sábado, 15 de noviembre de 2008

El Hombre

El Hombre

“Y en tu simple magia de malvón quedó mi corazón de pibe que ayer fui”.
Marta Pizzo

El hombre dejó de leer, cerró el libro, desmontó sus anteojos, buscó con su mano derecha una pequeña franela que acostumbraba llevar en el estuche y, mientras repasaba sus lentes, su mirada se perdió en la ventana del recuerdo. Desde que era un niño, había aprendido un par de trucos, uno era respirar profundamente y creer que estaba en otro lugar, un sitio lleno de palmeras y gente feliz al lado del mar, el mar suave y tranquilo al atardecer, pero esta vez, por más que lo intentara, no había dado resultado. El otro truco, era mucho más difícil; tenía que visualizar la ingestión de un líquido azul mientras respiraba, como cuando era un bebé y que, mágicamente, lo transformaba en invisible; nadie lo podía ver ni escuchar, él tampoco los quería escuchar.

Cerró profundamente los ojos, pero nada... los volvió a abrir, fue en busca de un vaso refrescante de agua, el café siempre le dejaba la boca pegajosa y un gusto pastoso, el paso del líquido frío fue un placer para su garganta y le sirvió de sosiego para su alma, sus ojos se humedecieron de nostalgia; los viejos malvones, le perfumaron la memoria.

—Albertito, mi amor, andá a llamar a papá, decile que venga rápido.

—¿A dónde, mamá?

—Al bar de al lado, está con los amigos.

—No va a querer venir, ma.

—Vas y le avisás que la comida está servida.

—Se va a enojar mucho.

—Vos hacés lo que yo te digo.

—Bueno, voy total...

—¿Total qué...?

—Magnesiano, mamá.

En el barrio de Flores, Yerbal 2536 era algo más que una pequeña puerta al lado de la Galería, y por ahí transitaba la vida misma. Un largo pasillo, conectaba a los habitantes de los cinco departamentos con la calle. Rosa, era la vecina del departamento “A”, la más antigua de la vivienda. Frente a su puerta y contra la pared, tres macetones de boca ancha, de unos sesenta centímetros de alto, con cuatro patas y pintados en franjas rojas y blancas (como la camiseta de Estudiantes de La Plata), colmados de malvones en flor, perfumaban toda la casa.

Albertito, salió disparado de su departamento como una flecha, durante su carrera, calculó la cantidad de mosaicos blancos y negros que debería saltar, la abertura de pierna y la altura, de acuerdo a una exacta suma de factores de riesgo; la vecina, en cada picada y frenada, se llevaba el “Jesús” a la boca y temía y temblaba, por sus amados malvones. Para él, era, mucho más complicado; detenerse justo sobre una baldosa, clavar los talones, flexionar las rodillas, milímetros antes de tropezar o reventarse la cara contra la puerta. Era un chico muy ágil, que sorteaba los obstáculos con solvencia. El problema, mucho más grave, era Jorge, su papá.




Una pequeña lámpara de cuarenta voltios, iluminaba precariamente el pasillo, pero para Jorge, era como un faro en medio de la oscuridad de un mar embravecido, su mar. Cuando llegaba, temblando, estiraba los brazos y tocaba las paredes, el reducido tamaño del pasillo le ayudaba a guiarse, en medio de sus alucinaciones. Debía sortear primero los malvones. Malvones benditos con agua de la parroquia, que Rosa, todos los días, rociaba contra la envidia de los vecinos.

Rosa escuchaba desde su cuarto, en más de una oportunidad, ante el menor tropezón o choque de Jorge, un aluvión de maldiciones y puteadas que, por lo general, la involucraban directamente. A la mañana siguiente, palita en mano, salía a emprolijar los desastres ocurridos, juntar la tierra del suelo y observar resignada algunos de sus tesoros, desflorado. Rosa los sufría en carne propia, le dolían a ella sus heridas, el mal trato, la violación. Jorge, ni se enteraba.

En el verano, la luna iluminaba el zaguán, los vecinos dejaban las puertas abiertas, para que la casa respirara el aire fresco de la noche y compartían los olores propios, comida, música, la vida misma.

—¿Vio qué gente rara, anoche, en el “C”?

—Yo, por las dudas, cerré la puerta, con la cadena de seguridad, aunque de vez en cuando la abría por el aire, vio...

—Le guardé una porción de torta del cumpleaños.

—¡Bajá la música, Antonio, me tenés podrido con tanta cumbia, papá!

El pasillo agitaba su vida en las grandes festividades, como la de Año Nuevo. Los vecinos abandonaban sus sillas y se acercaban a saludar, levantando las copas y deseando que los sueños se convirtieran en realidad.
Jorge, era el primero en salir de su mesa y llamar a los vecinos al brindis colectivo y también el último, el de más aguante; horas después seguía, buscando quién lo acompañara a celebrar, como un condenado a muerte, en su último día.

—Es un borracho perdido, pero con los del edificio es tan correcto, decía su esposa.

—Es un pesado—murmuraban, a sus espaldas, los vecinos.

La normalidad de esa familia, cambió totalmente, cuando Albertito tenía trece años. Su mamá, abnegada y silenciosa, cansada tal vez de tantas vergüenzas y promesas incumplidas, de tantas privaciones soportadas en el silencio de su almohada, se dejó morir calladamente.

Jorge, que hasta ese día había sido un libertino desconsiderado, por obra de la desgracia, entendió que su Marta había sido el amor de su vida y que nada tenía sentido; se abandonó a la bebida, tratando de calmar su sed de dromedario.
Y se fue ahogando, sin saciar jamás su locura.

Albertito se convirtió en Alberto, estudió abnegadamente y, con el paso de la vida, fue un responsable padre de familia, un profesional irreprochable, un amante esposo y un padre amoroso, tierno y comprensivo.

Después de años de terapia, comprendió que hay personas enfermas que creen aferrarse a una tabla de salvación y terminan hundiéndose en la ignominia, que su padre había vivido, toda su vida, como un payaso, que nunca había aprendido a hacer reír, a quien todos deploraban. Y que murió, en una tarde aciaga, dando lástima, bajo las ruedas de un colectivo.

Alberto volvió a abrir los ojos, a mirar por la ventana, a ver aún, la sombra de su padre perdonado.
El recuerdo de los malvones en flor, le hicieron dibujar una sonrisa, sin lástima, sin reproches, volvió a calzarse los anteojos, abrió el libro que había cerrado y releyó:

"El hombre apareció un mediodía sin saber cómo y por dónde. Fue visto en todos los boliches de IRIRARONI, bebiendo como no se había visto a nadie....."

Otra vez, se le humedecieron los ojos.


Víctor Troncoso.

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