miércoles, 15 de octubre de 2008

Boedo

Boedo

...Días de ira, días de odio.

Las gotas rojas, iluminadas por el sol de la mañana, brillaban en la pared, ensuciaban la vereda con vergüenza, gritaban con furia la bajeza ante la vista de los transeúntes, denunciaban un hecho atroz, eran testigos del que, impunemente, aprovechando las horas de la noche, había dejado descubierto ante los ojos del vecindario, su sed de venganza, su odio.

Boedo es un antiguo barrio de Buenos Aires, trascendió las fronteras de sus calles para convertirse en letra de tango, movimiento literario, patria futbolera y banderas; conserva el alma incorrupta, calles concurridas, vecindario amistoso, veredas compartidas, amoríos, malandras, tiene un aroma peculiar.

Dentro del barrio, el viejo mercado de la calle Inclan fue, durante años, lugar de encuentros y festejos, cuando obligaron a sus inquilinos a abandonar el edificio para transformarlo en playa de estacionamiento, muchos de sus comerciantes se instalaron en los alrededores y los vecinos continuaron la tradición de comprar carne en lo de Marcos, o en el almacén de Rosita, o el quinielero, el diariero, el zapatero, la modista; los sábados a la noche, la pizza de San Antonio, los domingos, la pasta de la Flor de Salcedo y sus interminables esperas y, mezclados como en la vida misma, “los pìbes del mercado” jóvenes delincuentes que murieron enfrentados con la policía o peleando por un trapo con la barra de Huracán, o todavía están presos en Devoto.

Llamaron en vano las campanas de la parroquia de San Miguel y un poco más tarde hicieron lo mismo, las de San Bartolomé, es que la gente y la novedad estaban en la calle Virrey Liniers; desde que el diariero fue a entregar, como todos los domingos, el diario Clarín, vio las gotas rojas, aún frescas en la puerta, pegadas a la pared de la casa de Betty, fue suficiente; desde esa temprana hora comenzó el desfile de los vecinos, pasaban por la puerta en bicicleta, o sacaban a pasear el perro y se detenían para comentar, otros, un poco mas audaces, se habían instalado, como en la cabecera de la cancha y explicaban los posibles pasos, la llegada, la huida, el tiempo viable del delito, la profesionalidad. Mientras que nadie había escuchado algo, doña Flora, desde la media cuadra, cerca de las tres de la mañana, había oído una frenada y corrida sospechosas, hecho que fue refrendado por el sereno de la fábrica, aunque todo el mundo sabe que duerme como un angelito, toda la noche. Algunas mujeres sonreían burlonamente, mientras otras, las del dedo erguido y acusador, daban a entender que ellas lo habían predicho, que tarde o temprano, “La verdad sale a la luz y que el que las hace las paga”.
En cambio, los hombres jóvenes se miraban unos a otros como tratando de adivinar quien podría ser el culpable. Ante tanta multitud, el Sargento Juárez, consignado en el colegio de la otra cuadra, dijo —el asesino siempre vuelve al lugar del crimen—sentencia conocida, pero que sirvió para ahuyentar a la mayoría.

El historial de la Betty era bien conocido por todos. La apodaban “la gauchita” porque nunca le negaba el favor a un necesitado, siempre y cuando, aportase un par de pesos a la casa. En su momento de gloria, había sido la mujer de Fernando, uno de los “pìbes” que, todavía en Devoto, hacía crucecitas en un almanaque esperando volver algún día a las calles.

Juan le había hablado en la casa de pastas, esperando pacientemente su turno, habían cruzado un par de palabras de ocasión, como el tiempo o San Lorenzo, o algo trivial, dicho al azar, ése día, Betty lo miró a los ojos, como a tantos hombres que conocía y le dijo algo así como... lo pesado que estaba el día, la humedad, o el calor, abriéndose un poco el escote y soplando como para refrigerar la zona, pero fue el pie dado en el momento justo, para que Juan, casi al oído le retrucara que él estaría dispuesto a apantallarla, la risotada de Betty alertó a todo el local y quedaron en medio de las miradas, como chicos atrapados en un desliz, los demás dieron vuelta la cara, más serios que nunca, ellos sonreían poseedores de un secreto compartido. Juan, ruborizado todavía, escuchó con asombro la voz de Betty hablándole muy despacio —cuando quiera, don— le respondió con una amplia sonrisa de dientes picados y cigarrillos de madrugadas.
Juan la miró sorprendido—Delo por hecho— dijo.
—Lo espero cuando quiera—murmuró Betty.

