jueves, 8 de mayo de 2008

Lo que hace felices a otros

Cuando apareció mi hermano yo hacía rato que me veía al espejo del botiquín. Quería establecer de una vez para siempre el grado en que unos tempranos asomos de decrepitud habíanse ya cobrado su precio sobre mi cara. Me escrutaba desde tan cerca que me daban náuseas y vahídos, y se me aflojaban los brazos que me apuntalaban sobre el lavatorio. Manipulaba las hojas laterales del espejo tripartito cuando mi hermano me exigió: “Traé la pistola del cajón de papá. Vamos al fondo a ver a Ordoñez o se nos va a pasar la hora”. Últimamente, iba y volvía yo de manera compulsiva entre mi habitación y el baño, y con frecuencia él me reprochaba que de hecho hubiese acaparado este último para mi uso personal, amén de que lo hiciera espoleado por una especie de coquetería que no le sentaba bien a un hombre. Pero lo mismo me veía impulsado a constatar que los estragos comenzaban por fin a insinuarse y, por regla general, me acercaba sin más ánimo que este de confirmar un hecho en esencia consumado, no bastándome para ello mis innumerables observaciones precedentes, por fundarse en aún muy tímidos indicios que se podían poner ciertamente en tela de juicio tantas veces cuanto a uno le diera la gana, por sugerentes que resultaran. Con menor frecuencia me conducía hasta el aseo el afán de darme un retoque, un correctivo de último momento que todavía pudiese enmendar, más no fuera parcial y provisoriamente, aquellos prematuros ultrajes del tiempo. Como fuese, lo esencial era que no iría por ahí campante brindando al prójimo un penoso espectáculo del que solo yo no estaba enterado. Una vuelta pensé, siempre frente al espejo: “Si me quedara ciego ahora sería horroroso”. No obstante, tampoco me gustaba ni medio lo que me devolvía el reflejo. Lo esencial, entonces, era monitorearse a sol y a sombra. Me dio un poco de corte seguir con aquello a la vista de mi hermano. “No, dale, ¿por qué no vas vos che? Tenés piernas tan buenas como las mías”. “No, no, andá vos. Mamá ya se lo ve venir, y si se entera papá... no querrás que se haga más malasangre en este preciso momento, ¿no? De vos no se esperan algo así”. “Bueno, de acuerdo. Aguantame tres minutos más y estoy con vos”. “Te espero al fondo, en el techo”. Cerré los espejos laterales con cierta irritación y me miré a los ojos en el central, como desafiándome, aunque al instante me encontré teatral y bajé la vista avergonzado. Abandoné el cuarto de baño en dirección al dormitorio de mis padres. Desde el pasillo pude observar sus nucas asomando por encima de los respaldos de sendos sillones en el living; la de papá, quien estaba evidentemente dormido, pendía flácidamente bamboleándose con cierta brusquedad. Me quité las zapatillas y avancé a hurtadillas hacia la pieza, sin despegar la vista de las nucas. Una vez dentro procedí a abrir con extrema cautela las portezuelas de la mesita de luz de papá, y retiré del interior de ésta dos pares de zapatos muy gastados y opacados por el uso. “Pobre papá” pensé. Se trataba efectivamente de un pobre hombre que trabajaba a destajo y merecía su justo descanso, mientras que Ordoñez no era más que una rata cebada e indolente que no conocía de sacrificios. Este pensamiento inyectó algún ímpetu al cometido que hasta entonces llevaba adelante meramente en arreglo a la voluntad de mi hermano. Extraje la caja de zapatos ubicada al fondo de la mesita, envuelta en una hoja de diario manchada de pomada de lustrar, siguiendo al pie de la letra las instrucciones de mi hermano, hasta que los hechos discreparon de su descripción: había en el interior de la caja dos y no una pistolas. Desconcertado me dispuse a examinarlas, si bien ignoraba todo lo relacionado con pistolas. Ubiqué los cañones lado a lado y noté que uno de ellos le sacaba varios centímetros de longitud al otro, pero por cierto eso no me decía nada. En esta infructuosa comparación estaba cuando escuché un deslizamiento de sillas, proseguido por los pasos in crescendo de mamá camino al baño de adelante. Entretanto