martes, 24 de junio de 2008

Señor Myers

Sr. Myers


El Sr. Myers mezcló los dados en un vaso de plástico y los arrojó sobre el diario que oficiaba de mesa, como si en ello le fuera la vida. Los empujó con la vista, rodaron caprichosamente hasta que cayeron desmayados, el primero, quedó, después de rebotar dos veces, en un cuatro, el otro, siguió girando como un trompo, hasta que se dejó caer suavemente con un tres en diagonal. A Myers, se le iluminó la cara arrugada y agria; siempre había parecido agria, que nada lo satisfacía. Cerró el puño y lo levantó hacia el cielo con un ¡Vamos Carajo! que le salió del alma y resonó en el vagón trocando esperanza por certeza, desazón por alegría.

Cuando uno nace en un pueblo fundado a la vera de una línea de ferrocarriles, su destino queda atrapado también a las paralelas que llevan y traen todos los días los sueños pueblerinos. Tomé el tren de las veinte horas, regresaba a mi casa y sabía que tendría que saludar a vecinos y amigos. Durante años, compartimos el mismo vagón, donde nos enterábamos de las noticias, noviazgos, casamientos, entierros e infidelidades, muchas veces relatadas por alguno de los protagonistas. También teníamos contadores oficiosos, como Tucho, que siempre aportaba substanciosas anécdotas y chimentos de primera mano. Pero esa noche era distinta, todos guardaban silencio y parecían conocer algo que yo no terminaba de captar. No entendía a qué jugaban con solo dos dados y tampoco sé, qué jugaron esa noche, en ese tren. No supe lo que iba a suceder hasta que todo hubo terminado, pero una frase que había escuchado al pasar, resonó en mi cabeza, Tucho había dicho “A los viejos no les queda otra cosa que esperar...”
Y parece que al fin, estos dos, se habían encontrado frente a frente.


Ahora, Don Luis, era el que hacía bailar los dados entre sus manos en forma de cubilete.
Serio el hombre, soplaba infundiéndoles aliento, luego fue abriendo sus dedos dejando caer los dados, infortunadamente, chocaron entre ellos y cayeron, sin ninguna elegancia sobre el tapete. Giraron sobre su eje una vez más y en la mitad de la otra, no les alcanzaron las fuerzas, entonces, aparecieron ante la vista de todos, un pobre par de dos que provocaron estupor en Don Luis y en los que se habían puesto de su lado.
La cara se le tornó amarilla, como el color de su camisa.
—Faltó una media vuelta no más— dijo— y lamentaba su suerte, después, respetuosamente, pidió la revancha.
Como en todos los juegos, el ganador puede concederla o bajarle el pulgar a su competidor.
—No— le dijo Myers— aquí se terminó todo.
Hubo un generalizado murmullo de desprecio, al que siguió un pesado silencio.
Se miraron a los ojos. Don Luis, sacó de su bolsillo un papel doblado y se lo entregó.
Myers lo guardó en el suyo, sin un gesto.
Los participantes se retiraron, cada uno por su lado, a otro lugar.
Don Luis desapareció para siempre de ese vagón y de ese tren.

Myers se recostó en el asiento y cerró los ojos. Los hombres siguieron charlando y riendo. Las voces parecía venir de muy lejos; pronto se fundieron con los ruidos del tren. Y poco a poco Myers se sintió llevado, y luego traído, por el sueño.


Víctor Troncoso

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