el ruido que produjo su cuerpo al caer, corrieron solícitos. Tenía los ojos abiertos y sorprendidos; en medio de su frente brotaban, mezcladas, sangre y masa encefálica.
Alertado, el policía de la esquina, inmediatamente pidió una ambulancia al SAME. Como pudo, un oficial organizó el cordón de seguridad para tratar de preservar el lugar del crimen, mientras otros uniformados buscaban entre los primeros testigos algún dato del rompecabezas que tenían en ciernes.
Un operario de C5N, conectaba la antena parabólica, mientras el camarógrafo trasmitía las primeras imágenes al aire. Los demás canales, llegaron en busca de datos del occiso y algún curioso que pudiera aportar una nota de color. En solo diez minutos, la esquina fue asaltada por la turba informativa.
Mientras los de Balística tomaban medidas y, por el estudio del recorrido de la bala, observaban los balcones y terrazas de las esquinas, centraron su atención en el edificio del Gimnasio y subieron en horda, en busca de rastros del asesino. La tarde sedienta tenía un festival de luces, bocinas y asombros.
Un sonido seco, imperceptible entre el bullicio, como en el día del Juicio Final, tocó la frente del muchacho de la cámara y dos segundos después, el periodista, con micrófono en mano, fue a parar de bruces al piso, un tercero que estaba parado detrás, descubrió el trazo rojo de una mira telescópica, mientras caía alcanzado por el fuego. El griterío enloqueció a los policías; entre ellos y los medios periodísticos, un francotirador, un loco, había asesinado a cuatro personas frente a sus narices, ante un público de miles de personas, en vivo, a todo el país.
De pie y al lado de los caídos, el de Crónica registraba la tragedia, mientras alguien, desde los estudios centrales, sobreimprimía en rojo “TRAGEDIA EN BOEDO” “LOCO FRANCOTIRADOR MATA PERIODISTAS”. Fue lo último que pudo mostrar, él también recibió un balazo en la nuca que lo dobló como a un muñeco con su cruz a cuestas y terminó filmándose los pies en medio de un charco de sangre.
Todo el mundo salió corriendo hacia los cuatro puntos cardinales. Desde los carteles de la esquina de San Juan y Boedo antiguo, del tango Sur, un último disparo trazó una línea recta hasta el mismo corazón de un pobre hombre, un desconocido, un don nadie, que acertaba a pasar, embretado en un abrigo raído y una gorra negra, paseando por última vez, a su perro.
Después, el espacio se llenó de misterio y soledad, alguien, que en la confusión había alcanzado a escapar por San Juan, dejó olvidada una escopeta y un cuaderno con poemas.
Garrapateados, llevaba la cuenta de cada uno de los caídos y, al decir de un buen sabueso: al loco le faltaba una muerte. Se movilizó personal de brigadas especiales, se prohibió el recorrido del subte de la línea “E”, mientras, con perros adiestrados, transitaban las vías buscando rastros. Los colectivos cambiaron su itinerario; todo el mundo debería permanecer en sus hogares y denunciar inmediatamente algún sospechoso en sus edificios. Los porteros de la zona, fueron acompañados por personal policial, para revisar todas las azoteas.
Las ambulancias que, haciendo trepidar sus alarmas, a gran velocidad por la avenida San Juan, llegaban a constatar los muertos, partían vacías por disposición del Juez de turno. Alguien llamó al novecientos once y algunos patrulleros partieron por Avenida San Juan, Era una tarde de invierno, las luces habían caído silenciosamente y la noche reinaba sobre el barrio. La denunciante, afirmaba haber visto correr a un hombre, cruzar intempestivamente Sánchez de Loria y esconderse desesperado. La policía irrumpió en tropel, subieron las escaleras jadeando y derribaron la puerta del salón de un puntapié, sujetándolo antes de que atinara a sacar una pistola de su bolsillo. Él los miró a los ojos, en el taller literario del Julián Centeya.
Víctor Troncoso

Está mirando

Está mirando,
miro su ventana.


Recién despierto, me desperezo en la cama. En estos últimos días, me levanto más cansado que la noche anterior.
Abro las persianas metálicas, giro sobre su eje el primer postigo y luego empujo con fuerza las dos hojas sobre el gozne del marco, repito lo mismo con la otra mitad, el sol ilumina a pleno la vereda de enfrente y llena de luz mi cuarto, tomo coraje y trato de no fijar la vista en su ventana que, a más de cien metros, en un tercer piso, aparece frente a mí.
Tengo la certeza de que me está mirando. Durante todo el tiempo que lleva esta operación, no le muestro mi espalda, porque si tuviese un arma podría pegarme un tiro, pero estoy seguro que me apunta con su dedo. Siento su uña negra sobre mi frente.
El sol de le hará cubrirse los ojos con la mano, no creo que le permitan tener sus lentes ahumados.
El helado viento del sur me obliga a cerrar los ventanales, pero puedo observarlo tras los vidrios; acomodo rápidamente las cosas que dejé tiradas anoche antes de acostarme, enciendo la radio, me ubico en el escritorio donde hace dos semanas descansa un libro abierto en la misma página. Desde que él llegó, cambió mi vida.
Podría tirarme a leer en la cama, pero es más fuerte que yo, quiero verlo.
Espío entre las cortinas y trato de adivinar algún movimiento extraño, agazapado detrás
de mis lentes y con el libro en la mano, me paseo frente al ventanal, disimuladamente miro el suyo.
Conozco perfectamente la entrada del edificio sobre la avenida Chiclana, con la excusa de pasear a mi perro Rafa, paso caminando despaciosamente por la puerta, estudio los barrotes, el tejido de protección de cada una de las habitaciones que dan sobre la avenida, doy un rodeo. En la geografía de un barrio de casas bajas como éste, un edificio de tres pisos se destaca del resto, por eso puedo dar vuelta a la manzana y no perderlo de vista.
Tengo la seguridad de que su cuarto está en el contrafrente, sobre la calle Salcedo y de las seis ventanas que puedo observar, la de él es la última del tercer piso, porque es la más solitaria de todas y la única que da al vacío, con el tejido reforzado, también creo que sus paredes internas estarán cubiertas con un acolchado mullido.
Toda la casa debe girar sobre ese cuarto, como mis sueños.
Subo a la terraza a jugar con mi perro, que corre alrededor mío para quitarme uno de sus juguetes, me muerde la mano, se para en sus patas para abrazarme; le tiro una galleta bien alto y un poco atrás, de un salto, Rafa da vueltas sobre su cuerpo en el aire y cae de espaldas al piso con su precioso regalo en la boca.
Toda esta función es para él, que está oculto en esa ventana.
Pienso que no deja de mirarnos y, posiblemente, si entiende el mensaje, se le llenen los ojos de vida.
Se me ocurrió regalarle un libro de cuentos y llevarlo personalmente, con una tarjeta por el día del amigo, o mejor, buscar una tela blanca y pintar en aerosol rojo un mensaje para que pueda leerlo desde su cuarto:
“Charlie: say no more”.

Víctor Troncoso.

