jueves, 21 de febrero de 2008

Té de Hierbas

La cocina era “su lugar en el mundo”, desde allí contemplaba un flamboyán, el árbol del amor, que había traído su padre de Cuba. Encontró en un libro las indicaciones necesarias, después de leerlas y memorizarlas, arrancó las hojas y las quemó en el fuego de la chimenea; suspiró aliviada. Ocultó el libro entre otros que tenía en la sala, junto al amplio ventanal. Miraba silenciosa la procesión de nubes que viajaban por sus cielos.

El ritual del mate compartido con su marido comenzaba temprano; Marcela conocía el secreto de una buena cebadora: el agua a punto y la preparación de la yerba más unas hojitas de hierbabuena y otras mezclas, que le había recomendado Juan el señor de la herboristería.
Cuando la idea comenzaba a nacer en su corazón, creyó que Juan (hombre muy amable y generalmente deseoso de entablar con ella largas charlas) sería el nexo necesario para implementar su objetivo. Generalmente con la excusa del mate, las hierbas y sus aplicaciones terapéuticas le pedía recomendaciones para cuidar la salud de toda la familia. Para su suegra le recomendó te de tilo(tilia tomentosa) para los nervios; para una prima que solía tener acidez estomacal: Aloe (aloe vera); para el perro, un caniche mini toys, que le habían regalado por el mal carácter: Lavanda (lavanda angustifolia).
La amistad entre los dos fue creciendo y un día Marcela se animó a solicitarle algo para la virilidad de su marido, Juan intuyo que ella le abría su corazón de mujer insatisfecha y aunque le recomendó pastillas con Guaraná (que además le harían quemar grasas) aumentó su deseo de intimar susurrándole al oído consejos y palabras halagüeñas. Las risitas cómplices y picarescas de Marcela aceleraron el desenlace, pronto Juan la invitaría después de que cerrase el local a almorzar y podrían hablar tranquilos de los verdaderos remedios que ambos necesitaban. Así como caen las frutas maduras de un árbol cargado de verano, así también cayeron lágrimas de los ojos celestes de ella y él entendió la gravedad, los miedos y las inseguridades de una mujer indefensa ante un hombre avaro, cruel y violento en extremo.

Esa misma tarde Juan decidió ayudar a la mujer dulce de tiernos encantos secretos, que había conocido en la trastienda. Como quien se despierta de un sueño, Juan fue el que propuso un método para librarse de aquello que los trababa. Lo suyo se revistió de gesta de emancipación heroica, tomó partido por la débil y ayudó con sus conocimientos profesionales a preparar el campo de batalla desde donde alcanzarían juntos la libertad de Marcela y su corazón.

Durante ese mes, muy ocasionalmente se acercó al local o fue acompañada de alguna prima, siempre dispuesta a una charla inocente. Juan hablaba en silencio por sus ojos, sentía la brutalidad y el odio a ese esposo maligno que se interponía entre ellos. Marcela, cuando pudo al fin enterarse de lo tramado por Juan, no pudo ocultar su alegría y lo abrazó por unos segundos, rozando con sus labios húmedos la oreja izquierda, como en un descuido sin premeditación. Cuando llegó la semana siguiente, fue con su tía a buscar un te de tilo. Juan le entregó un envase (muy discreto) de rejalgar (una combinación de arsénico y azufre) (debe rayarlo con su uña —le dijo— por lo bajo). Cuando le daba el vuelto por la compra del Tilo, le susurró —muy poquito, con sumo cuidado.
La tía de Marcela no sospechó nada, creyó que todo el tiempo se había hablado de su té.
El plan empezó a dar pequeños pasos, pero estos iban dirigidos hacia un abismo.
Los otros encuentros fueron mínimos, siempre la discreción y el sumo cuidado de los complotados ante cualquier sospecha por la proximidad de algún vecino o amigo del esposo.

Juan bordeaba ya los sesenta años, durante más de veinticinco había estado con su mujer entre noviazgo y casamiento, y desde hacía tres, viviendo su viudez como algo natural. Prácticamente era un monje encerrado en su herboristería, su campo y la casa del pueblo donde apenas iba a dormir y donde se notaba además, la ausencia de una mano femenina a su lado.
—la cama está siempre fría— le decía a sus pocos amigos de otros tiempos. El haber conocido a Marcela, una joven mujer, había despertado todas sus ansias vitales adormecidas. Los días de la semana le parecían eternos y esperaba los jueves (como habían acordado) con una incontrolable ansiedad. Apenas ella entraba a su tienda, si estaba acompañado por alguien, preguntaba —¿cómo anda su marido?— se interesaba por los riñones y si había tomado el te de barba de choclo que le había recomendado, arqueando sutilmente las cejas. Marcela parecía fría, distante y silenciosa. Cuando muy ocasionalmente llegaba sola se mostraba compungida. con una lágrima siempre atenta a desatar una tormenta de llantos en sus ojos celestes. A Juan, esas lágrimas lo conmovían. Al cabo de un mes le cambió el envase por otro con un contenido de color gris y brillo metálico (As 33), ella no pregunto que contenía el envase pero agradeció con una caída de ojos y un suspiro que le perforó el corazón.
—Usted no puede seguir viviendo en ese infierno Marcela —había dicho Juan— y tomándole de las manos, sintió el temblor de ella, la miro y le pidió jugarse por su libertad y por su amor.
—No se ofenda, pero vendí el campo por muy buena plata, tengo el local y la casa apalabrada y si usted quiere la espero en Buenos Aires para comenzar una nueva vida—.
Ella volvió a llorar y a sonreír al mismo tiempo y salió presurosa, era la hora del mate de su marido y no quería dejar de dárselo ahora que él ya no se sentía muy bien.
Ante de los dos meses ya viuda, se mudó a Buenos Aires y prometió a sus amigas mantenerse comunicada.—No, no se ciertamente si vivir en la casa de mi tía o con mi madrina. —les escribo.

Buenos Aires es una ciudad inmensa, cientos de personas transitan por sus calles. Juan se encontró como lo habían planeado con Marcela en la confitería “Las Violetas” tomaron un te con masas y a los pocos días compartían una casa en el barrio de Belgrano con una hermosa vista al río. En muy poco tiempo viajaron, recorrieron Europa y giraron sus bienes a nombre de los dos a Paris en un Banco de la rue Fontainebleau.

En los primeros dos meses de luna de miel visitaron ciudades hermosas, ella estaba fascinada, se lucía en bailes de hoteles y fiestas, cumplía sus sueños de princesa, había rejuvenecido y brillaba con luz propia. Juan comenzó a sentirse cansado de tanta vida social pero no perdió la costumbre pueblerina de tomar mate todos los días, mientras Marcela cebaba, le sonreía y sus ojos azules se iluminaban.

Víctor Troncoso

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