miércoles, 15 de octubre de 2008

E-mail

E-mail

Elvirita, hace tiempo que partió hacia Italia con su esposo, Paolo. Al principio, nos mandaba postales y cartas, hasta que tuvimos nuestra computadora en casa y conectamos Internet. Desde entonces, nos comunicamos y recibimos las fotos de sus vacaciones y todos sus viajes.
Nosotras también le fuimos enviando, casi a diario, las novedades y recortes de los diarios de Argentina, especialmente desde la enfermedad de papá. Pero notábamos, especialmente yo, más que Rosa, que había temas que no le gustaba tratar. Cuando esperábamos alguna respuesta necesaria y de cierto riesgo, nos escribía ignorando las preguntas, tanto era así que llegué a sospechar que el que contestaba era el mismo Paolo.
Pero,¿ por qué el silencio de nuestra hermana?
Hasta que un día, mucho después de lo de papá, nos llegó este mail.

“Tardé un poco en decidirme, pero ya lo hice, necesitaba un cuadro de papá y no podía(quería) escoger una de las fotos que me llegaban de Argentina”.

Aunque es mi hermana más querida, ella siempre tuvo esa actitud de poner distancias entre todo lo que le afectara. La enfermedad fue devastadora. Rosa aprendió, en la práctica, a ser una eficiente enfermera de la Cruz Roja, y pasó tres años de su vida, durmiendo en breves intervalos de veinte a treinta minutos diarios: despertarse, atenderlo, darlo vuelta en la cama con mucho cuidado y volver a dormitar otro rato, que iba a ser interrumpido por el quejido o el reclamo de papá. Los años pasados en el ejército, habían dejado en su tono, la voz de mando, y en nosotras, el acatamiento y el miedo ante sus reclamos.

“En el tiempo que no estuve a su lado, al no vivirlo personalmente, me negaba totalmente a aceptar que estaba enfermo, envejeciendo, adelgazando y que ya no estará”.

Hablando del tiempo, Elvirita, realmente estuvo a miles de kilómetros, viviendo su vida, deslumbrada por los atardeceres en el Trastevere, sin perder el ritual del té de su marido, ni de concurrir a la Ópera y relatarnos la tertulia, mientras nosotras dejamos nuestros sueños entre gasas y sueros, viendo cómo las horas eran una larga sucesión de minutos, que contábamos uno a uno, a un ritmo demoníacamente parsimonioso. Y, ciertamente, como ya no está, nosotras nos quedamos esperando que el viejo reloj del comedor anuncie el paso de las horas.

“Así lo dejé, así lo recuerdo, con salud, con una cerveza en la mano, al aire libre, pueden perdonar mi egoísmo, sobre todos mis queridas hermanas que lo vivieron sin que yo las pudiera ayudar en nada”.

Para mí, el recuerdo es un grito, un largo grito en una noche en Buenos Aires, un grito que sonaba en su cuarto y me perseguía hasta el zaguán, adonde en otros tiempos, charlaba animadamente con Juan y olíamos azahares del limonero.
No lo recuerdo con la cerveza en la mano, ni al sol.
Y creo que Elvira, sí podría ayudarnos, por lo menos ahora, callándose la boca.
Víctor Troncoso

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