Instante

Instante

Todo quedó suspendido, en el instante en que levantabas la mano, justo antes de descargarla sobre mi pecho. Después, un estruendo retumbó en toda la residencia, las aves abandonaron asustadas sus nidos en retirada. El telón se derrumbó sobre el escenario, el terciopelo rojo sangró desnudo descubierto en su miseria; como una ola gigante arrasó el proscenio, tapó el foso de la orquesta enmudeciendo los sonidos armoniosos, el polvo almacenado durante años, nubló los ojos de los melómanos de las primeras filas.

Tu vestido revelaba que, por la puerta del lado este de la casa, entraba una fuerte corriente de aire, movía tu pelo, acompañaba el esfuerzo descomunal de tu brazo. La línea directriz de fuerza-movimiento se continuaba en tu cara, enmarcada en la luz cenital que te atravesaba. Tu puño cerrado batiendo el gran parche, tus manos sujetando con fuerza, tus dedos crispados y ateridos, tus ojos buscando los míos, con odio.

Todo en un instante.

No podíamos hacer otra cosa que permanecer inmóviles mientras se disparaban los sucesos, mientras lo que debía ocurrir, ocurría. Me mirabas, mis ojos miraban absortos tu mano suspendida. Incrédulo, asistía al circo romano donde era yo mismo quién iba a ser devorado por un impulso gigantesco que detonó un tsunami, una ráfaga de viento polar que helaba las venas, un suspiro infinitesimal que detenía en un instante, el espacio.

Es imposible detener el tiempo, pero percibí, ante mis ojos, una fracción de segundo.

Después de la estampida desatada, los pesados cuerpos corrieron desbocados en una inmensa llanura, nada de lo que estaba sucediendo era explicable, pero al mirar hacia atrás giraron hacia las sombras. Retumbaron en mis oídos sonidos de tambores, mezclados a un grito primitivo nacido de las entrañas de la tierra, los parches del corazón se convirtieron en ecos de montañas nevadas, un loco galope desbandado hizo girar todo violentamente y desató del cielo, a manos abiertas, la tormenta que estuvo contenida por años. Se derramaba en liquido de cristales púrpuras, en sonidos de cascadas mojándome el alma y no pude ver nada más, la luz inundó lo creado.

Después, lo inevitable, el movimiento del mar del destino suspendido cedió su contención y el objetivo por cumplir dio paso al hecho consumado y mientras atrapados por el resplandor, quedaban todos prisioneros de mi última foto, tu mano cayó pesadamente sobre mi pecho clavándome un puñal.



Víctor Troncoso

La Casa Grande

La casa grande

La estación dormitaba. Una tras otra, se dejaban caer las hojas de los árboles, buscando acertar con la acequia y partir hacia nuevos destinos. Los jubilados interrumpieron una partida de Tute y miraban con interés provinciano al hombre del sombrero gris y galón negro en la manga del saco, que arrastraba algo más que sus pasos cansados. El viento sudeste cortaba la calle y arremolinaba un viejo diario de letras perdidas en una llanura inmensa. Un auto de alquiler lo estaba esperando con el motor encendido, para recorrer las seis leguas hasta la chacra de su padre.
Las noticias vuelan—le dijo el chofer— tratando de sonsacarle información propia, sin ninguna delicadeza, mientras le contaba vida y milagro de cada uno de los conocidos.
José Hernando Poncio se calzó el sombrero hasta los ojos, dijo que estaba muerto de cansancio y no habló más. El conductor tuvo que conformarse con tararear alguna canción entre dientes o callarse la boca, —mejor así— pensó— se ve que está jodido el hombre.
Cuando llegaron a la tranquera, José Hernando pidió detener el vehículo.
—Necesito caminar un poco, son muchas horas de estar sentado—dijo—y el coche siguió su camino transportando el equipaje hasta la casa.

"Lo llamaban La casa grande y se mantenía erguida en su insignificante arquitectura, imbatible, absoluta, severa, simbólica, opaca y austera".

Se desabrochó el cuello de la camisa, la corbata quedó flameando atada a un alambrado, en su nuevo oficio de espantapájaros, dobló el saco sobre su brazo izquierdo, miró su reloj Cartier de números romanos y fondo negro, que Lidia le regalara en otros tiempos de intenso amor, se lo arrancó de un tirón y lo revoleó por los aires; para él, después de aquello, el tiempo estaba detenido. Tiró el pucho al suelo y lo aplastó con desprecio. La vida no vale una puteada—se dijo—mientras apuró el paso y se enterró en la tierra reseca del camino. Una bandada de golondrinas cruzó el cielo de su niñez, había regresado.



Víctor Troncoso

jueves, 9 de octubre de 2008

EL ANHELO

He hallado por fin, una mano. Una mano que brinda sus caricias al sentir mi cansancio, muestra los faltantes en la alacena, deja todo reluciente a mi alrededor, apaga las luces y me cubre con la manta cuando el sueño llega, ofrece su apoyo al declinar los años, me acompaña a caminar por la orilla del mar, es suave brisa en verano y calor en invierno. En fin, sin más costo que baterías reciclables, una mano, acá en Urano.



Cristina Scarlato

jueves, 4 de septiembre de 2008

HISTORIAS DE LA SILLITA

Ella me vestía con ropa adecuada a la estación. Por encima, un delantal almidonado, tiradores con volados, pechera y amplia falda que remataba en un gran moño por detrás. El desayuno consistía en una sopita de mate cocido con leche y trozos de pan, que me daba a cucharadas alternando con mi hermano y que yo devoraba con fruición.

Mi hermana era la estrella de la familia. Yo siempre tuve que escuchar: "mirá a tu hermana, aprendé de ella, es muy buena alumna, es obediente", ella, ella, siempre ella. Mi mamá la vestía de punta en blanco y no la dejaba moverse.

Por último, le llegaba el turno a la sillita, en los días cálidos, por la mañana bien temprano y en los fríos, después de la hora de almuerzo, cuando el sol estaba bien alto, la colocaba en el patiecito trasero.

Siempre estaba en la sillita. Mientras, yo corría por todo el patio con la pelota o dejaba escapar los conejos del gallinero. Mi abuelo, persiguiéndome, revoleaba el cinturón y gritaba: ¡“mascalzone”! A mi mamá la volvía loca, nunca sabía en qué andaba. Cuando la mandaban a llamar de la escuela, iba siempre mi hermana, la maestra la miraba de arriba abajo y le decía: “tienen que venir tu mamá o tu papá, tu hermano no hace caso, revoluciona la clase”.

