viernes, 13 de junio de 2008

La Hamaca

Hacía varias semanas que él no sentía ganas de cortar el pasto ni las plantas. Sacaba cuenta de los movimientos a realizar: buscar las herramientas necesarias, un rastrillo, un machete, una guadaña, la piedra para afilar, las botas de cuero por las víboras y escorpiones que últimamente poblaban la casa y los pinches salvajes de ciertas plantas ponzoñosas que le daban urticaria. Silenciosamente, la selva iba ganando terreno, primero, tomó las plantas de frutas del fondo de la isla y las incorporó a su hábitat, luego, saltó sobre las flores, que eran el límite natural y había llegado últimamente hasta el camino de piedras que unía el cuarto de las herramientas con el patio propiamente dicho. Demasiado trabajo para nada, si total iban a volver a crecer, se decía, mientras se cobijaba en la hamaca. Su vida se había circunscripto a la cocina y a la galería, en una de esas esquinas se balanceaba entre sus redes. Los días giraban eternos en una calma morosa. Ese verano fue distinto a otros, particularmente el mes de enero, con un promedio de treinta y cuatro grados durante el día y lluvias torrenciales por las noches. Días húmedos y asfixiantes, con un sol que danzaba entre las hojas de los árboles reverberando luminosidades. En la galería de tejas francesas y resguardado de los fuertes rayos solares, se mecía boca arriba, mirando sin ver en su vaga distracción a las arañas, ellas, entre sus propias urdimbres, lo miraban desde el techo. De uno de los bordes de la hamaca, sobresalía una de sus piernas que le servía para dar el primer envión, cuando tenía que buscar agua helada para su mate tereré y también para volver a tomar impulso y acunarse. Las tejas tenían una inscripción en francés que jamás pudo entender y números que no le quitaban el sueño, pero que sí los había soñado dando vueltas a su alrededor. Un par de pájaros revoloteaban en un baile de enamorados, de árbol en árbol. A los pies de la hamaca, el viejo perro no terminaba nunca de bostezar y de perseguir en su lomo una garrapata o alguna pulga, empecinadas en morder y torturarlo. El hombre y su perro estaban mimetizados, si uno se paraba, se levantaba el otro y cuando uno iba al baño, aprovechaba el otro para buscar la planta más cercana y alzar su pata izquierda, después, los dos volvían a acomodarse en una larga siesta eterna. El perro, como quien no quiere la cosa y, tal vez de aburrido, se ocupaba en mordisquear la ojota caída del pie de su amo y estaba tan atareado en destrozarla que se levantaba, gruñía y se movía, interrumpiendo la siesta. El hombre giró su cuerpo para ver qué hacía su amigo, el diario que dormía sobre su pecho cayó planeando sobre las baldosas rojas con olor a kerosén, el perro dejó de morder para contemplar su vuelo. Las letras de molde, las movía una pequeña brisa agobiante, bailotearon hasta acomodarse en el piso, desde las alturas de su hamaca, miró la escena sin pronunciar palabras. Veía aquello que había caído de sus manos como algo que se hubiese desplazado de sus dedos, de sus ojos, de su vida, a miles de kilómetros. Lo que pasaba en ese otro lugar era extremadamente lejano, fuera de su alcance. Las fotos y las palabras le parecían familiares, aunque no podía precisar si eran cosas suyas o habían ocurrido hace tanto tiempo que confundía las épocas y ayer era un lejano pasado de su presente sin futuro. Todo eso le había sucedido a otro y no a él. Estaba confundido, seguramente por tanto sol, tanta humedad, tanto tereré, tanta hamaca paraguaya. El perro mordió la hoja para saber si tenía algún sabor, pero las letras de molde son insípidas por más que digan: “Fabiana López triunfa en la televisión argentina” y al parecer, a Mercedes Negrete, el viejo diario amarillo, le importaba muy poco.
Víctor Troncoso.

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