No se volvieron a ver por un tiempo, aunque para Juan, aquella mañana de domingo había sido distinta y luminosa. (Unas pocas palabras cruzadas que accionaron el destino escrito en los cielos, lo previsible sucedía inexorablemente.) Un día, Juan se animó, comenzó a visitarla a la hora de la siesta, cuando el barrio entra en su modorra pueblerina y disminuye la gente en la calle. En cada oportunidad y como corresponde a un caballero, dejaba sobre la mesita de luz, prolijamente doblado, un billete de cincuenta pesos.

Las cosas del amor son sorprendentes e incomprensibles, el hombre, hasta ese día centrado y previsible, se volvió huraño, exigente, posesivo y, sin decirlo, bebió del cáliz amargo de la hiel; sus propios pasos lo fueron empujando al sacrificio.
Atrás, quedaron los primeros regalos que Betty recibía con asombro, el Osito de Peluche, la invitación al Casino de Carmelo, un fin de semana en el Tigre, la tarjeta de flores violetas que traía escrito en letras de oro “Sos lo mejor que me pasó en la vida” con la fecha de la primera vez y su firma con nombre y apellido, algo que tiempo después podría ser usado como prueba de la autoría intelectual, huellas que quedan siempre cuando uno se mueve con los sentimientos y no con la razón.

Al principio a Betty le ganó su ternura, después, se sintió ahogada por el continuo cuidado de horarios de salida y llegada, Juan quería saber todo, con quién, cómo, por qué... Un día, Betty, cansada, quiso ponerle los puntos para que entendiera que ella no tenía dueño y que su cafiolo estaba en Devoto bien guardado, la situación fue subiendo de tono y fue también en esa aciaga noche cuando Juan escuchó en su propio rostro, los improperios que jamás hubiese esperado escuchar: —Viejo baboso— le dijo— ¿quién te crees que sos?— y a continuación, le terminó de romper el corazón:
—Mirá si me voy a enamorar de un viejo pelotudo como vos, infeliz.

Salió destruido, la dura realidad le arrugaba el alma. Fue el fin, pero también el nacimiento de un odio terrible, de una sed de venganza desgarradora. Las piezas del rompecabezas cósmico comenzaron a ajustarse, fatalmente.

Cuando Juan tuvo claro en su cabeza, cómo iba a llevar a cabo su venganza, fue relativamente fácil buscar a alguien dispuesto, comenzó a tejer una red de coberturas para demostrar su inocencia, de complejos acuerdos para aceitar los hechos, del día y la hora, el móvil que desplazaría al vengador, el pago por anticipado. Juan entrevistó a unos compañeros de una Unidad Básica especialistas en el tema, les pidió que le recomendaran al mejor; tenía que ser silencioso, limpio, rápido.
No debería saber quién lo contrató ni a quién le iba a hacer el trabajo, cubrió las salidas posibles, marcó las calles para huir a provincia, por Sáenz cruzar el puente y perderse o salir por el bajo Flores, esconderse en la villa, cruzar Lugano, General Paz. “Y si te he visto, no me acuerdo”.

Para que el barrio no sospechara, invitó a pasar unos días a una prima de Rosario. Un sábado por la mañana, le compró flores al chusma del barrio, preguntó en la casa de pastas cuántos fideos “fuchiles al fierrito” hacen falta para dos personas, pidió salsa de cuatro quesos, sabiendo que le dirían que no hay, que todavía no hicieron y miró con cara de contrariedad, con las flores en la mano —¿y ahora que hago?—dijo— A Ángela le encanta, comentó al pasar, y todos se quedaron mirando, sin entender nada. Arregló que los vinieran a buscar en un coche de alquiler, “pero que el chofer no baje, que ellos estarían prontos, que toque un par de bocinazos en la puerta”...
La estrategia perfecta incluía a la vecina mirando por la ventana.

Ángela estaba radiante, no entendía tanta galantería de su primo, pero aceptó con gusto, después le explicó que quería mostrarse un poco, porque una vieja del barrio se había pegado un metejón adolescente, la pobre, y él no la soportaba— una vieja bigotuda— le dijo en la calle— y la hizo reír con ganas mientras él aprovechó para abrir la puerta del auto que los esperaba para llevarlos al centro, a un cine de la calle Lavalle, función trasnoche. Guardó las entradas, como una contraseña al paraíso. Todo sucedió según lo acordado, como lo había planeado.

El barrio no salía de su asombro, pasaban caminando, comentaban en las esquinas. Un barrio alborotado es terrible. Como el amor desairado. Como el odio.

Sobre la fachada de la casa de Betty había amanecido la venganza.
En grandes letras rojas, prolijas, profesionales, rezaba:


“Betty te quiero... Sos una Puta”.


Víctor Troncoso.

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