viernes, 1 de febrero de 2008

Madrugada de miércoles, se despierta. Un ligero olor a muerto le sube por la nariz. Acaba de soñar con un choque. Un auto rojo y otro gris con chapa terminada en dos. Escuchó los gritos, el golpe seco, el ruido de los vidrios. Con sus ojos cerrados pudo ver como los cuerpos eran mordidos por las llamas después de la explosión.
Se levanta aún cuando le tiemblan las piernas, enciende un cigarrillo en la oscuridad, una transpiración helada lo recorre. Trata de recordar alguna seña particular, un nombre dicho, un apellido en el carnet de conducir caído, pero nada.
Sale al balcón a respirar frío —está casi desnudo—, en el camino bebe lo que encuentra en la cocina. Fue un sueño, sólo un sueño, se repite, mientras lo afirma la cabeza. No se vuelve a dormir, aunque se acuesta.
Debería ir por ayuda, lo sabe, pero al último psicólogo lo dejó hablando solo ¿Qué podía saber ese niño de veinte años sobre la proximidad de la muerte? Con el psiquiatra se entendía mejor, pero odiaba mantener dependencia con cuatro pildoritas. Así como se tacha la doble en la generala, tachó al psiquiatra de su vida. Pero hace días que sabe que necesita anestesia. Mira hacia arriba , parece que el techo va a aplastarlo. La niñita del choque abrazaba una muñeca. Amanece. Las tibias lágrimas le mojan el cuello, caen sin límites, es en vano intentar limpiarlas.
Quiere permanecer digno, pero no aguanta, busca un abrazo dónde aferrarse, no lo encuentra. Quizás mañana busque, de entre todas se detendrá en la menos piadosa, elegirá la peor. Necesita caricias y, a la vez, lastimarse.
Miente, es un gran mentiroso, sonríe, canta, compra alpiste, riega las plantas. Habla de la esperanza. Hace planes....
Se junta con sus amigos. Ante todos mantiene la mirada oblicua para que no lo encuentren.
Vuelve a su casa, se mira desnudo en el espejo, se ve viejo, indeseable. Escribe.
—Salvajes. Demoledores, tus textos son demoledores, flaco, me arruinan el día. —Dijo su amigo Carlos, mientras bebía una cerveza caliente en una pizzería pobre de la avenida Rivadavia.
Es sábado al mediodía y en la televisión muestran con lujo de detalles el choque entre un auto rojo y otro gris, con chapa terminada en dos, ocurrido hace una hora en la ruta. Dos familias calcinadas. Él desde la silla mira el televisor, apura el sorbo, saca dos billetes del pantalón, saluda a su amigo con un gesto en silencio, otra vez no pudo hacer nada.
Trata de cansarse para desmayarse en las sábanas, pero sueña, le llueven certezas, lástima que nunca pudo afinar esa sintonía con la quiniela.
Deja de ver a sus amigos, está demasiado vulnerable, se le nota. Corre el cuerpo, de todos lados, dice que tiene mucho trabajo.
Todo lo lastima. Actúa como cuando era niño y su padre levantaba la mano, él corría el cuerpo, anticipando el choque de su cara con la bofetada. Conocer de memoria los acontecimientos lo hicieron algo sabio.
Pasan los días, no duerme, no come, se queda mirando el aire. No entiende por qué ve lo invisible. No entiende por qué siente tan hondo. Le duele estar solo.
Carlos llama por teléfono, él no contesta.
Cansado de no encontrarlo, Carlos pasa por el trabajo.
—Estás flaco, ojeroso, ¿estás escribiendo?
—No, ya no escribo más.
Miente, escribe, puntualmente. Hay días en los que se siente valiente, toma coraje, revisa su bolso y lee sus cuentos, nunca ha podido pasar de la segunda hoja.

María

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