le oía cepillarse los dientes me dediqué presuroso a volver todo a su sitio, haciendo aparte una de las pistolas, que seleccioné al tuntún. En primera instancia encontré más sensato llevarme ambas armas, por si acaso; pero un irreflexivo escrúpulo me obligó a descartar una de ellas, so riesgo de incurrir en una infracción por partida doble: no quería llegar tan lejos. Ya restaurado el orden más allá de cualquier sospecha, y con mamá practicando unas gárgaras postreras, salí a la disparada de la pieza, amparándome en los ruidos de los buches y el agua fluyendo, sin olvidar recoger al paso las zapatillas que había dejado en el pasillo. Mi hermano aguardaba sentado en un zócalo donde termina el enchapado, allá junto a las planchas enrejadas que se elevan por encima de la medianera, en un sector donde ésta no se encuentra rematada por astillas de vidrio de botella. Ya hacían los primeros fríos del otoño y el viento le desordenaba los cabellos a mi hermano, que se veían más recios y densos que los míos, aunque también el tiempo mostraba la hilacha en él, dándose a conocer mediante una sutil trama en rededor de los ojos, que bajaba incluso hasta los carrillos: el asqueroso encaje de los años ya presente en un individuo relativamente joven. Estas primeras señas de declive le hacían representar una edad bastante por encima de la que tenía. “Es algo de sangre”, me dije a la par que acudían a mi memoria los zapatos descuajeringados de papá. Sentí otra vez en carne propia el desamparo de papá durante la conciliación, al verse moralmente demolido por Ordoñez en aquel estudio piojoso que hedía a humedad y encierro. Una vergüenza a nivel familiar. Pero al mismo tiempo me avergoncé de papá, culpándole por haberse dejado atropellar de tal modo, poniendo en evidencia su debilidad constitutiva. Este sentimiento traicionero, que era sumamente ingrato y que yo hubiera querido sin duda extirpar en lo posible de mi conciencia, redobló el despecho que ya sentía con motivos de sobra hacia Ordoñez, por ser quien, en definitiva, se había encargado de demostrarme con pelos y señas la clase de panolis que éramos los Argañaz. Me recreé en su papada tumefacta y en las manchas hepáticas o queratósicas que le salpicaban la cara, confiriéndole su característico aire de batracio, al Ordoñez. Entonces, en un descuido, pisé una hoja mal clavada del techo y la chapa retumbó audiblemente. “Andá con más cuidado”, suplicó mi hermano, que no acababa de curarse de espanto conmigo, “Dios me libre si se despierta la tía. Si la vieja espamentera arma una de las suyas, al rato tenemos a gendarmería en casa”. Pero aunque la tía no oye nada, no quise contrariar a mi hermano y asentí en conformidad. Reanudé el paso más sigilosamente y pronto alcancé su puesto sin nuevos sobresaltos. “Mirá”, me dijo señalando al grueso perro de Ordoñez, que estaba echado de lado en el pasto. Dominando la escena una luna llena derramaba su luz marfileña sobre los techos herrumbrosos de corralones y depósitos de chatarra; en lontananza se distinguía el puente saltando como con asco por encima del río, cuyos pronunciados meandros se perdían a la distancia, transportando lentamente un viscoso caudal que a la luz sublunar centelleaba con reflejos oleaginosos, culebreando entre miserables barriadas de techo bajo, imponentes complejos habitacionales y esporádicas carcasas de industrias abandonadas largo tiempo ha; por lo demás, el cielo se encontraba desacostumbradamente despejado y, al respirar, el aire gélido y límpido me irritaba las mucosas nasales, irradiando dolor hacia el ojo y oído derechos a través del trigémino. El perro de Ordoñez se reinstaló perezosamente sobre su otro costado y yo le pase la pistola a mi hermano, que le había clavado la mirada al animal. Al verla, se le demudó la expresión. “Pero boludo, ¡esto es un revólver!”