jueves, 21 de febrero de 2008

Ahora Sí

Ahora Sí
“Me encantan las musarañas”
(graffiti porteño)

A mí también me parecía que me encantaban, debe ser que cuando escuché por primera vez que las musarañas existían, mi corazón brincó de alegría. Quería atravesar, (con lo que cuesta a esa hora en Buenos Aires), Avenida del Libertador. Mi plan era caminar un rato por los bosques de Palermo. Tenía necesidad de descalzarme, luego pensaba arremangarme los pantalones y sentarme con las piernas cruzadas, en realidad lo que intentaba hacer era parecerme a un yogui que medita con ojos cerrados, la espalda derecha, las manos abiertas con los dedos índice y pulgar cerrados dibujando una “o”. Respiraría profundo desde el abdomen para expirar lentamente el aire, creía que en unos minutos mi mente entraría realmente en la dimensión espiritual necesaria para comprender el porqué de las cosas que me estaban pasando, en mi vida necesitaba un ancla a tierra. Esa era la intención, el plan perfecto. Pero como toda hipótesis, faltaba la comprobación in situ de la experiencia.

Acerca de las musarañas (crocidura suaveolens) se dijeron ciertas cosas parcialmente falsas, es que cuando yo me refería a ellas siempre había alguien que ponía cara de asco e inmediatamente comprendía que no había entendido nada de lo que hablábamos.
Tuve que soportar la cara avinagrada de mi tía Remedios. —No quiero saber nada de esas asquerosidades, —me dijo— creo que no lo hacía con mala voluntad, además de contradecirme miraba por arriba de sus lentes en silencio y seguía con la Singer, dale que te dale apurando la costura, y no volvíamos a hablar del tema, al rato me ofrecía un té de compromiso y por compromiso yo me excusaba.
—No tengo tiempo. ¡Qué tarde que se hizo! Me voy; un beso para tío Oscar.
Y escapaba de su casa llevado por mis zapatos que conocían la hora de la huida.
Para mi tía, las musarañas eran una plaga de la que una buena familia debía alejarse.

Es complicado intentar llegar a buen puerto cuando la marea humana decide ir en la dirección contraria, esperé unos minutos creyendo que el flujo disminuiría por obra y gracia de algún bien amado semáforo, pero generalmente desaparecen de las esquinas cuando todos quieren llegar a sus casas.
Como todo en la vida, pensaba, el éxito depende de la proporcionalidad del esfuerzo y el tesón puesto en juego.
Miré fijamente un punto de llegada y tracé una recta imaginaria para no desviarme de mi objetivo. Hice un calculo mental del tiempo que tardaría en recorrer mi aventura y la distancia que me separaba de la otra orilla, la principal dificultad estaba en la cantidad de autos por minuto, cuando creí tener alguna posibilidad de cumplir mi cometido, me decidí a dar el primer paso. En ese instante vi que de la vereda de enfrente un hombre mayor y contrahecho quería cruzar la avenida igual que yo. Analicé la suerte de tamaña contingencia en base a su apariencia y probabilidades, teniendo en cuenta su edad, contextura física y traslado en kilómetros hora, (eran mínimas), el intento era ciertamente una operación de alto riesgo. Nos mirábamos como si fuésemos náufragos, habitando islas vecinas, frente a un mar de improbabilidades. No me pareció gracioso, pero a lo lejos, el compañero en desventuras me daba la impresión de ser un hombre musaraña, (pensar así no me gusta), en realidad todos terminaremos al fin pareciéndonos un poco o bastante.

Planteadas como estaban las cosas por la incertidumbre de la misión, la acumulación de adrenalina, haría que los minutos que había calculado de meditación en la paz del parque, deberían, por lo menos, ser mayores. El estar sentado sobre el pasto, aunque todavía no lo había ni siquiera intentado, me produjo ciertas y justificadas dudas ¿cuál sería la reacción de las colonias de hormigas cuando depositara mi humanidad en sus tierras? ¿Habría otras clases de alimañas? O las sabandijas, ya conocidas por todos, ¿corretearían libres sobre el pasto? En un acto reflejo miré el reloj, todavía era temprano, pero si tardaba en encontrar un lugar y entrar en la dimensión mística, (eso lleva más tiempo de lo estipulado), ya estaría rondando la hora en que las musarañas salen de sus madrigueras y se adueñan de la noche.
Esa clase de musarañas no me gustan. Hay otras, de otro reino, son las que me alegran el corazón. Tienen que ver con cielos poéticos en los que me pierdo, cada vez más seguido, en los que me inspiro cuando pienso en musarañas o recuerdo lo trascendental que fue conocerte.

El hombrecito, aburrido de no poder cruzar se fue despacio hacia Avenida Sarmiento seguramente buscando el paso subterráneo, pero yo no me atrevía a pasar por ahí, es que Buenos Aires últimamente se transformó, literalmente, en una jungla.
Había perdido la cuenta del tiempo transcurrido en mis devaneos cuando comprendí que era justo el momento de tomar una decisión y la tomé sin titubear, aunque las musarañas me nublaban la vista.
—Ahora sí — me dije a mí mismo. Y di el primer paso.

Víctor Troncoso

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