sábado, 24 de mayo de 2008

El camino del Tigre

No pensar en nada salvo en la brasa del cigarrillo que colgaba oblicuo de sus labios entreabiertos.
JUAN JOSÉ SAER


La puerta se cerró detrás de él con fuerza, caminó un par de pasos y dobló su cuello para mirar, por las dudas. El barrio permanecía en silencio. Luego se alejó con la certeza de que lo había hecho como Dios manda. Hay cosas que no se pueden perdonar así porque sí. Bajó dos cuadras por La Rioja y se paró en Brasil a esperar el colectivo. Sentía las manos sucias, olió sus dedos, se acomodó lo mejor que pudo el saco, la camisa puesta dentro del pantalón, la bragueta cerrada y como a esa hora estaba fresco se levantó un poco las solapas. La estación de servicio de la esquina era lo único que tenía cierta vida propia, lo demás todavía no había despertado.

Decime la verdad, le había dicho, ella permaneció acurrucada en la esquina de la cama contra la pared, buscando defenderse de la cachetada que seguro partiría detrás de esa catarata de insultos, de esos ojos perdidos por el odio de sentirse un macho humillado. Vendrían seguramente, las preguntas que no podría responder (para no empeorar la situación), las comparaciones odiosas, el pase de facturas, la angustia de sentirse fuerte y débil a la vez, porque lo hecho fue por amor, equivocada o no, pero por amor.
¿Sabés cuanto hace que no me pasa nada con vos? Te creés que sos el dueño de mi vida porque venís a mi cama cada vez que te dejo, estás loco pibe, te adueñaste de mí y no tiene nada que ver, yo soy yo y de mi vida hago lo que quiero o ¿tenemos un contrato escrito y firmado donde dice que yo soy tuya?, lo pensó, estuvo a punto de gritárselo en la cara, pero se quedó callada. Manoteó como pudo un cigarro, quería escaparse con el humo que subía hacia la ventana.

De la cabecera de la línea seis, el primero salía a las cuatro, todavía tenía unos quince minutos de aguante en la esquina, enseguida aparecerían los trabajadores que van temprano al centro: mozos de bares, personal de limpieza de oficinas, vendedores callejeros. Sería bueno tomarme un café, pensó, lo estoy necesitando, se dijo, convenciéndose a si mismo de que todo estaba normal, pero no, no podía quedarse quieto, estaba temblando, miraba a cada rato hacia la otra cuadra tratando de adivinar la llegada del puntero, que ya tendría que haber salido de Soldati y estaría por Pompeya a unas quince cuadras, para colmo de males se había quedado sin un cigarrillo, sin un puto cigarro. Las luces amarillas y la neblina cerrada enmarcaban un día de mierda.

Ella prefería tener los ojos bien abiertos, esquivar la mirada directa, pero no perderle pisadas, quería salir lo más ilesa posible. Él no dejaba de rodearla, de tirar cosas, de insultarla, de pedirle perdón y ante cualquier excitación volver con la misma cantinela una y otra vez, trepanándole el cerebro, convencido que era su mujer quien tenía toda la culpa pero ahora ella esperaba que terminase de una vez y se fuese, para poder cerrar la puerta con cuatro llaves o escaparse a los brazos de su vecina y amiga en busca de refugio. Trataba de aspirar su gouloise en silencio, sin moverse.

Estaba furioso, todo lo abría o cerraba con vehemencia, no quería pegarle pero tampoco podía dejar las cosas así, había algo más en juego que su corazón partido en mil pedazos, su hombría.

Comenzó a buscar en el cajón de abajo del placard un par de medias, una camiseta y alguna corbata que había ido dejando en la casa. Recordó el primer tomo de Cuentos Completos de Cortázar de la mesa de luz, el CD Mothership de Led Zeppelín y un paquete de chiclets adams sabor a menta, que creyó necesitar. Buscó del baño su cepillo de dientes y tiró todo, con bronca, en su mochila negra, se la cargó en el hombro izquierdo y cuando estaba por abrir la puerta ella le dijo que al libro lo habían comprado a medias, la miró con un odio que le broto de las entrañas y estrelló contra la pared de la cocina la mochila al grito de:¡ metételo en el culo!...

Buscó la cara, la enfocó como un perro salvaje de ojos rojos, la miró como nunca había mirado a nadie, todo su cuerpo sintió el impulso de impactar en la laringe, en el centro de su garganta, la mano acostumbrada a dibujar el camino del tigre en T´ai ch´i partió hacia el punto de fuego, describió un semicírculo, salió disparada como una ballesta que estuvo sujeta por los invisibles hilos del destino.

Doce minutos y el seis dobló por la esquina de la Cantina de Roberto, tomó Brasil y llegó bufando, con un par de cansados cuerpos de obreros mal dormidos. Hasta Corrientes y Callao, dijo entre dientes, y la máquina le entregó el boleto de un peso con la hora y el día en que ella salió de su vida.
Él prefirió no pensar en nada, salvo en la brasa ahora apagada para siempre.

Víctor Troncoso

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