. A duras penas se contuvo para no ir más lejos, puesto que la decepción ya le había hecho elevar la voz por encima de lo prudente. “Te dije que fueras vos”, repliqué, sin encontrar otra excusa, “yo no entiendo ni jota de armas”. Sobre la parecita ante la que nos habíamos agazapado se disponían dos agujas que mi hermano había untado con un concentrado logrado a base de evaporar grandes cantidades de matarrata disuelto en agua. Ninguno sabía a ciencia cierta si en aquella dosis, o administrado de forma intramuscular, el veneno resultaría letal, pero no íbamos a probarlo con un animal que no perteneciera a Ordoñez, o que no fuera Ordoñez mismo. De no haber mediado mi incompetencia, las agujas envenenadas se hubieran disparado desde un pistolón lanza dardos que papá conservaba como recuerdo de una juventud, tal vez prometedora, que le había llevado hasta el litoral en el cargo de auxiliar de una expedición de investigación, focalizada ésta en el estudio de un ecosistema equis de la zona selvática. Entre otras tareas de índole general, papá se encargaba de disparar dardos tranquilizantes a unos insignificantes monitos de rala pelambre, patizambos y de vientre hinchado, en suma de un aspecto verdaderamente contrahecho, que vaya a saber por qué resultaban de gran interés para los estudiosos. Nosotros supimos de esta excepcional faceta de papá de la mano de unas diapositivas que él solía proyectar durante las fiestas familiares, para delicia de los mocosos, quienes adoraban aquellas proyecciones que cortaban el aire con una pirámide cuadrangular en cuyo vientre refulgían minúsculas motas ondulantes, como suspendidas en una solución lumínica. Entretanto la abuela disponía sobre la mesa su juego de tazas de chocolate y una abundante bandeja de vainillas, los niños, sentados en el piso y con los rostros delineados por un acusado claroscuro, clamoreábamos con sorpresa renovada ante cada archiconocida imágen, ya deteriorada ostensiblemente por el tiempo, el polvo y el manoseo. Del entusiasmo generalizado hay que excluir a un tal primo Ernestito, a quien se tomaba sin excepción de punto por guardar cierta resemblanza con los monitos de las diapositivas, parecido que, aunque remotísimo, era acentuado hasta el paroxismo por la perfidia de los niños, que no se hubieran detenido hasta haberle visto crecer el rabo, al desdichado Ernestito. Así, veíamos a papá bajo una luz tan diferente de aquella que nos lo presentaba día a día. Un ruido interrumpió la calma nocturna, expulsándome de unos recuerdos que aún siendo recientes se me aparecían añosos y lejanos en la imaginación. Sentí como la mano de mi hermano aferraba mi hombro, tironeando hacia abajo, conduciéndome al resguardo de la medianera. Permanecimos silenciosos allí, en cuclillas, observando por una hendija entre el muro y el enrejado como Ordoñez andaba el trecho que iba desde el cuerpo principal de su casa hacia un cuartito trasero de función desconocida, atravesando por un sendero enlosado el jardín donde reposaba su adiposo perro. Mi hermano introdujo el caño del revolver por el resquicio murmurando “¿Por qué no lo matamos a la basura esa? Si no lo hacemos nosotros, nos va a terminar ganando de mano”. Yo contuve un súbito impulso de sujetarle el brazo, de evitar una inminente tragedia, en primer lugar porque no creía que hablara en serio, y en segundo porque no deseaba que me tuviese por flojo, máxime tras la ineptitud que venía demostrando hasta el momento. Al fin, él retiró el arma con una mirada repentinamente cansada y vacua, rotándose para buscar respaldo contra la medianera. Yo le imité y estuvimos así un buen rato, contemplando como las luces de la ciudad cortaban la oscuridad con la misma fluorescencia que el proyector de papá en las fiestas, sumergiéndonos en una atmósfera enrarecida, irreal, como de sala de cine. Al cabo mi hermano dirigió la atención al revólver que descansaba en su regazo y formuló una pregunta que hasta entonces había permanecido tácita: “¿Para qué la habrá comprado papá?”