jueves, 21 de febrero de 2008

Piel de Gallina

“Y con un sueño pensar que
concluyeron las congojas”
Hamlet
William Shakespeare.

Con los ojos cerrados buscó en la oscuridad de su cuarto el lugar desde donde partía el sonido que le taladraba el cerebro. Su brazo izquierdo inmovilizado luchó por librarse de la sábana que lo sujetaba, el peso de su cuerpo aprisionaba la otra punta del cobertor.
Tanteó en la mesa de luz buscando la perilla pero en su torpeza lo único que logró fue tirar una botella y tras ella al velador. La almohada arrugada de varias horas de agria transpiración, un vaso a los pies de la cama, el cenicero repleto y la marquilla vacía de los Jockey en el piso, al lado de sus botas tejanas. Todo al alrededor olía a prostíbulo del bajo Flores, como los que había conocido en su juventud.

El sonido procedía de otro lugar lejano, no estaba ni en la cama ni debajo de ella, se preguntó en dónde habría dejado anoche su teléfono. Seguramente la persona que estaba llamando sabía ciertamente que él estaba en esa habitación. Insistía, pero Juan no tenía las fuerzas suficientes para intentar buscarlo. Bufó, cómo un francés (según solía decir: los franceses rezongan por todo). Sus ojos estaban sellados, normalmente no dejaba la cama rápido. Hoy era un esfuerzo imposible de realizar, con el agravante que tampoco lo quería. Cuando movió el brazo derecho sintió una feroz puntada en su cabeza, trató de darse vuelta y quedó boca abajo hundido entre trapos sucios que alguna vez llamó: “sábanas”. Cómo un eco el dolor repercutía bajo la tetilla izquierda; tomaba conciencia de su espalda, entre las costillas y su columna vertebral tenía algo, posiblemente una herida profunda. La incomoda posición no le ayudaba mucho, pensó que lo mejor era tratar de ponerse de costado, volvió a girar su cuerpo en una danza de imposibles. Su frente ardía, no hacía calor pero estaba incendiado internamente, el fuego partía de su estomago, la acidez lo desesperaba, el horrible gusto en su boca, tenía necesidad de volver a tomar urgentemente alcohol. Después de mucho esfuerzo pudo despegar un ojo entre las tinieblas de su cuarto comenzó entonces a decodificar la escena, estaba en medio de un vomito pestilente, asqueado de su propia realidad. Instintivamente giró con tan poca fortuna, que se cayó de la cama abrazado a una almohada. Chocó su cabeza contra el piso, cerró los ojos. Puteó a los gritos a la humanidad toda, su voz sonó como un viejo fuelle destemplado y obsoleto. Los retorcijones intermitentes lo mantenían doblado, al parecer su hígado había explotado o estaba a punto de hacerlo, le echó en parte la culpa de su terrible dolor de cabeza. Los moretones en su cara, la herida en la ceja izquierda con sangre seca, el pómulo hinchado, el labio partido, no sabía dónde pero por los rastros sabía cómo lo habían tratado la noche anterior.
Pudo ponerse de pie, su pierna derecha no soportó su propio peso, busco de agarrarse de un mueble (el teléfono seguía sonando) pero no encontró algo que pudiera soportar sus ciento veinte kilos y su metro ochenta; en cuatro patas y como un perro se arrastró buscando la puerta de la cocina, tenía en esa pierna un dolor que no le permitía pararse, recién entonces se asustó, estaba destruido, respiro lentamente (había aprendido que en situaciones límites la respiración debía ser profunda para calmar el espíritu) evocó la cara de su maestro de aikido trayendo un poco de luz. Habría estado varios minutos tratando de calmarse, prefirió acostarse sobre el frío mosaico y descansar, quería terminar de una vez, esperaba poder abrir los ojos completamente.

