martes, 22 de abril de 2008

Abelardo

Cada hombre lleva una habitación dentro de sí.
FRANZ KAFKA

Abelardo se levantó muy seguro y lo vi salir del bar en silencio. Yo traté de permanecer sentado todo lo posible. Cuando el gallego dio la señal de que me largase pude llegar a la puerta. No estaba en una de mis mejores noches, pero me sujeté al picaporte hasta que mi respiración se normalizó y mi sentido de ubicación en el espacio le ordenó a uno de mis pies que diese un primer paso. Sonreía, estaba conciente de lo ridículo que es hacer el ridículo, y sonreía como un pobre imbécil. Tenía la camisa fuera del pantalón, camisa que un día había sido blanca y planchada; no se dónde fue que me saqué los zapatos pero los llevaba en la mano, había viajado una vida entera metido en un colectivo que terminó su recorrido junto a las vías de un tren suburbano, el sol me lastimaba los ojos y tuve otra vez que marchar por las cuadras recién amanecidas con olor a sebo. Abelardo se había llevado, sin saber, ciertamente una parte de mi vida, una serie de desencuentros e infortunios. Tendría que estar feliz, me dije, por fin la libertad. Cuando uno se acostumbra a llevar grilletes, después los extraña. Saberme así, desnudo, sin máscara, sin carga, sin excusa, exhausto...
Creo que cuando desperté habían transcurridos tres largos días, tenía un aliento de muerte, una terrible jaqueca, y un vacío importante en el alma. Me desnudé para bañarme y olí mi calzoncillo con una semana de trajín, tuve ganas de vomitar de nuevo, pero ya no había nada en el estomago, sólo unos fuertes retorcijones que me daban calambres. Busqué agua en una canilla abierta hace días y tomé con la sed de un camello. La legión extranjera no me daría ninguna condecoración, las madres no me tomarían como un buen partido para sus hijas, ni mis hijos estarían orgullosos de su padre, pero estaba luchando por mantenerme derecho.
En la ducha, el agua fue como un baño iniciático en el Ganges, volví a sentirme vivo. Mientras me secaba, encontraba moretones, rasguños, pequeñas heridas de las que no tenía noticia pero el cuerpo hablaba. Habría estado inconsciente no menos de tres días; cada vez recordaba menos lo que hacía o lo que me pasaba en esas noches blancas, sin sombras. Llegué a encontrar en los bolsillos boletos, servilletas, tarjetas de hoteles, medias, pero no recuerdos, y cada vez menos recuerdos agradables, en realidad ya no distinguía qué era bueno o qué otra cosa. Con los días volvía a surgir como de la noche de la memoria alguna cara sin nombre, algún grito, algo retornaba apretándome el pecho y sentía miedo. Aquella tarde había podido abrir la puerta del patio interno e inmediatamente los rayos de un sol generoso iluminaron un campo devastado, el cuarto era una zona de guerra, no quedaba nada sano ni en pie. Instintivamente mis manos cubrieron mis ojos, demasiada luz me dio pánico. Algo andaba mal. Desde hace un tiempo tengo la certeza de que la cosa está empeorando, que crece silenciosa, que se esconde cuando trato de descubrirle el juego, que cambia las reglas, cada día creo entender menos. El espejo me devuelve una imagen deformada de mi cara, perdí los rasgos que conocía desde niño. Los meses tenían semanas, las semanas días, los días horas, las horas miles de momentos buenos y malos, que se sucedían interminablemente, ahora es un continuo pánico. Un disco rayado que nunca termina de saltar de surco.
Por suerte Abelardo quiso quedarse con la cosa, y me dejó con el último vaso de whisky pago; acá, sobre la mesa. (gracias Abelardo Castillo por “La Cosa”)

Víctor Troncoso

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