. Durante la conciliación nos habían sentado en un largo banco amurado a un lado del pasillo del estudio. Enfrente, tras una puerta que era franqueada de tanto en tanto por el personal del lugar, tenía lugar un careo entre Ordoñez y papá. También se encontraba dentro mamá, puesto que habiendo encontrado a su esposo tan sobrepasado por los acontecimientos, quiso apoyarle del único modo que conocía: ofreciéndole su silenciosa compañía. Y completaban el cuadro: uno, el abogado de Ordoñez, que era hombre extremadamente delgado, al punto de parecer víctima de una enfermedad consuntiva, y que llevaba el cráneo calvo surcado por unas contadas cerdas que iban de lado a lado, y que alisaba constantemente con su mano pringosa; y dos, un mediador neutral provisto por el estudio, que parecía mejor preparado para el papeleo que para el trato con sus congéneres, un chupatintas que tuvo nula participación durante el malogrado acuerdo extrajudicial. Como los asistentes iban y venían con manifiesto apremio, solían dejar la puerta entornada tras su paso, permitiéndonos otear lo que transcurría en el interior del recinto. Papá había confiado sobremodo en la aparente irrecusabilidad de sus acusaciones, que eran de una claridad meridiana y se ajustaban a los hechos contantes y sonantes. También había descansado incautamente en la buena fe de las partes para hacer prevalecer su posición. En el transcurso de un intolerable número de noches en vela, había anticipado aquel momento en que espetara dos o tres verdades, sencillas y sólidas, a la cara del desvergonzado de Ordoñez, escupiéndolas una a una en su imaginación desbocada por la falta de descanso y las irritantes vejaciones del vecino. Luego de asentada la denuncia correspondiente en el Centro de Participación y Gestión del barrio, había ofrecido conciliadoramente a Ordoñez la posibilidad de alcanzar un acuerdo extrajudicial “entre personas razonables”, convencido de antemano de su inevitable victoria, la de los buenos y los justos. Ordoñez todavía tuvo el tupé de hacerse rogar, solicitando un plazo de gracia para considerar atentamente la propuesta, período que se extendió sine die sin nuevas noticias suyas, y sin que la denuncia atemperara tampoco en medida alguna la abusiva conducta que le diera cauce. Ya un poco minada su confianza y viendo peligrar la mediación, papá se vio en el trance de tener que insistir a Ordoñez, que acabó por acceder pero como quien hace un favor de mala gana. Papá, cuya fe en sus propias facultades y su noble causa corría a la par que su inexcusable ingenuidad, acudió sin abogado. Mientras los concitados aguardaban al mediador, quien había avisado a último minuto que llegaría con demora, mantuvieron un dialogo informal, empero poco amistoso. Este intercambio preliminar vino a ser como un simulacro de lo por venir, con papá exponiendo sus sólidas razones y los otros dos relativizándolas, restándoles importancia o negándolas de plano, recurriendo a subterfugios de leguleyo y a hábil oratoria. Para cuando el medidador se hubo apersonado papá comprendía perfectamente que su vehemencia no compensaría su falta de elocuencia ni sus falencias retóricas; esta certeza le hizo perder también la vehemencia. Había pecado de simple. Por el contrario, el picapleitos que representaba a Ordoñez, no obstante su repugnante apariencia, se había revelado hombre de recursos, muy versado en la letra chica, la sofistería y la tramoya legal. Fue entonces que el mediador invitó cansinamente a los litigantes a ingresar a la sala, a la par que pasaba un pañuelo arrugado y húmedo por su frente perlada de sudor. Mamá, advirtiendo el súbitamente descompuesto y carente de color semblante de papá, nos condujo consternada hacia el asiento, llevando a la rastra sujeto de un tirador de su conjuntito a mi hermano, que forcejeaba tenazmente por escabullirse hacia el salón, haciendo primero trompas y luego un berrinche sin parangón, hasta que un empleado de aspecto severísimo se aproximó a ofrecerle un caramelo, que mi hermano arrojó a sus pies, y finalmente a conminarnos a guardar la compostura o, caso contrario, abandonar sin más ni más el edificio. Este ultimátum hizo entrar en razones a mi hermano, que en adelante permaneció sentado en absoluto silencio, si bien conservando