jueves, 21 de febrero de 2008

Barrio de Flores

Barrio de Flores

(Gracias, César Llanos y Oscar Rovito).


En mi estómago los minutos parecían eternos, por el tono del profesor Trimarco y de cómo iba cerrando las ideas expuestas, sabía que el timbre de las cinco menos cuarto de la tarde finalizaba otro día de clases. Formábamos en el patio de menor a mayor, de sexto grado a primero inferior y de izquierda a derecha. Luego cantábamos frente a la bandera “Alta en el cielo un águila guerrera...”
—Hasta mañana, niños.
—Hasta mañana, señor director.
—Salíamos en perfecto orden respetando la formación y la disciplina escolar. Cuando traspasábamos la puerta éramos niños que en tropel volvíamos a nuestros hogares en medio de saludos, gritos y alboroto.
A partir de ese momento comenzaba una aceleración interna donde cada momento era muy importante, debía llegar a mi casa lo más rápido posible. Caminaba desde Varela y Directorio, cruzaba la Avenida Rivadavia con mucho cuidado, hasta Yerbal y Artigas. Cuando llegaba a casa revoleaba el portafolios de cuero marrón.
—Hola mamá.— ponía el guardapolvo sobre la cama. —Sí, me fue bien.— dejaba los zapatos en el botinero y me calzaba unas zapatillas blancas muy cómodas. —Después hago los deberes, son poquitos.— me sacaba la corbata, la camisa. —Prendé la radio, por favor, mami.—
Y me sentaba muy serio en el comedor diario, la mesa estaba cubierta con un mantel de hule a cuadros azules y blancos, mi madre ya tenía preparado un vaso de leche con cacao y comía algunas rodajas de pan con dulce casero de naranja. Detrás del flequillo que me caía sobre la frente entrecerraba los ojos y en la próxima hora no hablaba con nadie, era lo más importante de mi día.

Durante ese tiempo no se andaba en bicicleta, las chicas de la familia García no patinaban, las hijas del panadero no paseaban a su mascota, ningún chico quería salir a jugar. A unas pocas puertas de mi casa, vivía Elena, sus ventanas estaban siempre entreabiertas y las cortinas agitadas por el viento dejaban ver los suntuosos muebles finos, la mesa del comedor era de roble oscuro, haciendo juego tenían un tocadiscos y radio, los parlantes estaban forrados en tela ocre, los fines de semana escuchaban música clásica, su mamá era profesora de piano y muchos de las niñas del barrio estudiaban con ella, pero las clases comenzaban generalmente después de las dieciocho, puntualmente a esa hora salía con sus rubias trenzas a la vereda. Nuestros padres estaban trabajando y muy pocos volvían temprano a su casa, por lo tanto no estaban enterados de lo que estaba sucediendo.
Todas las tardes ocurría un milagro, ninguno de los chicos queríamos salir de nuestras casas. Algunas de las madres aprovechaban la paz reinante para lavar o preparar la ropa que deberíamos usar al otro día, otras nos acompañaban en silencio. La apacible vida de Flores se veía afectada de manera singular.

Los tambores retumbaban en la sala y se perdían por la ventana. El barrio entero se poblaba de animales exóticos, desde una casa se podían escuchar el grito de Chita y los aullidos de los monos, en otra el rugido del león, en la más lejana bramidos de elefantes.
Los gigantescos árboles se balanceaban peligrosamente e inundaban de sonidos extraños trayendo voces de pueblos lejanos; danzas de hombres con caras pintadas en rojo sangre o de puntos blancos y negros dibujados en las fuertes espaldas de los nativos del lugar, rumores de civilizaciones perdidas. Ríos de pirañas y combates permanente por la supervivencia. Había olor a peligro, Tantor bramaba. Por algún genio malhadado estábamos todos a punto de perecer cayéndonos a un lago infectado de cocodrilos. Una tribu enemiga irrumpía con torvas intenciones, los malos se complotaban haciendo mil embrollos y trapisondas.
Pero el sonido de la salvación llegaba partiendo del mismo corazón de la selva, rebotaba en los pulmones, amplios y generosos, y resonaba en una garganta privilegiada que unía a la fauna, la flora y a los hombres buenos del lugar en un gesto de libertad, la oscuridad se disipaba, las huestes del mal se rendían y de árbol a árbol, volando por los cielos de la selva, para salvarnos, llegaba Tarzán.

Víctor Troncoso

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