jueves, 21 de febrero de 2008

Idus de Marzo

“¡Cuídate de los idus de Marzo!”
William Shakespeare.

Idus de Marzo

Después de la operación, que había durado más de tres horas, lo cuidé toda la tarde. Imploraba mi ayuda con un hilo de voz y yo humedecía sus labios con una gasa. Al atardecer trataron de llevarme con mi mamá a la casa de mis tíos, pero no quise abandonar a mi padre. —Soy grande— dije—quiero acompañarlo toda la noche.

Volvía a dormirse; periódicamente se presentaban las enfermeras a revisar las cánulas, iban y venían con las bandejas plateadas y sus zapatos blancos de pasos silenciosos. Le inyectaban medicamentos, pero no aliviaban su estado. Cuando parecía que se despertaba, seguía implorando que hiciese lo que me pedía. —No puedo papá—le decía al oído. No podía hacerle caso, me lo habían prohibido. Sus ojos tenían una expresión desesperada.
—Después de una operación los enfermos piden agua —había dicho el doctor— pero no se la deben suministrar porque sería contraproducente.

En el Seminario, escuchaba hablar del infierno como un lugar de tormento y sufrimiento eterno, “Es como un sediento frente a un oasis, al que nunca podrá tener acceso”. Tres campanadas llamaban a misa.

Dormitaba, sentado a su lado en una silla de metal, estaba furioso conmigo mismo por tener tanto sueño, para mi era una traición bíblica: “No pueden velar conmigo”.

La temperatura había descendido, el silencio de la noche acallaba los ruidos y las voces. Frente a la habitación, un largo pasillo que unía distintas alas alrededor de un jardín central (el seminario tenía la misma disposición); en una de sus esquinas, una pequeña campana de bronce repicó en la madrugada anunciando un accidente, me despabilé presintiendo el peligro, los médicos de emergencias corrían; el hospital recobraba su vitalidad ante la urgencia de la catástrofe. Llegó una ambulancia haciendo sonar su sirena por la calle Aranguren y todo estaba preparado, algunos eran atendidos al pie de las camillas, a otros los derivaban directamente a la sala de operaciones. Vi llevar a una joven, en un grito, hacia un lugar restringido, un quejido espantoso que me acompañó durante todo el resto de la madrugada, los lamentos por lo bajo de mi padre pidiéndome agua y el grito desgarrado de la muchacha herida, resonaban en mi cabeza, no me permitían pensar en nada más que en el sufrimiento. Deseaba que se callasen todos. Tenía miedo. (Aún hoy, los hospitales me dan temor). Miraba los brazos de Tito sujetos a la cama, estaba agonizando abandonado en un mundo de dolor, mirándome con esos ojos profundos.

A las ocho de la mañana vinieron los médicos a revisarlo, me sacaron de la sala (querían estar solos), me di vuelta para saludarlo, pero no pude, cuando me volví para verlo desde la puerta, habían puesto un biombo blanco, que nos separaba.
Tío Nestor, el esposo de Mercedes, vino a llevarme a desayunar. Fuimos a un bar cercano, tomé café con leche y medialunas de manteca. Era el quince de marzo de mil novecientos cincuenta y ocho, entonces tenía once años y creía que, a aunque no me lo dijesen, Tito se estaba muriendo de sed, en el infierno.

Víctor Troncoso

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