su gesto mohíno, y observando atentamente los acontecimientos que se daban cita en la sala, cada vez que la puerta quedaba entornada. Por lo demás, era aquella una puerta enorme y descoyuntada que estaba rematada por un abierto ventanuco en bandolera, por el que se colaba audiblemente todo lo que se debatía en el interior. Así, atestiguamos como papá se ahogaba en la mar de fórmulas y tecnicismos, ora quedándose sin palabras, ora expresándose inapropiadamente al momento de decir por fin lo que había ensayado hasta la náusea en su imaginación, mirando el cielorraso del dormitorio, pero que, puesto en práctica frente a un Ordoñez de rostro lapídeo que a lo sumo se limitaba a enarcar una ceja, no sonaba ni con mucho tan contundente, o siquiera coherente, como papá había previsto. Ordoñez había sido denunciado por ruidos molestos. Estaba legalmente habilitado para alquilar el fondo de su lote para el festejo de cumpleaños infantiles en interiores acústicamente aislados, los viernes y sábados hasta las doce de la noche; la habilitación no se extendía a los casamientos, despedidas de solteros y cumpleaños de quince que de corriente tenían lugar allí, tanto viernes y sábados como vísperas de feriados, prolongándose a todo volumen hasta la madrugada, y sitos mayormente al exterior, en el fondito colindante con nuestro lote. Más de una vez se habían oído tiros al aire, y eran moneda corriente las imprecaciones que los borrachines aullaban a los cuatro vientos. Los fraudulentos documentos que presentó Ordoñez constataban que cada evento se había celebrado de estricto acuerdo a las normativas estipuladas. Aparte esto, no había constancia de denuncias de otros vecinos de la cuadra, que corroboraran el testimonio de papá. Por otro lado, que los adultos participaran en fiestas infantiles, se emborracharan y gritaran groserías inadecuadas para la psique infantil, no era de ningún modo asunto de Ordoñez, quien se limitaba a llevar honradamente su negocio. “Usted tiene que vivir y dejar vivir, Argañaz”, le dijo Ordoñez a propósito de esto. Asimismo, pasado el horario de la fiesta, la propiedad perdía su naturaleza comercial y podía ser empleada por Ordoñez como le viniese en ganas, celebrando fiestas, e incluso francachelas, con sus amistades a lo largo y ancho del lote; cualquier demanda en este sentido excedía la denuncia en curso y debía efectuarse por separado, mediante una nueva denuncia a título personal. Cuando papá se obstinaba neciamente en sus balbuceantes apelaciones a la buena fe y la buena voluntad, el abogado de Ordoñez, como la criatura de mala entraña que era, replicaba a su cantinela con bufidos y resoplidos de impaciencia, antes de proceder a rebatir elegantemente y por enésima vez los argumentos de su contrincante. A la postre Ordoñez ofreció una irrisoria compensación monetaria como todo resarcimiento, a condición de que se considerasen cubiertos con retroactividad todos los leves percances que su empresa pudiera haber causado en el pasado, y que asimismo se diesen por compensados cualquiera otros inconvenientes de esa naturaleza a tener lugar a partir del día de la fecha. Es posible que Ordoñez aceptara participar de la mediación con el sólo objeto de formular esta insultante proposición suya. Esta nueva provocación rebasó el autocontrol de papá, quien medio se incorporó para señalarles con un dedo acusador y tembloroso que sajaba el aire a la vez que era proferida una retahíla de insultos como “desfachado”, “sinverguenza” y “chupasangre” (este último destinado al abogado). Pero papá tartamudeaba y de su boca manaba en verdad más saliva que epítetos hechos y derechos, por lo que en conjunto daba un espectáculo bufonesco. Ordoñez y su compañero se abstuvieron de todo comentario, afectando una indiferencia poco natural, con la que daban a conocer que no se rebajarían a replicar las barbaridades que tartajeaba papá. El abogado se incorporó y pasó un estudiado rato abocado a alinear las hojas que llevaba en una carpeta, golpeándolas levemente contra la mesa, primero