Tomó conciencia que había ruidos en la calle, autos, personas, dedujo que era de día, la ciudad estaba despierta y continuaba su rutina normalmente. Había estado en un bar de la calle Veinticinco de Mayo cuando se vio envuelto en una pelea que tenía que ver con Rosita; “Todos los chorros tienen una novia que se llama Rosita”, cantaba el Tata Cederrón; pero esa muchacha no tenía nada que ver con él, ninguno en ese bar existía anteriormente en su vida, pero de repente se encontró envuelto en medio de una trifulca que jamás había empezado. Recordaba como fogonazos que le explotaban en la conciencia, se había acurrucado en el mostrador cuando le rompieron una silla en la cabeza, vio su imagen en el espejo arriba de la barra cuando golpeaba a un morocho corpulento, todavía le dolía la mano, seguramente con los que luchó ahora tendrán también recuerdos suyos, un petiso rastrero y traidor lo atacó por la espalda produciéndole la herida que ahora recordaba dolorosamente, una mujer partió una botella contra la barra y salió en su defensa a los gritos de —es mío, déjenmelo a mí. — ¿pero quién era? ¿y dónde había quedado? se vio corriendo por Tres Sargentos hacia Alén, alguien le había puesto el pie y rodó en medio de la calle, un zapato le aplastó la cara contra el adoquín y la nada, sólo la luz palpitante y el ulular de sirenas.

El piso estaba helado, resolvió pararse, la cabeza giraba, se detenía, buscó con su medio ojo sano una puerta, seguramente el otro estaba en tan mal estado que era un esfuerzo innecesario tratar de abrirlo, la puerta salvadora estaba a pocos pasos, se arrastró como pudo y manoteó la manija, dejó de reptar por la habitación, con ese punto de apoyo todo su cuerpo fue tomando una posición humana, cada diez campanadas el teléfono paraba de sonar y al minuto volvía a llamarlo a la realidad, evidentemente el que llamaba sabía que estaba en ese cuarto.
Cómo pudo se paró sujetándose de la puerta, este esfuerzo le quitó las pocas fuerzas que tenía y se dejo caer en una silla de mimbre, no había caso, su respiración se cortaba apenas tomaba aire, no podía llenar los pulmones y expirar lentamente, imposible, apenas podía tragar pequeñas bocanadas de aire para evitar el dolor que le producían los pulmones. Algo andaba realmente mal.

Volvió a despertarse un tiempo después cuando casi se cae de la silla, el dolor lo había vencido, pero ahora estaba un poco más lúcido, recordó haber tomado el colectivo ciento cuarenta y tres en el bajo, pero ¿cómo llego a su casa?, era todavía una incógnita. ¿Y cuando? ¿cuántos días hacía que estaba encerrado? Un liquido caliente bajaba por sus piernas, a su alrededor todo olía a orina. Al despegar el brazo del respaldo sentía que miles de hormigas comenzaban a caminar dentro de su carne, lo estiró y con esfuerzo arrancó la parte que todavía tenía puesta de la camisa. Se secó la cara, estiró las piernas, de la cocina salía una tenue luz. Intentó pararse, se sentía un poco mejor, escuchó pasos en la escalera vecina, alguien bajaba del piso superior y pasaba apurado frente a su puerta. Tomó aliento, entonces escuchó claramente sonar al teléfono y estaba cerca. Se estiró para llegar al aparato. Muy a su pesar levantó el tubo, una voz de mujer preguntó: —¿Juan? ¿Juan, me oís? Juan, ¡Andáte! Juan te están buscando, escapá ¡ahora! —.

Un golpe de adrenalina estalló en su mente, buscó a tientas en el placard, se puso lo primero que encontró: un jean, una campera y una gorra.
Escupió el último diente flojo que tenía con sangre. Cuando estaba abriendo la puerta de calle, supo claramente, que ya era muy tarde.
Un escalofrío le recorrió toda la columna en un segundo, poniéndole la piel de gallina.

Ella lo esperaba con el revolver gatillado.

Víctor Troncoso

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