sábado, 24 de mayo de 2008

Caminos Obvios

“Toda la noche estuve dando vueltas en la cama, creí al principio que era algo que había comido, pero las nauseas me salían del alma. Estaba insegura, muchas veces me propuse cosas difíciles y las logré, pero esto que sentía no era nuevo, era producto de un gran estrés, pensé, y recurrí a dos pastillas para dormir”.
Cerró la puerta de acero con doble llave, después la de rejas, y antes de bajar los tres escalones que la separaban de la acera activó la alarma. En la calle la esperaba su auto, el chofer la saludó amablemente, hicieron dos cuadras y doblaron en la esquina de Los Jilgueros y Las Torcazas, para salir del country “Bellas Flores” de Tortuguitas.

Pedro le dio un beso a su mujer que estaba remoloneando antes de levantar a los chicos para llevarlos al colegio; cerró la puerta de su casa y caminó seis cuadras. Siempre ponía mucha atención al cruzar la colectora, en esa zona los autos circulaban a gran velocidad y no se detenían nunca por miedo a los asaltos; llegó a la parada del colectivo y saludó entre dientes y por compromiso a varios conocidos que esperaban el micro. Después de viajar más de una hora parado, pudo sentarse. Estaba entrando a la capital, todavía tendría unos veinte minutos hasta el centro y aprovechó para dormirse.

La señora de Bugartín apenas subió al auto, llamó desde su celular a la secretaria para ultimar detalles de la agenda del día de hoy, pospuso un encuentro con la firma Monsorte que revestían piletas de natación para otro día y pidió que anulen la cita con una amiga, esposa de un alto ejecutivo de una empresa extranjera, corrió la entrevista con el gerente de la firma para media hora más tarde y suspendió todas las citas y compromisos de la jornada, dejó en blanco varias horas, para ella, personales.

“Mientras fui chico siempre creí que era feliz con mis juguetes, con el amor de mis padres. Para llegar a nuestra habitación, en la casa de mi abuela, había que subir la escalera que daba a la terraza, era nuestro refugio. Jugaba con autitos de plástico, mis primos los armaban con una cucharita y masilla para darles peso y que no volcaran, siempre me ganaban porque eran más listos y más grandes. Era en verano, por el sol, miraba a las personas a la cara y pensaba, las veía correr al lado mío atendiéndome y pensaba...¿qué les voy a dejar a mis hijos ahora que me estoy muriendo por un infarto de pecho?”.
Se despertó sobresaltado, en cinco minutos escasos había visto ¿o soñado? toda una vida , lo que hacía, dónde se movía, quién era. Miraba angustiado por la ventanilla: el Bajo Porteño, Paseo Colón, la avenida Córdoba, los altos rascacielos, tenía la espalda contracturada trató de estirarse, de despabilarse, estaba llegando a su destino.

Como muchas mañanas, le informaron del desarrollo de la empresa, los recaudos a tomar ante los rumores de desabastecimiento, el aumento de precios, la caída de la Bolsa, la suba del Petróleo, las perspectivas de ganancias anuales, la diversificación de sus inversiones, los informes del estado de los proyectos y las medidas de reducción de gastos y de personal. Para sorpresa de sus gerentes, los oía pero no les prestaba atención. Finalizó la reunión agradeciéndoles y los despidió sin tomar ninguna determinación ni responder inquietudes. Atónitos, dejaron el despacho para continuar cada quién con su tarea.

El capataz de Pedro parecía que no había tenido una buena noche o algún entripado le destrozaba los nervios, porque estaba con un día de perros y antes de que hubiesen empezado a trabajar ya sacaba espuma por la boca.
—Va a ser un día difícil—pensó Pedro, acostumbrado a soportar humores ajenos. Trató de desaparecer de la vista del capataz, desde muy chico jugaba a que tenía el poder del hombre invisible, pero cuando escuchó.—Pedro, venga a mi oficina— sintió un escalofrío que le nació en la nuca y repercutió en su estómago con un retorcijón típico, como cuando la señorita Marta le decía: —pase al frente y dígame la lección. Bajó la cabeza y caminó pensativo. El capataz lo llamó desde el interior de la oficina y él entró.

