domingo, 13 de abril de 2008

La casa tenía dos ventanas sobre la avenida

En aquellos tiempos de pequeñas lámparas amarillas, una caravana de carros llegaba a Palermo desde el bajo Flores, en busca de la basura domiciliaria.
En el jardín de mi casa había de un lado un limonero, y del otro un rosal que mi abuela María cuidaba de nietos y hormigas devastadoras.
Por las tardes jugaba con los chicos de la cuadra, corríamos dando vueltas a la manzana persiguiéndonos como indios y vaqueros; después, lavado y peinado en la puerta de calle, esperando que papá regresara del trabajo, eso era una fiesta..., mi madre orgullosa sonreía ante las vecinas.

Ese día era 8 de diciembre y por la mañana habíamos tomado la Primera Comunión.

En la casa de mi vecina Elena, llegaron parientes de distintos lugares, algunos con autos, pero uno vino con un sulki, fuimos a verlo y nos admirábamos del carruaje, de la pintura, de las enormes ruedas, de las correas de cuero, de los botones de bronces lustrosos. El caballo se dejaba tocar mansamente, refunfuñando a veces, porque quería más de los pancitos de azúcar, que le daba Robertito, el hijo de la planchadora.
La casa iluminada a pleno, los ventanales abiertos, me dejaban ver todo lo que sucedía en el comedor de Elena. Ella estaba hermosa.
Por la mañana y mientras llegábamos a la parroquia había llovido torrencialmente, mojando el amplio vestido de comunión, pero sus tías acondicionaron perfectamente la tela de raso blanco con un enorme moño en la espalda. Sus medias cortas con volado se reflejaban en los zapatos de charol negro. Tenía puestos los guantes, en una mano el rosario de nácar entrelazando al libro “Recuerdo de Mi Primera Comunión” y en la otra, una bolsa de seda con las estampas que repartía a todos los invitados. Ellos agradecidos, besaban sus cachetes y repetían a coro:
—¡Estás preciosa— o —¡Parece una novia!— y volvían a besarla, dejando en su mano un billete prolijamente doblado que Elena guardaba en su bolsa, sonreía por enésima vez y salía corriendo a avisarle a su mamá cuánto le había regalado su tía Pepa, cosa que incomodaba a su madre –pero no te hubieras molestado, Josefa querida— decía, y su voz tenía un tono a fanfarria. Los hombres vestían de riguroso traje, camisa blanca y corbata.
El Sulki se había convertido en la atracción de la cuadra. Jugábamos, subiendo y bajando del carruaje. Mis padres me hicieron entrar. La avenida Juan B. Justo era muy transitada y peligrosa, sobre la esquina de Bahía Blanca se sucedían choques espectaculares, como cuando volcó un camión con sifones y medio barrio fue a juntar envases tirados en la avenida, hasta que a alguien se le ocurrió mojar a otro y se armó un carnaval improvisado que ni la policía pudo parar ante la mirada atónita del camionero.

Escuchamos los frenos de un automóvil y un fuerte impacto sobre la puerta de mi casa. Salimos corriendo para comprobar que el pobre caballo, boqueando, trataba de escapar de un revuelto de maderas rotas y correas que lo sujetaban a un pescante ya inexistente.

Yo estaba pálido de miedo, para mi la fiesta había terminado.

Víctor Troncoso

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