martes, 3 de junio de 2008

Cositas sueltas

Traté de calentarme las manos con el aliento, parecía una empresa imposible, el frío me calaba hasta los huesos; el principal problema lo tenía en los pies, que no terminaban nunca de tomar temperatura. Me había puesto dos pares de medias y las botas mantenían todavía algo de la piel de cordero que en otros tiempos abrigaban, pero los bucles se habían caído marchitos por los años. El cielo era un gran manto gris plomo suspendido sobre mi cabeza, no presentaba fisuras ni permitía ver mas allá de nuestro alrededor, trataba de poner mi pie en la huella que había dejado Benjamín, aunque si él apuraba el paso dejaba de verlo, la mochila que cargaba a mis espaldas se había pegado a mis costillas y era parte de mi cuerpo, una gran joroba que traspiraba agua y me humedecía el lomo, la gorra pasamontañas trataba de tapar mis sufridas orejas, ya a estas alturas, insensibles. Para darnos ánimos nos gritábamos a pesar de que marchábamos en fila y muy cerca unos de otros.
—Me pareció escuchar ladridos—grité con toda mi voz.
—Sí, Sancho, seguí caminando—me respondió Gabriela.
Pero los nuevos ladridos venían del sur y fueron oídos por varios de los compañeros. Más de uno sonrió agradecido al cielo. Estábamos, por fin, cerca del campamento.
Siempre hay agua caliente y sobres de té, café instantáneo, capuchino, y muchos chocolates; ¡una fiesta! alrededor de un par de leños ardiendo, en un refugio de montaña. Hasta las mínimas acciones cotidianas se redimensionan y esa tarde, organizar la comida, pelar las papas, asar batatas, preparar un guiso con fideos dedalitos, que eran los únicos fideos que teníamos y poder ir al baño tranquilos, se habían convertido en un placer de dioses. Las chicas del grupo tomaron por asalto el agua caliente y con abundante shampoo se lavaban los cabellos, nosotros, los muchachos nos conformábamos con poder sacarnos las medias, secarnos los pies y en lo posible cambiar el calzado. En esos días de campamento juvenil, las delicias de la vida se componían de cosas mínimas y sencillas. También nuestras relaciones se cimentaban en la camaradería y en la confianza de la persona que, al lado nuestro, tenía que soportar temperaturas extremas o situaciones agobiantes. Cuando algo se rompía entre uno y el grupo o entre uno y el otro, eran diferencias para siempre, porque los egoísmos manifestados nos muestran crudamente cómo somos, sin afeites, con el alma descarnada. Desgraciadamente, eso mismo era lo que estaba pasando con Marita y conmigo. Antes de viajar, teníamos planes casi para toda la vida o, al menos, ilusiones que compartíamos con el grupo, cuando nos quedábamos hasta tarde en cualquier reunión sentados juntos, charlando de nuestro futuro. Al principio, éramos como hermanos, luego y por culpa del juego de la botella, nos dimos un beso como prenda, un pequeño beso de pre-adolescentes y nos unimos como estampillas. En el viaje, comenzamos a notar las diferencias, en realidad, yo empecé a darme cuenta que, por ejemplo, se guardaba caramelos en los bolsillos y no convidaba, que un día se adelantó y antes de que todo el grupo hubiese llegado al pueblo, tomó un autostop en la ruta y mientras todos la buscábamos, ya estaba sentada en el restaurante-kiosco-librería compartiendo amigablemente con el dueño y el hijo de éste, bebiendo un café y sonriéndoles agradecida. No le gustaba que le dijeran ni le reprocharan nada y comenzó a usarme para separse del grupo pretendiendo que la siguiera a todas partes, ella la estrella y yo un súbdito para servirla. Fueron cosas chiquitas al principio, naderías, pero una tras otra terminaron alejándonos, ella dice que creció y que yo soy buenísimo, pero un pendejo, un soñador. Ella, en cambio creció, está hermosa, más alta, más fina, más mujer. Lástima, esas pequeñas cositas sueltas.

Víctor Troncoso

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