Me la había hecho especialmente el abuelo y tenía un asiento de esterilla pintado de color celeste, maderas laterales para apoyar los brazos y leer mis enormes libros de cuentos con sus maravillosas historias. Un día, llegó el médico de la familia, me miró y le dijo a mi mamá: “Tiene que ir al parque, a correr”.
Cristina Scarlato

viernes, 4 de julio de 2008

UN NIÑO

¡Es un niño!
La exclamación llegó a través de la puerta que se entreabría para dar paso a la nurse con el bebé en los brazos. Sólo un hombre viejo y huraño la recibió, miró casi con indiferencia al recién nacido y se alejó caminando despacio. La sorpresa y el desencanto regresaron a la mujer de vuelta a la sala de partos, con la pequeña carga. Lo acostó al lado de la joven mamá, y se retiró discreta.
¿Para qué hacer preguntas difíciles?
El llanto débil y continuo quebró la tranquilidad de la habitación, una enfermera, en tono suave y cordial, conversó con la paciente por unos momentos. Luego, la trasladaron a la sala común del hospital, dividida por tabiques cada cuatro camas. En su sector, sólo la de ella estaba ocupada, a esa hora de la noche. Miraba alrededor las sombras proyectadas sobre las paredes, la soledad se hacía más profunda todavía. A su lado, en una cuna con barrotes de hierro, dormía su hijo, ¡su hijo!
¿Y ahora qué?
El amanecer se demoraba, la ventana de la izquierda tenía las cortinas descorridas, un triángulo blanco y brillante le hablaba de una luna que no lograba ver del todo. Sus ojos, irritados por largas horas de llanto y sufrimiento, no se rendían al cansancio. Pensaba y pensaba, la decisión, tan firme en un primer momento, ya no lo era tanto.
¿Tendría el coraje?
La tormenta arreciaba con furia, tras dos días de agobiante calor. El viento, los truenos y relámpagos eran incesantes. Por fin, el aguacero se desató sobre la ciudad. Desde la avenida, se vio a una delgada figura avanzar corriendo hacia la parada del autobús, que frenó bruscamente ante la inesperada aparición. La pregunta del chofer la trajo a la realidad y a sus brazos vacíos.
¿Hasta dónde va?

Cristina Scarlato

CON LOS OJOS CERRADOS

Todavía no estoy despierta del todo, en medio de la noche, aparecen imágenes del sueño recientemente abandonado, que me confunden por unos momentos. Me encontraba en un gran patio, rodeado de plantas, baldes con ropa y escobas, participando de una reunión familiar junto a los que ya no están. Se veían como en sus mejores épocas. Ahora, el ruido de la calle, el tic-tac del reloj, el murmullo del ventilador, me desorientan. Quiero atrapar esa escena, cierro los ojos y procuro dormirme para rescatarla, pero se aleja veloz a medida que trato de recordar.

La enfermera trae un nuevo día, el control de mis funciones antes de que amanezca y concluya su turno de trabajo. La sonrisa amable, los modales suaves, son un aliciente para enfrentar lo que resta por vivir. Tal vez, una madrugada llegue hasta mi cama y yo no haya regresado de mi sueño. Me hablará como siempre, acercará su rostro al mío, comprobando que, a partir de entonces, formo parte de aquella escena en donde me estaban aguardando. Quizás, un último gesto mío, pueda devolverle una amable y suave sonrisa.



Cristina Scarlato

martes, 24 de junio de 2008

Señor Myers

Sr. Myers


El Sr. Myers mezcló los dados en un vaso de plástico y los arrojó sobre el diario que oficiaba de mesa, como si en ello le fuera la vida. Los empujó con la vista, rodaron caprichosamente hasta que cayeron desmayados, el primero, quedó, después de rebotar dos veces, en un cuatro, el otro, siguió girando como un trompo, hasta que se dejó caer suavemente con un tres en diagonal. A Myers, se le iluminó la cara arrugada y agria; siempre había parecido agria, que nada lo satisfacía. Cerró el puño y lo levantó hacia el cielo con un ¡Vamos Carajo! que le salió del alma y resonó en el vagón trocando esperanza por certeza, desazón por alegría.

Cuando uno nace en un pueblo fundado a la vera de una línea de ferrocarriles, su destino queda atrapado también a las paralelas que llevan y traen todos los días los sueños pueblerinos. Tomé el tren de las veinte horas, regresaba a mi casa y sabía que tendría que saludar a vecinos y amigos. Durante años, compartimos el mismo vagón, donde nos enterábamos de las noticias, noviazgos, casamientos, entierros e infidelidades, muchas veces relatadas por alguno de los protagonistas. También teníamos contadores oficiosos, como Tucho, que siempre aportaba substanciosas anécdotas y chimentos de primera mano. Pero esa noche era distinta, todos guardaban silencio y parecían conocer algo que yo no terminaba de captar. No entendía a qué jugaban con solo dos dados y tampoco sé, qué jugaron esa noche, en ese tren. No supe lo que iba a suceder hasta que todo hubo terminado, pero una frase que había escuchado al pasar, resonó en mi cabeza, Tucho había dicho “A los viejos no les queda otra cosa que esperar...”
Y parece que al fin, estos dos, se habían encontrado frente a frente.


Ahora, Don Luis, era el que hacía bailar los dados entre sus manos en forma de cubilete.
Serio el hombre, soplaba infundiéndoles aliento, luego fue abriendo sus dedos dejando caer los dados, infortunadamente, chocaron entre ellos y cayeron, sin ninguna elegancia sobre el tapete. Giraron sobre su eje una vez más y en la mitad de la otra, no les alcanzaron las fuerzas, entonces, aparecieron ante la vista de todos, un pobre par de dos que provocaron estupor en Don Luis y en los que se habían puesto de su lado.
La cara se le tornó amarilla, como el color de su camisa.
—Faltó una media vuelta no más— dijo— y lamentaba su suerte, después, respetuosamente, pidió la revancha.
Como en todos los juegos, el ganador puede concederla o bajarle el pulgar a su competidor.
—No— le dijo Myers— aquí se terminó todo.
Hubo un generalizado murmullo de desprecio, al que siguió un pesado silencio.
Se miraron a los ojos. Don Luis, sacó de su bolsillo un papel doblado y se lo entregó.
Myers lo guardó en el suyo, sin un gesto.
Los participantes se retiraron, cada uno por su lado, a otro lugar.
Don Luis desapareció para siempre de ese vagón y de ese tren.

Myers se recostó en el asiento y cerró los ojos. Los hombres siguieron charlando y riendo. Las voces parecía venir de muy lejos; pronto se fundieron con los ruidos del tren. Y poco a poco Myers se sintió llevado, y luego traído, por el sueño.


Víctor Troncoso

Ruinas

Ruinas

No lleves ruinas en la mente.
RAY BRADBURY

Pensando en vos, busqué una copa, de las panzonas, de buen cristal. La repasé cuidadosamente con una servilleta de papel, mirándome en su reflejo, un poco más canoso, algún que otro surco sobre la frente, un tanto más serio que de costumbre. Fui hasta la pequeña bodega en el garage y elegí entre las opciones, un vino fresco del Valle del Tulúm, en el lado este de la Cordillera de los Andes, Provincia de San Juan.

Pensando en vos, mientras hacía girar el contenido en mi copa te imaginé llevando un largo vestido en rojo cereza, danzando a mi alrededor. Todavía, en mi memoria olfativa, encontraba rastros del café que compartimos, el humo de las maderas quemándose en el hogar de la cabaña, la leña trepidante y la chimenea lanzando mensajes a las estrellas en un cielo despejado e infinito, donde nos perdíamos embelesados.

Pensando en vos, después de un último beso con sabor a frambuesa, un beso frutal, amable, redondo, como el vino Merlot, con cuerpo y sofisticado, que tomamos. El Merlot es un vino sencillo, fácil de catar, sabe a frutas, rosas, pimienta negra y canela. Lo aprendiste muy rápido, durante esos seis meses en que hablábamos, nos reíamos y al amanecer, rendidos, dormíamos en un abrazo, hasta el sol fuerte del medio día.

