jueves, 13 de noviembre de 2008

Mañana

Mañana

Levanté el teléfono, su voz entrecortada.
Lo que escuché, me golpeó las pelotas.
¿Cómo es posible?, me pregunté.
No lo podía creer.
Cerré los ojos y respiré profundo, estaba harto, me pedía ayuda.
Voy a verte, le dije, y combinamos que, al día siguiente, a las tres de la tarde, nos encontraríamos en su casa, para buscarle una solución al asunto.

Esa noche, no pude dormir, la idea me daba vueltas y vueltas en la cabeza. ¿Cómo es posible?, me repetía, taladraba mi mente, me obligaba a permanecer en la oscuridad, mirando la pared que, cada tanto, se iluminaba por las luces de algún coche que cruzaba nuestro barrio, inmerso en la nada. Las cosas suceden de repente y te golpean la cara, ahora mismo, debo hablar con su madre, ponernos de acuerdo y voy dilatando el tiempo, dejando que se estrellen los minutos y las horas, desmayados en la madrugada, sin poder ni siquiera alcanzar el teléfono. Cómo explicar lo inexplicable, cómo afrontar lo desconocido, lo por venir, sabiendo que se enredó la vida para siempre. Cómo pensar que es un muerto vivo que camina por las calles, si lo escucho reír y sé que mañana lo voy a ver y me recibirá con su mejor sonrisa, me ofrecerá algo fresco o: “¿hago unos mates?” Y le tendré que decir que no, que no se moleste, que con un vaso de agua fría está bien, o lo que tenga y se vendrá con una cerveza bien helada y un platito de maníes, porque sabe que me gustan y él heredó el mismo capricho de llenar la mesa con cáscaras peladas. Seguro que, después de servirnos, ella se retirará silenciosamente y a continuación de dar vueltas y vueltas con el vaso en la mano, mientras se me mojan los dedos, tendré que mirarlo a los ojos y él ya sabrá entonces, lo que los dos no podemos ni queremos decir y mejor no decir nada y mirarnos y esperar pacientemente al otro, a que el otro venga al pie...
Cómo empezar una charla normal, sabiendo que, en su sangre, tiene vampiros que tarde o temprano le ganarán la partida (y por ahora siempre ganan), menos mal que ahora la lluvia se apiadó y golpea la ventana, rebota en la persiana abierta y se va ganando dentro del cuarto, por la misma hendija donde antes entraba un poco de aire, en este momento en que estoy ahogado y pegajoso y triste, por él. En casos cómo estos, uno debe mirar al cielo o bajar los ojos al infierno de la realidad y saber exactamente cuánto dura un día, de cuántos minutos estamos hablando, cuando decimos que cada segundo se deberá vivir a pleno, porque no hay futuro, o el mal llamado futuro ya llegó silenciosamente y nos pasó por encima. Seguramente, mañana me ponga un pantalón vaquero y una camisa blanca y él me espere en ojotas, las que trajo de Perú, las ussutas o cómo se llamen. Si ya no importa mucho, porque los sueños que navegaban mares extraños se llenaron de fenicios de guardapolvos blancos, de carceleros inyectables, de cadenas de suministros aletargadores y, poco a poco, las palabras se irán arrastrando hasta la puerta, para pasar por debajo del felpudo y perderse para siempre. Si soy consciente que, cuando lo mire, pensaré que un día me voy a olvidar de sus ojos y otro día discutiré con sus amigos, sobre si eran color cielo o de mar o de lejanía en su mirada y me dirán que era un genio, un ser de luz, con un sueño hermoso por realizar, y sonreiré largamente tocándome la barba, feliz de haberlo conocido tanto. Baby don’t cry.
Víctor Troncoso

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