de un lado, luego del otro, y recomenzando la operación. Al cabo le dijo a Ordoñez: “Le ruego me disculpe Ordoñez, pero tengo cantidad que hacer, ya sabe, y no puedo seguir perdiendo el tiempo. Además, acá ya no queda nada por hacer”. Y Ordoñez: “Ah... ¿pero qué dice Arregui? El que tiene que disculparse soy yo. De haber sabido ni le hubiera molestado. Bueno... por lo menos para la próxima ya sabemos a que atenernos”. Mamá le masajeaba ligeramente los hombros a papá, intentando tranquilizarle e ir empujándole hacia la puerta en la misma maniobra, pero papá, sin acusar recibo, continuaba enajenado vomitando su desarticulada diatriba contra la dupla Ordoñez-Arregui. Con esto no hacía más que embarrarse el mismo, claro está. Al final, el pobre infeliz sucumbió a la tensión y, crispado el rostro, no alcanzó a llevar una mano contracturada al pecho antes de caer como peso muerto, golpeándose de pasada la sien contra un ángulo de la mesa. Mamá se arrodilló junto al cuerpo desvanecido, sacudiéndole y llamándole. Mas papá no reaccionaba y ella, desmoronada, se echó a sollozar sobre el pecho de él. “¡Ay Virgen Santa!”, sollozaba, “¿Qué te paso Pepito? ¿Me oís? ¿Me oís?! Pepito ¿Me oís? Virgencita no me hagas esto...”. Nosotros ingresamos pitando al salón, y de no ser porque un auxiliar que le había adivinado la intención se le anticipó sujetándole del bracito, mi hermano se hubiera arrojado sobre Ordoñez. Cuando el hombre le alzó en brazos mi hermano, a pesar de su tierna edad, pateaba fieramente el aire, dirigiendo a Ordoñez una mirada que denotaba a las claras su deseo de comérselo vivo. A todo esto el mediador, alelado y con el labio inferior colgante, miraba alternativamente a Ordoñez, a su abogado que aún no atinaba a retirarse -en vistas a los nuevos sucesos-, y a un grupúsculo de empleados que principiaba a amucharse junto a la entrada, como si esperara recibir nuevas instrucciones de alguno de ellos. Por fin, aclarándose la garganta, sabiéndose la única persona solvente sobre la que tácitamente recaían las expectativas de los circunstantes, Ordoñez intervino aproximándose a mamá para preguntarle “Señora, ¿su marido esta afiliado a alguna obra social?”. Para ese entonces, Ordoñez señoreaba indiscutiblemente la situación, y sí que sabía desenvolverse con soltura en ese rol. Extrajo un flamante teléfono celular de su cintura y se aprestó a pulsar el número que le dictara mamá. Empero ella tenía el pulso a la miseria y por más que rebuscara en los bolsillos del saco de papá los papeles se le escurrían entre los dedos antes de que pudiera leerlos; a la sazón el mediador entrevió bajo un montoncito de documentos el carnet de la obra social y lo entregó a Ordoñez con una expresión de autosatisfacción casi orgásmica. Pero para cuando Ordoñez comenzó a marcar el número, papá ya volvía en sí. Mamá, profundamente aliviada, le besó la frente, donde un hilillo de sangre coagulada descendía desde la ceja al puente de la nariz. Lo besaba, lo besaba, y exclamaba sin pudor: “Gracias a Dios y a la Virgen, Pepito, que estés bien, pensé que te perdía, mi vida... ay, no sabes el susto que pasé...”. Ordoñez, todavía consustanciado en su papel de conductor, dió un paso adelante y le tendió la mano a papá. “Usted a mi no me toca, rata inmunda. Puedo levantarme solo”, fue la respuesta de papá. Ordoñez se encogió de hombros, enarcando característicamente las cejas, y con un ademán le indicó a Arregui que mejor se marchaban. Cuando se abrían paso entre la multitud de la puerta, que ya comenzaba a descomprimirse, mi hermano, todavía aúpa del empleado, le grito a Ordoñez: “Rata inmunda”. A continuación se desencadenó una serie de episodios a un ritmo vertiginoso: papá abre causa a Ordoñez por ruidos molestos; Ordoñez retruca instantáneamente con una denuncia por humedad, arguyendo que desde nuestro cantero se filtra humedad a su propiedad; papá sufre punzantes dolores en el pecho camino de casa; mamá le exige, en tono perentorio, que vaya sacando sin falta turno con el cardiólogo; Ordoñez, que no descansa, presenta una nueva denuncia, aduciendo esta vez que el techo del fondo se interna unos centímetros de su lado de la medianera; ya sin ánimo de contemporizar de ninguna de las partes litigantes, esta sola nimiedad da pie a un segundo juicio, esta vez de medianería; papá padece nuevamente dolores pectorales andando por la vía pública, que le obligan a buscar asiento en el bordillo, y que describe “como si se me agarrotara el pecho, lo mismo que una mano que estrujara desde adentro”; más movilizado por el susto que por seguirle la corriente a mamá, concierta una entrevista con el clínico que ofrece como única opción la cartilla de la mutual del barrio; con Ordoñez las cosas permanecen en suspenso durante una o dos semanas, la escalada de agresiones alcanza un momentáneo punto muerto; se siente como la calma antes de la tormenta. El doctor diagnostica angor pectoris, vulgarmente conocido como angina de pecho (si bien nosotros no conocíamos ni una ni otra nomenclatura), originada por un principio de hipertensión arterial que no se puede descuidar, y recomienda moderar las comidas saladas, evitar los esfuerzos físicos y, ante todo, escapar a situaciones estresantes y tensionantes; además, receta betabloqueantes y extiende una orden para un estudio coronariográfico y otro de resonancia magnética; finalmente deja a papá de ahí en más en manos de un “excelentísimo especialista en cardiopatologías que es de mi más absoluta confianza”; antes de irnos, le palmea la espalda a papá exclamando de buen humor: “Tómeselo con soda, Argañaz, por su propia salud le digo, lo mejor que puede hacer es no preocuparse. La clave en esto es: TRAN-QUI-LI-DAD”. No obstante, cada fin de semana volvían los atronadores festejos de Ordoñez, que en términos de decibelios parecían batir nuevas marcas cada vez, ya porque con deliberación y alevosía Ordoñez efectivamente incrementaba el volumen, ya porque la manifiesta provocación que constituía su total desconocimiento de los ruegos de papá, si más no porque el hombre casi muere de agotamiento a sus pies, hubiera minado la entereza del más pintado. Los fines de semana en casa todos pasábamos la noche en vela. Papá insultando por lo bajo a Ordoñez, con una especie de bisbiseo constante e ininteligible, y andando de aquí para allá en un supremo esfuerzo continente, a un tris de arrancarse los pelos y rasgarse las vestiduras. Mamá bregando por aplacar los caldeados ánimos, aplicando paños fríos como mejor le era dado, para evitar que el corazón de papá reventara de una vez para siempre. Mi hermano se sentaba en la cama con las piernas cruzadas bajo la colcha y elucubraba un sinfín de posibles represalias a tomar con Ordoñez, la gran mayoría impracticablemente sanguinarias; yo le escuchaba maquinar desde mi cama con suma atención, mientras las paredes retemblaban bajo el embiste de las frecuencias bajas de rocanroles, cumbias, cuartetazos, karaokes y otras músicas populares. La tía, por su parte, aunque era sorda como una tapia, nunca dormía como Dios manda, sino que más bien se desactivaba de buenas a primeras a cualquier hora, entrando en un estado casi catatónico frente al televisor, o sobre el diario -del que, dicho sea de paso, leía exclusivamente las más intrascendentes minucias-. La tía siempre tenía una última palabra para cada materia y, en lo tocante al altercado con Ordoñez, dictaminó lo siguiente: “Hoy día a la gente le gusta andar unos encima de otros. Mira, chichito, que fui el otro día al patio de la Virgen y la pucha que estaba así de gente, te digo...” (en este punto, ilustraba lo dicho con un ademán consistente en unir las puntas de los cinco dedos, dirigiéndolas hacia arriba) “...no sabés lo que era aquello. Y más tarde, camino de casa, en la plaza... coño, no se podía andar. Les gusta eso, ir unos encima de los otros, pegaditos...” (repetía su ademán) “...van a la plaza a olerse los culos como los perros. Es así”
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Carlos José Pita

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