Pensando en vos, me encontré llevando tu mochila hasta la terminal, mi mano no dejaba de balancearse estúpidamente mientras el autobús, un gigante súper pullman, te alejaba de mi cama, te raptaba hacia la capital de los desencuentros.

Pensando en vos, tengo las manos llenas de buenos recuerdos pero vacías, te llevaste tu sexo y se me escapó la magia de la vida, ya no te puedo cobijar, calentar tus pies, envolverte con mi poncho salteño, hoy más rojo y más negro.

Posiblemente, para tus jóvenes sueños, mi amor fuese una cosecha tardía.

Víctor Troncoso

Sueños Posibles

Sueños Posibles

Tomó la copa en sus manos, los dedos se entrelazaron sintiendo todavía el calor de su contenido, escuchó muy por detrás y por arriba de su cabeza, una voz que le indicaba que sólo debía olerlo, e inspiró tan profundamente que sus ojos acompañaron el esfuerzo centrándose en si mismo, le pareció que su nariz apuntaba al Ganges y su cuerpo al Himalaya. En segundos, todo desapareció delante suyo, los párpados trasmitieron una oscuridad profunda, un fuerte aroma despertó a nuevos amaneceres, tierras vírgenes subtropicales y un suave temblor generalizado que nacía en su cuello y se trasmitía por la columna vertebral con la rapidez de un rayo. Aunque la copa le fuese arrebatada, sus manos ardían. Por las ventanas abiertas a la percepción de su olfato, ascendía un olor que no reconocía y que tampoco deseó decodificar, porque, extrañamente, le parecía que, en ese instante, él mismo, era el analizado por otros seres. Luego recordaría que olía a maderas perfumadas de oriente, a granos molidos que la Madre Tierra otorgaba a los más selectos druidas, siguiendo antiguas tradiciones que, algunos elegidos recibían de los maestros, en un bosque oculto a ojos humanos, desde tiempos inmemoriales. Trás las arenas de los lugares más alejados del planeta, de sorprendentes colores, con que las hadas cubrían sus alas, en un segundo plano, surgían selvas concéntricas impenetrables, a las que era imposible resistirse, enormes paredes tornaban verdes los sueños y las vidas. Mundos de casas de flores, con sabor a tarta de chocolate, coronadas con grosellas frescas y aroma a azúcar quemada.
Todavía sin abrir los ojos, vio el polvo de las estrellas suspendidas en el tiempo. Muy por detrás de la escena cotidiana, estaba la vía Láctea, en ciertas horas abierta como puerta mágica, por donde descendían los dioses a pasear por la tierra rodeados de elfos, duendes, trols y hadas, que son los seres guardianes de la naturaleza. Caminaban por el bosque y se mojaban los pies en la vertiente de la montaña.

Recordaba el color de tus cabellos y el brillo de tus ojos, cuando al fin se despabiló satisfecho. Su mente no dejaba de preguntarse por razones innecesarias, que atormentaron los sueños de aquellos que obtuvieron ésta copa con manos impuras. La llave para entender los secretos ignotos estaba suspendida ante la vista de todos, pero nadie lograba verla, aunque la estuviesen mirando, porque no podían comprender, si no se les había revelado “el camino”.
Cuando pudo abrir los ojos y entender, se dio cuenta de que nada había cambiado, miró a su alrededor con atención, el gato todavía seguía lamiéndose la pata. Estaba conciente de que, por unos segundos terráqueos, había tenido una conexión entre la realidad cotidiana y otra dimensión. Volvió a tomar la copa, a cerrar los ojos, a inclinar la cabeza, volvió a sentir que sus dedos se entrelazaban y podían sentir el calor de su bebida, pero la copa había vuelto a ser pocillo y el soma de los dioses, el elixir de la eterna juventud, un buen café de Colombia. Los dioses habían retornado a sus palacios. Los aromas celestiales provenían de sus inciensos. Simplemente un mortal, perseguido por tus ojos negros, profundos, y el punto rojo pintado en tu frente. Un hombre de sueños, fumando en su pipa de agua.

Víctor Troncoso

domingo, 22 de junio de 2008

La amaba con locura...

La amaba con locura y encontré su cuerpo muerto al llegar, aquel día.

Al trasponer la puerta no pude dar un solo paso. Ahí, con un tiro en medio de la frente, casi mirándome, estaba la mujer que me había embrujado.

Sus viajes, por razones profesionales, eran insoportables para mí, vivía esperando el regreso para colmarla de amor. Ella, no siempre llegaba contenta, a veces su malhumor duraba días. Pero mi infinita paciencia hacía su trabajo y en poco tiempo lograba hacerla reir, con cualquier tontería dicha al pasar.

La amaba con locura y encontré su cuerpo muerto.

Nunca hice caso de las miradas escépticas a mi alrededor, ni de los comentarios acerca de su promiscuidad. La gente del ambiente me trataba con indisimulado desprecio. Sólo me importaba ella. Nadie más que ella.

Y ahora, esto que me desconcierta, me enloquece, me llena de horror. ¿Quién pudo haber sido? Levanto su cabeza, a esos ojos que amé, los cierro definitivamente, para que nunca más contemplen nada.

La amaba con locura y encontré su cuerpo muerto.

Miro mis manos, sorprendido. El espejo estallado refleja mi cuerpo. Devuelve la imagen de un hombre desconocido, con una pistola humeante.