“El mundo no cambia en un día, ni por unas horas perdidas, pero yo sí, lo necesito. Hoy es el día que esperé en años, ya no puedo más y antes de que explote mal, que haga alguna barbaridad irreparable, que me vean débil y frágil, mejor me voy para siempre”.
Cuando dejó su despacho se cruzó con su secretaria quién necesitaba una respuesta para finalizar una de las tareas asignadas y ella sin detenerse, le dijo —después querida—Tomó el ascensor que la llevaba directamente a las cocheras. Contrariamente a las costumbres quiso ser quien manejase, dejó chofer y personal de seguridad en el playón, salió buscando la avenida y se perdió por la Costanera. Hacía muchísimos años que había dejado de manejar.

—Buen día— dijo y esperó que su jefe asintiera con la cabeza, avanzó un par de pasos y se acomodó lo mejor que pudo en una silla de plástico negra. —Como usted sabrá, estamos atrasados en el desarrollo de la obra y según me informaron, últimamente no vemos en su trabajo la contracción y el cuidado que sabía ponerle a lo que se le encomendaba, por lo tanto pensaron que lo mejor sería prescindir de sus servicios, pero yo me opuse personalmente a esa disposición y sacando la cara por usted, Pedro, ya que lo conozco desde hace tiempo, logré que le den una nueva oportunidad: un traslado a la sucursal de Campana. Espero que no defraude mi amistad—. La noticia le cayó como un balde de agua fría, calculó rápidamente que tendría más gastos de traslado, más horas de viaje, más tiempo fuera de su hogar, pensó en sus hijos, en su esposa, se mordía los labios para no contestar, agradeció la confianza recibida y salió aceptando todo lo que le había dicho, sintiéndose un perfecto idiota.

La Panamericana estaba relativamente liviana hacia Pilar, a esa hora el tráfico iba en sentido contrario. Dejó el auto a un valet y entró en el Sheraton. Le dieron una habitación con vista a la pileta y las canchas de tenis, pidió una botella de champagne y una masajista, se bañó y relajada por los masajes o por la bebida durmió una siesta, después pidió al conserje una maquilladora, una peinadora y una manicura; al anochecer, vistió de largo, con un vestido negro, muy elegante, que había adquirido en París y mirándose absorta, largamente, en el espejo—estás divina— se dijo, pero ni sus ojos, ni la sonrisa pintada en su boca le creyeron. En la cartera de raso y lentejuelas bordadas a mano, guardó una pistola veintidós corta, niquelada, con cachas de nácar blancas.

Mientras volvía a su casa, Pedro se imaginó mintiéndole a su mujer, explicándole las ventajas del traslado, la amabilidad del capataz, el ascenso y la confianza depositada en él. Miraba con ojos lánguidos un paisaje desolado, el de su alma, se imaginó saliendo de su casa a las cuatro de la mañana para volver de noche, cuando sus hijos estarían cenando o ya dormidos. Quizás todo resulte para bien y el cambio me favorezca, quizás nuevos compañeros un poco más humanos y no la raza de víboras traidoras que había conocido. Se observó en el reflejo del vidrio de la ventanilla del colectivo y se sintió un infeliz, un pobre fracasado, uno más del montón de los descartables de hoy, se tuvo asco, —si pudiese me emborracharía —se dijo— hasta olvidarme.

A las nueve en punto, la señora de Bugartín bajó al salón comedor, un camarero le acomodó la silla, ella agradeció sonriendo y cenó sola.

Cuando Pedro llegó, sus hijos se le colgaron del cuello, a los besos.

Víctor Troncoso

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