miércoles, 2 de abril de 2008

Mi destino era otro

Mi destino era otro, pero mi exótica belleza alteró el futuro.
Una mañana tibia de marzo, cerca del río, un hombre me vio cerca de mi madre; en silencio, con astucia, aprovechó el descuido. Me tomó por detrás y aunque Dios sabe que luché, mis fuerzas fueron pocas. Cesé aquel día arrollada en una bolsa de arpillera negra y dentro de un baúl.
Venderme era delito, allá, del otro lado de la frontera y aquí, pero el manojo de billetes entregado para ignorarme, sería recuperado con mi comprador final.
Él me eligió de entre todas, no sé si fue mi piel, mis ojos penetrantes o la erección que lo perturbó cuando su mano estuvo a punto de tocarme.
Ya era de noche, otra arpillera negra me cubrió. Otro fue el baúl que me transportó. Me llevó directamente a su cuarto. Me cargó con facilidad, cuidado y cautela. Entre sus brazos subí las escaleras, fueron diecisiete escalones, en el quinto trastabilló. Abrió la puerta del cuarto, con una llave y la volvió a cerrar del mismo modo.
Cuando me dejó a los pies de su cama para prepararme un lecho, lo miré, sin emitir sonido alguno pero jurándole sentencia de muerte. Mi mirada le produjo un ligero temblor, pero lo olvidó con la fascinación de contemplarme. No debí parecerle peligrosa, ni con deseos de escapar, porque me dejo allí sola. Cuándo se marchó, recorrí el cuarto...
Los primeros días cuando entraba a la habitación sus pasos eran temblorosos algo vacilantes, pero creo que lo hacia para no asustarme.
Yo dormía del lado izquierdo de mi lecho, pero la cuarta noche aprovechando el frío, subí a su cama. El no se enojó, por el contrario, le agradó sentir la cercanía de mi cuerpo al suyo. Traté de no molestarlo, pero fueron sus piernas rozando mi cola las que me dieron piedra libre a la proximidad.
El se quedaba dormido mirando mis brillantes ojos verdes Poco a poco con el trascurso de los días fui tomando valentía hasta que mi cabeza descansó en la misma almohada junto a la suya. A mí también me gustaba mirarlo, tenerlo tan cerca que sólo un hilo de seda era el límite que nos separaba El tensaba su cuerpo. Sus músculos se parecían a la cuerda de un arco a punto de explotar. Gemía cuando mi lengua rosada, áspera y zigzagueante rozaba su piel. Yo permanecía inmóvil, extraña, algo torpe.
Algo le debe haber resultado raro en mí, no sé que pudo haber sido, porque una mañana a plena luz del día, me volvió a cargar entre sus brazos (aunque esta vez mi peso era otro), para llevarme otra vez al baúl y ante un hombre de guardapolvo que me hizo una serie de análisis.
Al tercer día de permanecer en ese sitio lleno de asepsia, él llamó, -reconocí su voz del otro lado del teléfono-. Preguntó si yo estaba bien, y por mi sangre.
El de guardapolvo contestó que yo estaba bien, que mi sangre no tenía problemas, fue allí, que él quiso venir a buscarme, me extrañaba, pero el hombre de guardapolvo le contestó que era imposible, porque yo no me estiraba junto a su cuerpo para amarlo.
Es verdad yo quería obedecer a mis instintos. Limpia, silenciosa, tomarme el tiempo.
Disfrutar con cada trago, el sabor de la palabra cumplida y reptar hasta la selva.

María

1 comentario:

Marisa Cucullu dijo...

Hola María, hermoso tu relato, el blog se engalana. Un beso. Cristina