Cristina Scarlato

viernes, 13 de junio de 2008

La Hamaca

Hacía varias semanas que él no sentía ganas de cortar el pasto ni las plantas. Sacaba cuenta de los movimientos a realizar: buscar las herramientas necesarias, un rastrillo, un machete, una guadaña, la piedra para afilar, las botas de cuero por las víboras y escorpiones que últimamente poblaban la casa y los pinches salvajes de ciertas plantas ponzoñosas que le daban urticaria. Silenciosamente, la selva iba ganando terreno, primero, tomó las plantas de frutas del fondo de la isla y las incorporó a su hábitat, luego, saltó sobre las flores, que eran el límite natural y había llegado últimamente hasta el camino de piedras que unía el cuarto de las herramientas con el patio propiamente dicho. Demasiado trabajo para nada, si total iban a volver a crecer, se decía, mientras se cobijaba en la hamaca. Su vida se había circunscripto a la cocina y a la galería, en una de esas esquinas se balanceaba entre sus redes. Los días giraban eternos en una calma morosa. Ese verano fue distinto a otros, particularmente el mes de enero, con un promedio de treinta y cuatro grados durante el día y lluvias torrenciales por las noches. Días húmedos y asfixiantes, con un sol que danzaba entre las hojas de los árboles reverberando luminosidades. En la galería de tejas francesas y resguardado de los fuertes rayos solares, se mecía boca arriba, mirando sin ver en su vaga distracción a las arañas, ellas, entre sus propias urdimbres, lo miraban desde el techo. De uno de los bordes de la hamaca, sobresalía una de sus piernas que le servía para dar el primer envión, cuando tenía que buscar agua helada para su mate tereré y también para volver a tomar impulso y acunarse. Las tejas tenían una inscripción en francés que jamás pudo entender y números que no le quitaban el sueño, pero que sí los había soñado dando vueltas a su alrededor. Un par de pájaros revoloteaban en un baile de enamorados, de árbol en árbol. A los pies de la hamaca, el viejo perro no terminaba nunca de bostezar y de perseguir en su lomo una garrapata o alguna pulga, empecinadas en morder y torturarlo. El hombre y su perro estaban mimetizados, si uno se paraba, se levantaba el otro y cuando uno iba al baño, aprovechaba el otro para buscar la planta más cercana y alzar su pata izquierda, después, los dos volvían a acomodarse en una larga siesta eterna. El perro, como quien no quiere la cosa y, tal vez de aburrido, se ocupaba en mordisquear la ojota caída del pie de su amo y estaba tan atareado en destrozarla que se levantaba, gruñía y se movía, interrumpiendo la siesta. El hombre giró su cuerpo para ver qué hacía su amigo, el diario que dormía sobre su pecho cayó planeando sobre las baldosas rojas con olor a kerosén, el perro dejó de morder para contemplar su vuelo. Las letras de molde, las movía una pequeña brisa agobiante, bailotearon hasta acomodarse en el piso, desde las alturas de su hamaca, miró la escena sin pronunciar palabras. Veía aquello que había caído de sus manos como algo que se hubiese desplazado de sus dedos, de sus ojos, de su vida, a miles de kilómetros. Lo que pasaba en ese otro lugar era extremadamente lejano, fuera de su alcance. Las fotos y las palabras le parecían familiares, aunque no podía precisar si eran cosas suyas o habían ocurrido hace tanto tiempo que confundía las épocas y ayer era un lejano pasado de su presente sin futuro. Todo eso le había sucedido a otro y no a él. Estaba confundido, seguramente por tanto sol, tanta humedad, tanto tereré, tanta hamaca paraguaya. El perro mordió la hoja para saber si tenía algún sabor, pero las letras de molde son insípidas por más que digan: “Fabiana López triunfa en la televisión argentina” y al parecer, a Mercedes Negrete, el viejo diario amarillo, le importaba muy poco.
Víctor Troncoso.

De duendes y hadas

Las hojas, semejantes a grandes acelgas, se movían nerviosamente. Una ardilla, asustada, salió trepando por los árboles más cercanos, pero no se alejó demasiado para observar a cierta distancia qué ocurría por ahí. Al fin y al cabo, el viento no soplaba ese día. Por el contrario, una calma sospechosa reinaba en el bosque. Si casi no se oía el piar de los pájaros.

Dos ciervos cruzaron raudamente delante de sus ojos, como si huyeran de alguna persecución. A partir de ese momento todo fue calma otra vez. Ya sea por aburrimiento o por cansancio, cayó en un profundo sueño.

El más pequeño, vestido de azul, salió tímidamente de su escondite. Miró hacia todos lados e hizo señas a los demás compañeros que también aparecieron con algún temor, sacudiendo el polvo de sus coloridos trajes. Un murmullo llenó el ambiente, unos y otros querían hablar y no se ponían de acuerdo. Ninguno notó que, a pocos pasos y rodeada de luz, una esbelta figura seguía atenta sus movimientos. Cuando la discusión hubo llegado a un punto sin retorno, ella intervino, suave y decidida. Acercando su varita al grupo de duendes, el hada produjo tres giros rápidos y todos ellos fueron alcanzados.


La ardilla despertó al sentir que una ráfaga de aire la envolvía, allá abajo, entre los matorrales, danzaban en ronda los Siete Enanitos junto a Blancanieves.



Cristina Scarlato

miércoles, 4 de junio de 2008

ÉL ES TAURO, ELLA ESCORPIO

Clara y Juan son Escorpio y Tauro, signos para nada compatibles.
El taurino valora mucho el empuje y afán de continua superación que la guían a la escorpiana. Aunque él sea perseverante, para enfrentar las vicisitudes necesita ese suave empujoncito que ella le dará con ahínco.
Cuando se conocieron, ella estuvo dispuesta a cuidarlo y a compartir su vida casi de inmediato, presintió la profundidad de los sentimientos de él. El misterioso encanto y la fuerte personalidad de Clara, resultado de un gran contraste entre energía y dulzura, cautivaron a Juan. La intensidad emocional que los envolvió, fue un motor en aceleración hasta el altar, en muy poco tiempo.
Últimamente, se ha filtrado un sutil deterioro. Juan, con su acostumbrada calma, trata de convencerse de que es absolutamente normal que las personas cambien y evolucionen y que a veces se produzcan desajustes. Clara, en cambio, jamás podría dejarse llevar por este razonamiento, sin dar el brazo a torcer, se ríe de los argumentos de Juan, diciéndole que son ideas locas en su cabeza. El espejo, cada mañana, le devuelve una imagen algo marchita. A pocos pasos, Juan la mira pensativo, mientras se viste para iniciar el día.


Cristina Scarlato

martes, 3 de junio de 2008

Cosas de Juana

Terminé de peinarme, me puse la camisa negra, el pantalón claro, tomé el saco de la silla del cuarto y cuando me iba, dejé una moneda debajo de la estampita de San Jorge. En la puerta conté hasta tres y, marcando el compás con mis botas tejanas de larga punta de cocodrilo, salí a la calle, y me fui derecho a buscarla.
—La calle está dura—me dijo Juanita, la mentirosa, mientras me birlaba parte de lo recaudado, la muy cretina.
—Escuchame bien, nunca, escuchame, nunca falta plata en las calles para una buena puta, ¿me entendés? —le dije, mientras le cruzaba la cara con una bofetada, que resonó rompiendo el silencio de la noche rebotando entre las paredes de la calle Moreno.
Desde Jujuy hasta Boedo, se pasaron el chimento como un reguero de pólvora y dieron la voz de alerta entre las laburantes, todas salieron a buscar autos y a sonreír a los giles. —¡Ojo, que se vino loco!— Y lo estaba, Juanita, pero no con vos, pero tenía que escarmentar a todas, pero no con vos, vos me podés, ¿entendés? No puedo permitirlo. Pero no con vos, porque cuando la vas de putita conmigo, de nena, de colegiala, de pupila del orfanato de monjas, me podes Juani. Y te creo el personaje y me dejo extorsionar con tus palabras mentirosas...
—¡Así!, ¡así!,¡mi amor!, ¡así! ¡cómo te siento! ¡seguí! ¡no parés! ¿Y no te acordás boluda, que todo ese espiche te lo enseñé yo?
Me sacó y le pegué una piña en un ojo que la hizo trastabillar.
Sos un pescado, pero no quiero comprar tu pescado podrido.
—¿Qué, te enamoraste?, ¡justamente vos! Que sos capaz de matar a tu vieja por un par de fasos o por una línea de merca. ¡Dejate de joder! ¡Conmigo, no!
Una trompada le reventó la boca y Juana cayó, tan mal cayó, que la cabeza rebotó en los adoquines y se quedó quietecita, como muerta. Nadie se acercó a socorrerla, nadie vio nada y hasta el cana que le estaba haciendo el filo se borró como una goma.
En el Ramos Mejía, por la mañana, llegaron de Crónica enterados de un asalto a una chica de la calle y salieron hablando de la inseguridad, de la falta de luces en las ciudad, del bajo presupuesto de la policía. Como no había testigos que entrevistar y realmente no aumentaba el raiting, cerca del mediodía, un espectacular choque entre un taxi y un colectivo en la avenida Independencia, se llevó las cámaras.
Todo el mundo aprendió la lección. No se tocó más el tema. Se repartieron las pilchas, se pelearon por las botas blancas de bucanero y por el osito de peluche que le había regalado cuando todavía era una nena, cuando aprendió conmigo a ganarse la vida. Las chicas siguen parando en las esquinas ofreciendo sonrisas y quita-penas.
Muy de vez en cuando, viene a buscarla un veterano al que Juanita le hizo creer que era el amor de su vida mientras le sacaba guita a rolete y el hombre, sabedor de todo, se hacía el que le creía y la ayudaba dándole lo mejor. Un día lo encaré al pobre y le dije que se olvide, que se fue con otro, que no venga a buscarla más, que cambió de parada.
—¿y por qué no?— me dijo—Es que a veces nos conformamos con tan poco... si con ella fui feliz, una vez en mi vida.
Lo miré al viejo con odio, estaba por darle un soplamocos, para que se avive, pero los ojos de carnero degollado del pelotudo me hicieron perdonarle la vida, porque, muy a pesar mío, el cielo es de los que creen.

