jueves, 21 de febrero de 2008

Rutas Argentinas

Se me perdió una frase dentro de un libro de páginas amarillas, una edición especialmente preparada fusionando dos o tres libros de Cortazar, para el Círculo de Lectores. Yo la había separado porque cuando estaba leyendo me golpeó el alma, son momentos que pasan, no muy seguidos, pero suceden. Cuando uno es un lector empedernido se transforma como un jugador vicioso, y hay algunos días en que te sonríe la diosa fortuna y encontrás una frase que te conmociona. Hace tiempo que me dedico a coleccionarlas. Primero las recorto y luego las pego en una carpeta de frases heroicas, ¿heroicas?
Claro, porque son frases que pese a quien las haya escrito tienen la audacia de saltarme a los ojos y movilizarme, no todas tienen “la verdad revelada”, las hay sencillas, humildes, insignificantes o algunas realmente sonsas.
Cuando comencé con la manía de juntarlas, coleccionaba sólo aquellas de grandes pensadores, pero después comprendí que ya había muchos libros llenos de esas frases y que otros las usaban, muchas veces sin decir de quien eran, a gusto y piacere, aparecían mezcladas en parlamentos largos y eruditos.
Años más tarde descubrí otra que decía “vanidad de vanidades...” y esa me golpeó como un mazazo dado por un experto boxeador, entonces me decepcionaron todas las que había reunido, un día, cómo sin querer, fui a un bar del barrio de Boedo y las deje olvidadas sobre una silla. Jamás volví al lugar, no sea que el mozo o el dueño me reconozcan y quieran devolvérmelas, además lo hice con toda la intención de que alguien, más necesitado que yo, las encuentre y con ellas un tesoro. Me escapé contento por mi buena acción del día.

Las que me ocupan son otras, tienen un destino de puñalada. Ahora que recuerdo hace mucho tiempo, cuando escribía el diario de mi vida, coleccionaba frases de grandes santos, esos cuadernos deben estar guardados en alguna de mis cajas, pero también les perdí el rastro. Lo que nunca se me dio por guardar fueron las letras de canciones, (aunque pensándolo bien ya hay cancioneros de todos los cantantes), pero lo que hubiese sido útil es haber guardado las que tuvieron que ver con algún momento de mi vida, como las de cuando estaba enamorado o despechado, las que cantaba cuando estaba alegre o triste, pero uno no puede andar guardando pedazos de corazón en todos los rincones.
La frase que se me escapó ésta noche tiene que ver con otra cosa (ya no depende de si me gusta o no), no tiene que ver ni quien ni cuando se escribió, son como las cajas de sorpresas que abrís y sale un payaso y te asustás o te reís de vos mismo.

Cómo lo que me pasó el otro día cuando la palabra “carcajada” me llegó de repente y tuve que atajarme de tantas “a” sonoras, son muy fuertes, la “c” más la “a” suena como una “ka”, la jota tiene de por sí una limpieza musical sorprendente, repetir carcajada, carcajada, carcajada, me hizo descostillar de risa, reía sólo en mi cuarto sentado ante el escritorio lleno de libros, tarjetas, lapiceras y soledades, me reí tanto que terminé llorando por culpa del rebote subversivo de esa palabra, porque hay muchas que aparentan ser una cosa y luego te salen disparando una molotov en las manos. También las hay suaves, trémulas, pacíficas. Pero generalmente las que me llegan como anuncios de primavera son raras, no tienen que ver con lo que digan sino con lo que ellas quieren decir en un lenguaje íntimo y personalizado.
Por eso es que estoy preocupado: la frase que se me perdió puede no ser importante para muchas personas, pero no puedo perderla, es como perder la memoria o no acordarme del nombre de mis hijos, hay veces que las páginas comienzan a borrarse solas, a desaparecer, a evaporarse. Sé que hay tintas de mala calidad pero no es posible que me ocurra ahora cuando hay tantas cosas por descubrir, tantas vidas por vivir, intensamente.


Un día estaba abocado a la lectura de un cuento lleno de recovecos y frases ambivalentes, cuando me asaltó: “Un recodo del ombligo primordial” y entendí que si había algo por lo que yo había pasado años en esta tierra era para que en ese momento donde los cielos se abrieron y fulgurantes estrellas se abalanzaron sobre mis ojos a la velocidad de la luz, yo pudiera entender algo de la iluminación de los Budas. Cuando comentaba esta experiencia con un amigo de muchos años y de un largo recorrido en los cielos de las letras, me miró a los ojos, sonrío dulcemente.
—No entiendo— me dijo.
—Yo tampoco —le contesté, y nos abrazamos largamente, plenos, felices, transfigurados.

Hace poco que descubrí que las palabras tienen magia, tienen una fuerza interior, que transforma.

Aunque por más que lea cien veces la palabra “agua” sé físicamente que no voy a mojarme.
Pero un día me ocurrió, un día como el de hoy, cuando se me perdió una frase entera dentro de un libro, ese día la palabra agua no estaba presente pero si el vocablo “ardiendo” que tomó sentido primordial de realidad. La frase decía: “Ardiendo en fuego” y al terminar de leerlo, (era en un cancionero), comencé a sentir que algo bullía en mí, primero suavemente, luego fue creciendo hasta arder realmente, no pude quedarme quieto y salté de donde estaba sentado, me acuerdo que hice parar el transporte en el que viajábamos por una carretera larguísima e interminable en el Sur Argentino, mis compañeros también cantaban. (usábamos todos el mismo cancionero), enloquecí en el instante en que escuché “Ardiendo en fuego”. A los gritos, pidiendo que parasen comencé a empujarlos para bajar de inmediato, detrás de mí salieron corriendo, como cincuenta metros, jadeando, sin saber que ocurría.

Todos me miraban sorprendidos, seguramente pensaron que estaba loco, que me había dado otro de esos ataques de pánico que últimamente tenía, cuando se escuchó una explosión y el ómnibus completo, en medio de la más desolada de las rutas argentinas, comenzó a arder en fuego.

Víctor Troncoso

No hay comentarios: