miércoles, 22 de octubre de 2008

EL FORASTERO

El hombre llegó arrastrando los pies y se sentó a beber, casi no se lo escuchó hablar.

Su portafolios, viejo y raído, reposaba en el piso, cerca del mostrador. Dejaba pasar las horas con el vaso a la mano, a veces agitaba el aire hasta encontrarlo y bebía insaciable. Entonces, el dueño del boliche lo llenaba de nuevo, como atento a una orden predicha, un acuerdo entre los dos. De a ratos lo miraba de reojo, calculando cuándo caería inconsciente. Pensaba: “Otro borracho más para el fiado, mejor le voy cobrando ahora para no perder todo después”. Su mujer llegaría de un momento a otro, no le gustaba madrugar. Se miraba las manos, las manchas ya delataban la edad, años y años la misma rutina, sin cambio en días y noches, ¿para qué? En el pueblo, estaban habituados a entrar y olvidarse del mundo, algunos jugaban a los dados, otros a las cartas, la mayoría simplemente se ponía a tomar hasta que había que ayudarlos a llegar a sus casas; algún solidario reflexionaba: “Hoy por ti mañana por mí”. Estaba tardando demasiado, tendría que subir a despertarla. Dos años atrás llegó como de paso y se quedó. Mejor dicho, él la había hecho quedar, en cuanto la vio, se enamoró. Después, el tiempo hizo el resto; al parecer, no la esperaban en ningún otro lugar y por comodidad o gratitud, seguía ahí. Se daba cuenta de que no lo quería, pero era casi feliz sintiéndola cerca. Todo no se puede tener.

Levantó la vista, ella bajaba por la escalera distraída, arreglándose el pelo. Cuando estuvo al lado, rozó su mejilla y le dijo, como siempre: “Andá a descansar, ya estoy yo”. El la retuvo un momento, aspiró su aroma y luego se fue yendo despacio. No había llegado al primer escalón y un estampido a su espalda, lo paralizó. Al darse vuelta la vio tendida, la sangre comenzaba a rodearla. El borracho, sostenía en su mano vacilante el arma, todavía humeando.

Cristina Scarlato

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