Víctor Troncoso

Cositas sueltas

Traté de calentarme las manos con el aliento, parecía una empresa imposible, el frío me calaba hasta los huesos; el principal problema lo tenía en los pies, que no terminaban nunca de tomar temperatura. Me había puesto dos pares de medias y las botas mantenían todavía algo de la piel de cordero que en otros tiempos abrigaban, pero los bucles se habían caído marchitos por los años. El cielo era un gran manto gris plomo suspendido sobre mi cabeza, no presentaba fisuras ni permitía ver mas allá de nuestro alrededor, trataba de poner mi pie en la huella que había dejado Benjamín, aunque si él apuraba el paso dejaba de verlo, la mochila que cargaba a mis espaldas se había pegado a mis costillas y era parte de mi cuerpo, una gran joroba que traspiraba agua y me humedecía el lomo, la gorra pasamontañas trataba de tapar mis sufridas orejas, ya a estas alturas, insensibles. Para darnos ánimos nos gritábamos a pesar de que marchábamos en fila y muy cerca unos de otros.
—Me pareció escuchar ladridos—grité con toda mi voz.
—Sí, Sancho, seguí caminando—me respondió Gabriela.
Pero los nuevos ladridos venían del sur y fueron oídos por varios de los compañeros. Más de uno sonrió agradecido al cielo. Estábamos, por fin, cerca del campamento.
Siempre hay agua caliente y sobres de té, café instantáneo, capuchino, y muchos chocolates; ¡una fiesta! alrededor de un par de leños ardiendo, en un refugio de montaña. Hasta las mínimas acciones cotidianas se redimensionan y esa tarde, organizar la comida, pelar las papas, asar batatas, preparar un guiso con fideos dedalitos, que eran los únicos fideos que teníamos y poder ir al baño tranquilos, se habían convertido en un placer de dioses. Las chicas del grupo tomaron por asalto el agua caliente y con abundante shampoo se lavaban los cabellos, nosotros, los muchachos nos conformábamos con poder sacarnos las medias, secarnos los pies y en lo posible cambiar el calzado. En esos días de campamento juvenil, las delicias de la vida se componían de cosas mínimas y sencillas. También nuestras relaciones se cimentaban en la camaradería y en la confianza de la persona que, al lado nuestro, tenía que soportar temperaturas extremas o situaciones agobiantes. Cuando algo se rompía entre uno y el grupo o entre uno y el otro, eran diferencias para siempre, porque los egoísmos manifestados nos muestran crudamente cómo somos, sin afeites, con el alma descarnada. Desgraciadamente, eso mismo era lo que estaba pasando con Marita y conmigo. Antes de viajar, teníamos planes casi para toda la vida o, al menos, ilusiones que compartíamos con el grupo, cuando nos quedábamos hasta tarde en cualquier reunión sentados juntos, charlando de nuestro futuro. Al principio, éramos como hermanos, luego y por culpa del juego de la botella, nos dimos un beso como prenda, un pequeño beso de pre-adolescentes y nos unimos como estampillas. En el viaje, comenzamos a notar las diferencias, en realidad, yo empecé a darme cuenta que, por ejemplo, se guardaba caramelos en los bolsillos y no convidaba, que un día se adelantó y antes de que todo el grupo hubiese llegado al pueblo, tomó un autostop en la ruta y mientras todos la buscábamos, ya estaba sentada en el restaurante-kiosco-librería compartiendo amigablemente con el dueño y el hijo de éste, bebiendo un café y sonriéndoles agradecida. No le gustaba que le dijeran ni le reprocharan nada y comenzó a usarme para separse del grupo pretendiendo que la siguiera a todas partes, ella la estrella y yo un súbdito para servirla. Fueron cosas chiquitas al principio, naderías, pero una tras otra terminaron alejándonos, ella dice que creció y que yo soy buenísimo, pero un pendejo, un soñador. Ella, en cambio creció, está hermosa, más alta, más fina, más mujer. Lástima, esas pequeñas cositas sueltas.

Víctor Troncoso

miércoles, 28 de mayo de 2008

LA PRIMERA ACTRIZ

El camarín revuelto era tema de todos los días. Su temperamento flemático, impulsivo y volátil, le impedía tener las cosas en su lugar. La asistente personal ya había renunciado a guardar elementos desparramados, cuando intentaba poner orden, un cepillo volaba impetuoso y el grito estridente la ensordecía: ¡Dejame en paz!
Las sonrisas comprensivas de los que escuchaban, eran un coro silencioso de solidaridad para con la pobre mujer, que hacía años soportaba la histeria de la primera actriz.


Una noche, algo distinto pasó tras las puertas del camarín. Susurros y exclamaciones ahogadas reemplazaban al ruido cotidiano. El empresario, avisado por los demás actores de la rareza y no sin cierta impaciencia ante tanta liviandad, tocó a la puerta tímidamente al principio, luego con más energía y, al no responder a su llamado, la empujó vehemente, pero cedió sin resistencia alguna. La escena lo dejó asombrado por mucho tiempo y cada vez que la refería, miradas desconfiadas e irónicas le confirmaban que no creían en sus palabras.


El biombo, situado en una esquina del cuarto, aparecía tirado sobre el piso y en un perchero de pie, junto a chales y deshabillés, un radiante papagayo, vestido con el traje de la protagonista, miraba a su alrededor altanero. La asistente se había desplomado en una silla, completamente abatida. De la primera actriz, no quedaban rastros.


Cristina Scarlato

DETRAS DE SU MIRADA

La sombra en la pared alargaba la noche. Tenues luces lejanas dibujaban claroscuros difusos en el frente del edificio. Fugazmente se deslizó por una abertura lateral, donde no se veía puerta alguna. La calle quedó desierta. En el interior, se iban perdiendo, entre muros vidriados, haces intermitentes de luz que ascendían presurosos a través de las escaleras. Al llegar al piso diez, la penumbra fue aumentando paulatinamente, hasta convertirse en un estallido fulgurante que volvió día la calle principal.



Cuando la gente del pueblo salió para ver qué había sucedido, mezclado entre la multitud, un hombre de traje gris avanzaba quietamente. Una sonrisa torcida cruzaba su cara y en sus ojos un odio mortal brillaba embravecido.




Cristina Scarlato

sábado, 24 de mayo de 2008

La gata

Y cayó como el hombre prendido a su sueño.
ABELARDO CASTILLO

No sé si puedo a atreverme a escribir esto, es que no siempre se siente tan claro, ni todo es tan cierto como para contarlo y que sea interpretado de la misma manera. No es culpa de nadie pero ocurre, siempre ocurre, no todos sangran, ni a todos les es dado el privilegio de los sueños.

Viajábamos y me decías que iban a estar esperándonos en la Villa, te juro que no entendía el cómo ni dónde, pero cuando llegó un auto y nos llamó con su bocina, me dijiste muy suelta de cuerpo que era un enviado por los brujos de la Villa y yo lo miraba al hombre y él me miraba con ojos de espanto. Lo cierto es que te saludó, hablaron algo que no entendí y me diste la orden de que subiera en la parte trasera de la camioneta y eso fue lo que hice. Era una noche oscura, había muy pocas luces encendidas en el pueblo, fuera de temporada. (ahora las palabras saltan solas sobre el papel) porque yo no había pensado poner Gesell, porque dudaba si se escribía con una o dos eses, pero la palabra se acomodó sola, de un brinco y compuso sus caracteres sobre lo blanco de mi hoja, pero no era una noche blanca, me rondaban en la cabeza las ideas: de un refugio de nazis o de brujos, algo que era muy probable en la soledad de un pueblo sin asfalto y en invierno.
¿Me pareció a mí o el señor que nos recogió con su furgón era el hombre lobo? pero por las dudas, después que nos instaló en su garaje, le dije, —muy buenas noches— y él me volvió a mirar a los ojos, sin contestarme.

Fuese como fuese y haya ocurrido antes o después, esa noche yo esperaba que en algún momento pudiera abrazarte tiernamente y copular en la conjunción de Saturno, pero vos te refugiaste en pequeños juegos mágicos de encender velas con tu poder mental y las muy tontas hacían lo que vos querías y se aburrieron de prenderse y apagarse sólo al dictado de tus ganas. Cuando se te ocurrió, me acariciaste.

Estaba conciente y caminaba entre nubes y extendía mis manos y mis dedos se humedecían con las gotas de mar en los cielos del espíritu y recorría a dos mil metros de altura una quebrada, un valle, en tinieblas, por eso no me llamó la atención que tu cuerpo tuviese ese olor tan especial y tan fuerte, mientras transitaba tu constelación de Andrómeda y bajaba por la cordillera de tu espalda y me enredaba en los retorcidos bucles dorados de tu monte de venus, tus labios rosados, brillantes, húmedos, (Lucy, brillabas en el cielo con diamantes), con tus sueños irreversiblemente puros, de sudar al calor de un hogar de quebrachos ardientes.
En el pinar estaban tocando música clásica y miles de duendes y hadas vivían de fiesta en fiesta, hasta que llegamos nosotros y dejaron de danzar y se quedaron callados, mirándonos, Gaspar nos reconoció enseguida y vino a nuestro encuentro con los brazos extendidos y nos abrió la puerta para salir a jugar. Y aprovechaste para desenrollar tu largo vestido de puntillas y tules, siempre fuiste un personaje, recuerdo habértelo dicho, cuando te colocaba una flor en tu pelo, mientras girabas hasta caer sobre tus pies, embebida de cielos. Yo vestía de verde, la verdad no se porqué, pero estaba completamente verdecido, reverdecido, iluminado.



Pero no quiero olvidarme que les estoy contando esto, creyendo que todavía escuchan con atención, pensarán, seguramente, ¿y?, perdonen, yo también lo pienso, mas no puedo dejar de decirlo, porque los hechos duraron minutos o años, no lo puedo descifrar, sucedieron, posiblemente, en una noche como ésta.
No se lo que me pasa, o lo intuyo y no quiero darme cuenta, había una vez una princesa revestida de soles, con poderes extraordinarios (regalo de seres estelares) que hablaba de otros cielos habitados por criaturas luminosas, que convivían con nosotros los humanos en un mismo plano de existencia, sólo por un pequeño tiempo, por una breve jugarreta del destino.
Ocurrieron cosas increíbles, navegábamos por toboganes de agua de colores, bebíamos vida, danzábamos entre las estrellas, y una lluvia de meteoritos a nuestro alrededor, viajando a cientos de miles de kilómetros (si pudieran medirse).

Estábamos contemplando las brasas y yo tenía los ojos duros de mirar sin ver y rojos por el humo de los leños, (porque no nos habíamos movido ni un centímetro). No recuerdo cuándo me quedé dormido. Soñaba plácidamente, estaba pleno y feliz.
Nos llamaron para avisarnos que ya era casi el mediodía.
Te busqué y no estabas a mi lado.
Ya no estaba, ni yo con ella y, pensándolo bien, ni recuerdo su nombre.
A mis pies, ronroneaba una gata de angora blanca.

Y nos tuvimos que ir hacia la playa y me acompañaste hasta la puerta (y te quedaste en el umbral lavándote la cara con la pata derecha y me dijiste creo que miau , un miauuu largo), se cerró el portón y me fui solo, arrastrando los pies llenos de arena. Yo tenía un morral en bandolera y busqué en el fondo algo para ponerme en la boca, porque recién en ese momento sentí hambre y sed y desesperación.

Lo supe porque lo supe, ya no pertenecías a esta raza humana, esa noche bajaron de los cielos una escalera o te trepaste hasta la última rama del árbol mágico y te iluminaste.
Y como la lluvia moja mi cara en esta madrugada, cuando camino de vuelta a casa, así me sorprendiste con tus juegos de niña caprichosa, pero hay algo que nadie podrá borrar de mi memoria: me acariciaste, dulcemente, me acariciaste, muy dulce, la mente.


Pasaron muchas temporadas desde aquel Gesell.
Nunca localicé de vuelta aquella calle, ni la casa, ni a la Gata. Volví varias veces al “Bar o Bar” busqué entre las montañas de cáscaras el poema que la preanunciaba, que me había escrito el Negro Julio cuando actuaba en “Hair”, pero lo único que encontré fue un cementerio de burgueses consumiendo historia, la vida de los otros, la apariencia de una mezcla mal cortada., pero esa es otra punta de un ovillo todavía sin hilar.
Víctor Troncoso

Caminos Obvios

“Toda la noche estuve dando vueltas en la cama, creí al principio que era algo que había comido, pero las nauseas me salían del alma. Estaba insegura, muchas veces me propuse cosas difíciles y las logré, pero esto que sentía no era nuevo, era producto de un gran estrés, pensé, y recurrí a dos pastillas para dormir”.
Cerró la puerta de acero con doble llave, después la de rejas, y antes de bajar los tres escalones que la separaban de la acera activó la alarma. En la calle la esperaba su auto, el chofer la saludó amablemente, hicieron dos cuadras y doblaron en la esquina de Los Jilgueros y Las Torcazas, para salir del country “Bellas Flores” de Tortuguitas.

Pedro le dio un beso a su mujer que estaba remoloneando antes de levantar a los chicos para llevarlos al colegio; cerró la puerta de su casa y caminó seis cuadras. Siempre ponía mucha atención al cruzar la colectora, en esa zona los autos circulaban a gran velocidad y no se detenían nunca por miedo a los asaltos; llegó a la parada del colectivo y saludó entre dientes y por compromiso a varios conocidos que esperaban el micro. Después de viajar más de una hora parado, pudo sentarse. Estaba entrando a la capital, todavía tendría unos veinte minutos hasta el centro y aprovechó para dormirse.

La señora de Bugartín apenas subió al auto, llamó desde su celular a la secretaria para ultimar detalles de la agenda del día de hoy, pospuso un encuentro con la firma Monsorte que revestían piletas de natación para otro día y pidió que anulen la cita con una amiga, esposa de un alto ejecutivo de una empresa extranjera, corrió la entrevista con el gerente de la firma para media hora más tarde y suspendió todas las citas y compromisos de la jornada, dejó en blanco varias horas, para ella, personales.

“Mientras fui chico siempre creí que era feliz con mis juguetes, con el amor de mis padres. Para llegar a nuestra habitación, en la casa de mi abuela, había que subir la escalera que daba a la terraza, era nuestro refugio. Jugaba con autitos de plástico, mis primos los armaban con una cucharita y masilla para darles peso y que no volcaran, siempre me ganaban porque eran más listos y más grandes. Era en verano, por el sol, miraba a las personas a la cara y pensaba, las veía correr al lado mío atendiéndome y pensaba...¿qué les voy a dejar a mis hijos ahora que me estoy muriendo por un infarto de pecho?”.
Se despertó sobresaltado, en cinco minutos escasos había visto ¿o soñado? toda una vida , lo que hacía, dónde se movía, quién era. Miraba angustiado por la ventanilla: el Bajo Porteño, Paseo Colón, la avenida Córdoba, los altos rascacielos, tenía la espalda contracturada trató de estirarse, de despabilarse, estaba llegando a su destino.

Como muchas mañanas, le informaron del desarrollo de la empresa, los recaudos a tomar ante los rumores de desabastecimiento, el aumento de precios, la caída de la Bolsa, la suba del Petróleo, las perspectivas de ganancias anuales, la diversificación de sus inversiones, los informes del estado de los proyectos y las medidas de reducción de gastos y de personal. Para sorpresa de sus gerentes, los oía pero no les prestaba atención. Finalizó la reunión agradeciéndoles y los despidió sin tomar ninguna determinación ni responder inquietudes. Atónitos, dejaron el despacho para continuar cada quién con su tarea.

El capataz de Pedro parecía que no había tenido una buena noche o algún entripado le destrozaba los nervios, porque estaba con un día de perros y antes de que hubiesen empezado a trabajar ya sacaba espuma por la boca.
—Va a ser un día difícil—pensó Pedro, acostumbrado a soportar humores ajenos. Trató de desaparecer de la vista del capataz, desde muy chico jugaba a que tenía el poder del hombre invisible, pero cuando escuchó.—Pedro, venga a mi oficina— sintió un escalofrío que le nació en la nuca y repercutió en su estómago con un retorcijón típico, como cuando la señorita Marta le decía: —pase al frente y dígame la lección. Bajó la cabeza y caminó pensativo. El capataz lo llamó desde el interior de la oficina y él entró.

“El mundo no cambia en un día, ni por unas horas perdidas, pero yo sí, lo necesito. Hoy es el día que esperé en años, ya no puedo más y antes de que explote mal, que haga alguna barbaridad irreparable, que me vean débil y frágil, mejor me voy para siempre”.
Cuando dejó su despacho se cruzó con su secretaria quién necesitaba una respuesta para finalizar una de las tareas asignadas y ella sin detenerse, le dijo —después querida—Tomó el ascensor que la llevaba directamente a las cocheras. Contrariamente a las costumbres quiso ser quien manejase, dejó chofer y personal de seguridad en el playón, salió buscando la avenida y se perdió por la Costanera. Hacía muchísimos años que había dejado de manejar.

—Buen día— dijo y esperó que su jefe asintiera con la cabeza, avanzó un par de pasos y se acomodó lo mejor que pudo en una silla de plástico negra. —Como usted sabrá, estamos atrasados en el desarrollo de la obra y según me informaron, últimamente no vemos en su trabajo la contracción y el cuidado que sabía ponerle a lo que se le encomendaba, por lo tanto pensaron que lo mejor sería prescindir de sus servicios, pero yo me opuse personalmente a esa disposición y sacando la cara por usted, Pedro, ya que lo conozco desde hace tiempo, logré que le den una nueva oportunidad: un traslado a la sucursal de Campana. Espero que no defraude mi amistad—. La noticia le cayó como un balde de agua fría, calculó rápidamente que tendría más gastos de traslado, más horas de viaje, más tiempo fuera de su hogar, pensó en sus hijos, en su esposa, se mordía los labios para no contestar, agradeció la confianza recibida y salió aceptando todo lo que le había dicho, sintiéndose un perfecto idiota.

La Panamericana estaba relativamente liviana hacia Pilar, a esa hora el tráfico iba en sentido contrario. Dejó el auto a un valet y entró en el Sheraton. Le dieron una habitación con vista a la pileta y las canchas de tenis, pidió una botella de champagne y una masajista, se bañó y relajada por los masajes o por la bebida durmió una siesta, después pidió al conserje una maquilladora, una peinadora y una manicura; al anochecer, vistió de largo, con un vestido negro, muy elegante, que había adquirido en París y mirándose absorta, largamente, en el espejo—estás divina— se dijo, pero ni sus ojos, ni la sonrisa pintada en su boca le creyeron. En la cartera de raso y lentejuelas bordadas a mano, guardó una pistola veintidós corta, niquelada, con cachas de nácar blancas.

Mientras volvía a su casa, Pedro se imaginó mintiéndole a su mujer, explicándole las ventajas del traslado, la amabilidad del capataz, el ascenso y la confianza depositada en él. Miraba con ojos lánguidos un paisaje desolado, el de su alma, se imaginó saliendo de su casa a las cuatro de la mañana para volver de noche, cuando sus hijos estarían cenando o ya dormidos. Quizás todo resulte para bien y el cambio me favorezca, quizás nuevos compañeros un poco más humanos y no la raza de víboras traidoras que había conocido. Se observó en el reflejo del vidrio de la ventanilla del colectivo y se sintió un infeliz, un pobre fracasado, uno más del montón de los descartables de hoy, se tuvo asco, —si pudiese me emborracharía —se dijo— hasta olvidarme.

A las nueve en punto, la señora de Bugartín bajó al salón comedor, un camarero le acomodó la silla, ella agradeció sonriendo y cenó sola.

Cuando Pedro llegó, sus hijos se le colgaron del cuello, a los besos.

Víctor Troncoso